30 mayo 2013

Yo objeto (a la educación laica)

Este país va ha tomado rumbo a la Edad Media. Los viajes en el tiempo parecían imposibles pero un par de ministros alentados por ciertos grupos (capaces, parece, de decir cosas como esta) lo están consiguiendo sin despeinarse demasiado.
Hace un par de años redacté con un "manifiesto antilaico" ironizando sobre cosas que creía yo, inocente, que eran patrimonio de los ámbitos fundamentalistas en los EE.UU. Aprovecho hoy, con la que está cayendo, para retomarlo y ponerlo en boca del puñado de cavernícolas, pocos pero poderosos, que están detrás de las decisiones tomadas o anunciadas sobre la educación pública y la justicia. Hablando de las asignaturas en la educación, manifiesto que:
Objeto a la asignatura de Ciencias Naturales porque no tiene en cuenta la dimensión transcendental del hombre y sugiere que somos esencialmente iguales al resto de seres vivos.
Objeto a la asignatura de Matemáticas porque se desarrolla en un mundo autosuficiente, donde ningún dios aparece para igualar las ecuaciones.
Objeto a la Literatura porque habla de libros que nunca deberían haber sido escritos y cuya lectura debería estar prohibida porque sólo es necesario un único Libro.
Objeto, por supuesto, a la Física y la Química porque sugiere que todo funciona obedeciendo leyes comprensibles y que podemos entender sin intermediarios.
Objeto, faltaría más, a la educación en general porque cuanto más se sabe de este mundo menos se echa en falta que exista otro.
Objeto a mi vocación, la ciencia, porque por lo visto es cosa del demonio y yo, ejerciéndola, me convierto en su seguidor.
Objeto, ya puestos, a la inteligencia, porque si la uso Logos, que habla interpretando a Dios, me condena a la tortura eterna y además ella parece muy feliz tras renunciar a la razón.
En resumen, un mundo que se reduce a un libro de cuentos donde se ha renunciado a lo que nos hace humanos: la curiosidad, las ganas de entender y el instinto de iluminar la oscuridad. Sigan con salud mientras puedan.

30 marzo 2013

¿Elegir con libertad?

Discutía estos días en un blog aparentemente filosófico sobre la libertad de actuar. Su autor, llamémoslo J, defendía que el suicidio implicaba la creencia en otra vida posterior a la muerte, que los materialistas no se suicidaban y que la decisión de suicidarse nunca se tomaba con completa libertad. Las dos primeras afirmaciones son, para mí, absurdas, pero la tercera es más interesante y me recordó algunas nociones sobre decisión que doy en una asignatura.
Cuando tomamos un decisión estamos eligiendo entre al menos dos alternativas. En el caso del suicidio son justo eso, dos: suicidarse o no suicidarse. Lo que mi contertulio decía es que el suicida (hablamos de suicidio en el contexto de la muerte digna, ver el post Mortalidad y suicidio) no actúa con libertad ya que está condicionado por el dolor o por la depresión.
En ese contexto, nunca actuaríamos con libertad ya que será raro que una decisión de cierta transcendencia no esté afectada por factores del entorno. El problema, además, es que J usaba este argumento para intentar deslegitimar la decisión del suicidio en caso de enfermedad irreversible. En su visión, el suicidio asistido y la eutanasia estarían completamente prohibidos ya que el sujeto, aunque aparentemente estuviera de acuerdo y pidiera reiteradamente su propia muerte, no era realmente libre para hacerlo.


En mi opinión, J confundía la libertad de tomar una decisión con la ausencia de influencias. En el caso que comentaba de la asignatura que imparto, les digo a mis alumnos que en el proceso de decisión hay dos tipos de factores: influyentes y limitantes. Los primeros añaden peso o valor a unas alternativas y se lo quitan a otras. Los segundos se interpretan como barreras y pueden hacer que una alternativa sea descartable si no se cumple una condición determinada. En el típico ejemplo de ubicación de un vertedero, es un factor influyente la capacidad del mismo (cuanto mayor, mejor) mientras que el sustrato geológico es un factor limitante ya que si no es impermeable, la ubicación se descarta con independencia del resto de criterios. En las decisiones técnicas existen algoritmos que combinan los valores de los criterios para elegir la mejor alternativa, que no tiene que ser necesariamente óptima.
En las decisiones cotidianas la cuestión no se resuelve mediante un algoritmo pero el esquema es el mismo: hoy es sábado y debo decidir si salgo de compra para mañana o no. La lluvia es un factor influyente y el hecho de que casi no me queda pan también lo es. La lluvia me incita a quedarme en casa pero lo del pan me empuja a salir porque me gusta desayunar tostadas. ¿Por qué no lo hice ayer, que no llovía? Porque había un factor limitante: el comercio estaba cerrado, con lo que cualquier otro criterio deja de ser tenido en cuenta.

Mi hipótesis es que, no solo es posible tener libertad de elección en un escenario lleno de factores influyentes, sino que en nuestra vida sólo tomamos decisiones en ese tipo de escenarios.
Lo que defendía J es que, ante un dolor intenso en una enfermedad terminal, la decisión del suicidio no era libre. Mi visión es que el dolor no es más que un factor influyente y que la decisión, simplemente, lo tiene en cuenta: seguimos pudiendo elegir entre el suicidio o seguir viviendo. Si no hubiera enfermedad, la decisión sería vivir pero la libertad a la hora de decidir es la misma, sólo que una alternativa se hace más deseable en un caso y la otra puede que en el otro.

J planteaba que la decisión "correcta" es siempre no suicidarse: cuando no hay enfermedad terminal porque es lo razonable y cuando la hay porque esa circunstancia quita la libertad. Es un planteamiento que parece claramente mediatizado por la ideología (otro factor influyente). El error, en mi opinión, es obviar que la enfermedad terminal cambia por completo el escenario y que la decisión del suicidio, antes sin sentido, puede ser la adecuada (o no) en este momento.

En el tema que comentamos, el suicidio, no hay decisión sin factores influyentes pero eso no quita que yo pueda decidir. Como comentaba en post mencionado, en mi caso ya lo he hecho y ha sido en un escenario muy poco mediatizado ya que no padezco enfermedad alguna no dolor crónico. Cuando le dije eso a J no le gustó nada porque derrumbaba su hipótesis y no podía aceptar que alguien tomara es decisión fuera de un escenario de presión insoportable. Ahí terminamos nuestra discusión.


¿Es todo tan simple como lo he descrito? Sin duda no, hay factores influyentes que limitan nuestra libertad. Eso ocurre cuando las consecuencias de nuestra decisión generan reacciones más allá del ámbito estrictamente personal. Les pondré un ejemplo y les propondré una receta. Pongamos el caso del chador en países como Afganistán. Hay quien defiende que esa mujer que va completamente cubierta lo hace en ejercicio de su libertad, porque decide usar esa prenda en respeto a una tradición y guiada por sus propias convicciones. Puede ser así pero en este tipo de dilemas hay una forma de evaluar la potencial libertad de elección: preguntarse qué pasaría si esa mujer saliera vestida de otra forma, con pantalones, blusa y sin pañuelo en la cabeza. Si se imaginan ustedes lo mismo que yo, convendremos en que la libertad de elección es ese escenario es inexistente ya que la mujer acabaría detenida en el mejor de los casos.
¿Es posible que una mujer lleve chador voluntaria y libremente? La respuesta es que sí, que es posible, pero no en un escenario donde los condicionantes son de tal trascendencia que puede peligrar tu vida si optas por otra alternativa.

El caso del suicidio es similar en muchos países ya que la asistencia al mismo está penalizada. Mi decisión, de ser tomada, tendrá consecuencias en otras personas por lo que solo tengo libertad para decidir si no necesito ayuda de otras personas. Por eso es importante que las leyes despenalicen la asistencia al suicidio y exista una ley de eutanasia bien diseñada que evite los abusos pero que garantice la libertad de elección ante, sin duda, una decisión importante que debe ser tomada con el mínimo de injerencias externas.

16 marzo 2013

La universidad analfabeta

El blog La lista de la vergüenza ha ido reuniendo cursos, conferencias y eventos en universidades españolas. El nexo entre ellos es la vergüenza, el bochorno de que estas supuestas estructuras del saber sean capaces de admitir que se defienda en sus aulas cualquier chifladura fruto de la fértil imaginación humana. Todo vale, nada pasa aparentemente por ningún filtro salvo, en ocasiones el económico. ¿Por qué está pasando esto? ¿No son las universidades el último reducto donde la razón y el conocimiento está a salvo e impera sobre la pseudociencia, el mito y la superstición?
En un brevísimo intercambio de tuits con @eparquiodelgado hace unos días, él planteaba como explicación la ignorancia y yo, sin quitarle razón, propongo algo bastante peor que intentaré explicar brevemente.
Cuando se defendían los doctorados en la Universidad de Alcalá de Henares hace tres o cuatro siglos había que ser casi omnisciente ya que un tribunal te interrogaba en varias lenguas, durante varios días, sobre todo lo divino y lo humano. No es prudente, creo, añorar esa situación pero sí reparar en que entonces no existía una diferencia entre ciencias y letras, entre filosofía y matemática. Dentro de las limitaciones de la época, el doctor, y por extensión el profesorado, tenía una formación integral que cubría, perdonen la redundancia, todas las áreas del saber.

Clases de ecología en el campo (Asturias, 1985)
El primer problema surgió cuando las áreas de conocimiento se separaron debido a que el desarrollo de la ciencia y de las humanidades (incluyo aquí disciplinas no pertenecientes a las "ciencias duras") hizo que una persona normal no fuera capaz de abarcar el conjunto. Surgieron las dos culturas, las dos formas de ver y abordar el mundo.
El tema de las dos culturas ("ciencias" y "letras") ha sido objeto de numerosos debates aunque sigue sin solucionarse. Yo he hablado de él en algunos posts como por ejemplo El debate de las dos culturas. La polarización del saber tuvo consecuencias conocidas: cada bando desprecia al otro por, es para asombrarse, parcial y deficiente; cada profesor, esto es aún peor, no solo es absolutamente ignorante de las disciplinas "opuestas" sino que considera que estas son irrelevantes para su propio desarrollo personal.
En mi opinión, esa separación evolucionó a peor y comento en el post citado que hoy podríamos hablar de cuatro grandes áreas incomunicadas dentro de las universidades: tecnológica, científica, clásica (las "letras") y artística.
Un paso más en el desastre ha sido la especialización miope y creación de miniespacios compartimentados dentro de los cuales se realizan actividades que ignoran escandalosamente cualquiera otra que se produzca en el laboratorio del vecino. La especialización ha sido obligada ya que nadie es capaz de dominar un área completa ni estar al día de los avances de cualquier disciplina.
El detalle esencial de todo esto los problemas no vienen de la especialización por si misma sino de como se ha hecho, perdiendo la perspectiva general. Lamentablemente, entre mis experiencias académicas más traumáticas está el reparar en que el ingeniero de al lado no sabe qué es el número de Avogadro, que el físico al que llamo acepta sin despeinarse que los seres vivos tenemos una "energía vital" y que el biólogo amigo no es capaz de imaginarse como el Curiosity puede enviar a la Tierra las fotos que toma en Marte.
¿Cómo es posible esto? Les explico mi hipótesis. Soy responsable de una asignatura sobre metodología científica desde hace unos años pero, en vez de darla en primero o segundo de carrera, la imparto en un máster de investigación. En estos cursos me ha dado cuenta de que los alumnos, todos ellos licenciados o ingenieros, desconocen todo sobre lo que caracteriza a la ciencia y no han sido advertidos de que el espíritu crítico y la razón están en la base de toda actividad universitaria.
Actualmente las carreras no forman científicamente, sólo enseñan parcelitas de conocimiento consolidado y algunas habilidades. Ya se que generalizo y que existen, sin duda, excepciones por todos lados, pero me permito ser injusto con ellas para dar mi visión global y no alargarme.
La ausencia de formación de base sobre metodología científica, la inexistencia de formación sobre áreas ajenas, la nula valoración de la cultura científica general en el curriculum académico... todo ello ha llevado, en mi opinión, a un desenlace: en las universidades hay una incultura científica escalofriante.

Posado para la cátedra de homeopatía en la Universidad de Murcia financiada por Laboratorios Heel 
No pensemos, por tanto, que las universidades son estructuras sólidas y resistentes ante la tontería, un baluarte de la razón y del librepensamiento. Salvo excepciones no lo son, son débiles, expertas en microcampos de conocimiento y analfabetas en todo lo que se sale de ellos, que es el 99.999% de conocimiento científico. Un mosaico desarmado formado por piececitas de conocimiento desconectadas del mundo del saber.
Así, aunque la homeopatía, el reiki, el feng-shui, la aromaterapia, las flores de Bach... están tan desacreditadas por la ciencia como que los niños vienen de París [1], las universidades las aceptan como una visión más, un tanto exótica tal vez, pero sin que salte ninguna alarma en profesores, decanos y vicerrectores, todos ellos prisioneros en su minúscula burbuja.
¿Qué soluciones tiene este problema? Si les soy sincero, no las veo. Haría falta una reflexión revolucionaria sobre qué somos y qué servicios debe prestar la universidad y actualmente no somos capaces de hacerla. Haría falta un cambio radical en los planes de estudios, cada vez más centrados en el mercado laboral y menos en el saber integral y actualmente no existe la más mínima posibilidad de que esto ocurra. Tal vez la universidad española ha sobrepasado el punto de no retorno. Harían falta tantos cambios que mientras esperamos que lleguen, si es que llegan, no podemos seguir parados. A los profesores sensibles a este problema no nos queda otra que trabajar en nuestro ámbito de influencia, las aulas, intentando despertar en los actuales alumnos la duda sistemática, el pensamiento creativo, la reflexión y el sentido común. No cambiaremos todo, por supuesto, pero al menos haremos mejor nuestro trabajo y tal vez la semilla del pensamiento crítico (la base de toda cultura que merezca ese nombre) crezca en media docena de personas cada año. Quién sabe.


[1] No voy a extenderme con esto porque ya lo hice hace un tiempo en la serie de posts "Ciencia y no-ciencia" que pueden leer aquí: 12 y 3.


05 marzo 2013

Toni Cantó, los derechos de los animales y la empatía

Dicen que Toni Cantó dijo algo en el Congreso sobre que los animales no tienen derecho a la vida. Realmente no se qué dijo exactamente ni tengo mucho interés en buscarlo pero el asunto está bien traído y sí que me importa un poco, como habrán visto en el post en el que justifico mi oposición a la tauromaquia. Hay un par de artículos al respecto que les recomiendo. El primero me parece muy flojo pero está escrito por el filósofo de cabecera del señor Cantó, don Fernando Savater, y culmina con la famosa: no hay derechos animales. El segundo está firmado por otra filósofa, doña Adela Cortina, y me parece mucho más sólido y razonado pero plantea que los derechos animales "se conceden [por los humanos] para protegerles del maltrato" mientras que "los derechos humanos son anteriores a las voluntades de los legisladores".
Sin ser filósofo ni por lo más remoto, creo que en esta espinosa cuestión tiene más razón Savater que Cortina, aunque verán que opino que don Fernando se queda muy corto.
Por un lado, admitir que el ser humano tiene derechos por el hecho de ser humano nos lleva a unos terrenos muy trillados pero no por eso menos pantanosos. El argumento a favor de la existencia de esos derechos suele basarse, como dice Cortina,  en que "los seres humanos tienen la capacidad para reconocer qué es un derecho y para apreciar que forma parte de una vida digna". Que esa capacidad existe es innegable pero que esa capacidad tenga como consecuencia que los derechos pasen a ser algo absoluto y preexistente a la legislación me parece una consecuencia nada obvia. Es conocido el contraargumento básico ante esa razón: si es necesario poder reconocer qué es un derecho y apreciarlo para ser merecedor de él, hay seres humanos que no los tendrían, por ejemplo, personas en coma irreversible (por no meterme en otros fangales en los que chapotea, por ejemplo, Peter Singer).
Sin más rollos, les cuento mi punto de vista: nadie, ni los seres humanos ni el resto de animales, tenemos derechos "preexistentes". Nadie es merecedor "por que así está escrito" de nada. Los derechos no son algo absoluto y aislado sino que surgen y se desarrollan dentro un convenio social. La esclavitud era considerada razonable hace bien poco debido a que una parte de la humanidad no consideraba adecuado otorgar derechos en términos de igualdad a otra parte. Ahora consideramos que todos los seres humanos deben tener los mismos derechos pero eso no viene de una "verdad cósmica revelada" sino que es una consecuencia de nuestra evolución social, en la que hemos ampliado el círculo de la empatía (ver ¿Ética sin dioses?) más allá de nuestra genealogía, de nuestra vecindad más inmediata, de nuestra religión (o ausencia de ella) o del color de nuestra piel.

Jane Goodall (del post Mujeres y primates)
Los derechos humanos solo existen porque hemos acordado que lo hagan. Este acuerdo se ha realizado porque tenemos la percepción de que su existencia supone una mejora objetiva de las condiciones de bienestar, tanto particulares como generales.
Es interesante, para aportar una pista a una explicación de este fenómeno social, reparar en que hay movimientos cada vez más insistentes que buscan otorgar derechos "humanos" a los grandes primates. No los hay, sin embargo, para asignar esos derechos a las langostas o a los nemátodos. Nuestro círculo de empatía se extiende sobre el árbol taxonómico pero solo hasta ciertos límites de distancia, aunque estos sean crecientes. De hecho, aún hay muchos humanos que no lo extienden a la totalidad de la humanidad, y la esclavitud y la explotación son ejercidas sin compasión (ese sentimiento de identificación con el dolor ajeno) en todo el mundo con más o menos sofisticación.
Sería bueno, creo, que nos metiéramos en nuestra cabeza que los derechos de todos, humanos y no humanos, míos y tuyos, dependen exclusiva y totalmente de nosotros mismos. Dicho de otra forma: somos responsables y somos libres. Somos responsables si mejoramos el mundo y lo somos también si lo hacemos peor. Somos libres de elegir una de las dos actitudes pero sería bueno considerar que esa elección puede ser muy relevante para los que queremos dar un poco de sentido a nuestras vidas (que, de por sí, carecen de él). También somos responsables a la hora de educar en la lucha contra el retraso moral o de ser aquiescentes con hechos que la evolución ética de nuestra sociedad ya no considera admisibles. Y somos libres de abstenernos, de tolerar la injusticia, el abuso y la violencia contra el débil, por supuesto, pero sobre eso no puedo decir más que allá cada cual con sus miserias y sus luces.

04 febrero 2013

Los rincones oscuros que genera la curiosidad

Cae un rayo y un árbol arde. Los animales se limitan a huir de las llamas que causan dolor o, sin llegar a tanto, una sensación de malestar insoportable cuando se acercan. Sin embargo, en algún momento, algunos de nuestros antepasados miraron ese fuego con curiosidad y algo nuevo ocurrió: no solo anotaron en su memoria que ese raro fenómeno produce calor y luz sino que se les ocurrió llevar una rama ardiente a su cueva y  alimentarlo con otras. No debió ser fácil acercarse a algo incomprensible y claramente peligroso, dominar el miedo y llevarlo al refugio.
Este acontecimiento que parece casi banal implica procesos mentales en los que aparece  la base de nuestra esencia humana. El más importante es la capacidad de imaginar el fuego en otro lugar, el siguiente, la capacidad de imaginar (crear un modelo de una realidad que aún no ha ocurrido) las consecuencias de la primera acción. Imaginar es crear un modelo mental de la realidad y usarlo para predecir consecuencias. A partir de ahí se vence el miedo y las condiciones de vida cambian: se elimina el frío, se protegen mejor de los predadores, se crean condiciones para liberarse de la noche. La trasmisión de ese conocimiento de generación en generación es el nacimiento de la cultura.

Cueva de las manos, Santa Cruz, Argentina (fuente: Mariano, Wikipedia)
Somos humanos porque empezamos a imaginar, a crear modelos del mundo y a usarlos para prever situaciones más allá de la pura actualidad. Huir de un predador es una reacción inmediata, “en tiempo real”. Preparar un fuego a la entrada de la cueva o poner una empalizada es tener en cuenta un futuro posible, algo mucho más elaborado y que supone ubicarse en un escenario posible pero que aún no se ha producido, evaluar escenarios alternativos y anticiparse o corregir posibles problemas. Hacer modelos de la realidad y usarlos para prever el futuro supuso un cambio esencial a la hora de vivir en el mundo.

En nuestro ejemplo, la capacidad recién adquirida condujo inevitablemente a un segundo paso, hacerse preguntas. Es el comienzo, impulsado por la necesidad, de la curiosidad, nuestra característica más significativa como humanos. Probablemente los dioses surgieron cuando comenzamos a preguntarnos las razones de las cosas y no había conocimiento para encontrar una explicación terrenal. ¿De dónde viene el rayo que tan profundamente cambió nuestras vidas? ¿Cómo podemos conseguir que caiga otro cuando nuestro fuego se apagó por un terrible accidente? Existe alguien o algo tan poderoso que puede generar el rayo, pidámosle que lo haga ya que nuestra vida depende de ello. Fue ésta una consecuencia de nuestra recién adquirida necesidad de entenderlo todo, de buscar las razones de las cosas para anticiparse a las catástrofes.

Los dioses rellenaron espacios en los modelos de la realidad cuando no había piezas que pudieran hacerlo. Los dioses habitaron siempre en los rincones oscuros. En un tiempo, ninguna creencia contradecía la realidad ya que nada sabíamos de ella. Hoy nuestro conocimiento sobre el mundo ha empujado a los dioses apenas a rendijas y minúsculos agujeros; sus continuas apariciones, antes tan frecuentes, ya no se producen. Ya no nos maldicen con enfermedades o hambre, ya no nos bendicen con buenas cosechas. Ya no es necesario ofrecerles sacrificios para que salga el Sol cada mañana. Los dioses se han vuelto sospechosamente indiferentes. Podría decirse que están como ausentes.

31 enero 2013

¿Ética sin dioses?

¿Puede existir una ética sin dioses que la dicten? La respuesta debería ser clara dada la existencia de personas ateas con una ética sólida. En un estudio reciente, de 2009, comparando científicos (miembros de la American Association for the Advancement of Science, AAAS) y población en general mostró que decía no creer en ningún tipo de dioses un 41% de los primeros, un 18% decía creer en una fuerza superior (no personal) y un 33% decía creer en un dios personal al estilo del de las religiones monoteístas. ¿Significa eso que ese 41% de personas (unas 1040 en números absolutos) carece de principios éticos? Quisiera ver si hay alguien que defiende eso y con qué argumentos.

Está claro que la hipótesis “sin dios no hay ética” es insostenible. De hecho, sólo los religiosos más fundamentalistas se atreven a defenderla no permitiendo que la realidad les estropee su visión dicotómica del mundo. Otra cuestión son las afirmaciones como que una ética laica no tiene fundamento, que solo busca el placer o que está dominada por el interés egoísta y llevaría a la humanidad a su destrucción.


En la práctica, hay estudios que apoyan la idea de que no existen diferencias esenciales entre la ética de creyentes y de ateos cuando se trata de problemas fundamentales. Por poner un ejemplo conocido, piensen su respuesta a los siguientes dilemas éticos:

  1. Un vagón de carga va a atropellar a cinco personas que caminan por la vía. Si aprietas un botón desviarás el vagón a otra vía en la que matará a una persona, pero las otras cinco sobrevivirán. ¿Debes hacerlo? 
  2. Un camión va marcha atrás hacia un niño que juega en el suelo. Tienes tiempo de sobra para coger al niño y retirarlo salvándole la vida. ¿Debes hacerlo? 
  3. Cinco personas llegan a un hospital en estado crítico. Cada una de ellas necesita un órgano distinto para sobrevivir. Hay una persona sana que podemos secuestrar para extraerle los órganos. Ella morirá pero las otras cinco sobrevivirán. ¿Debes hacerlo? 
Las respuestas son casi invariables: en el caso 1, se puede hacer (90%); en el caso 2, se debe hacer (97%); en el caso 3, no se debe usar a la persona sana para curar a las otras (97%).
Si la moralidad dependiera de ser religioso, los ateos deberían juzgar y justificar esos casos de forma diferente y los resultados muestran que esas diferencias no existen. Estas preguntas (u otras similares) figuran en la página Encuesta de Juicio Moral de la Universidad de Harvard en la que pueden participar.

Vista esta primera cuestión ¿en qué principios puede basarse una ética sin dioses? ¿Sería una ética arbitraria, basada en juicios caprichosos? ¿Sería una ética egoísta, basada en que lo “bueno” es siempre lo mejor para mí y lo “malo” aquello que contradice mis deseos de este momento (que pueden ser otros dentro de un rato)?
 No voy a ponerme a discutir si la “ética emanada de un dios” proviene realmente de él o es una construcción humana. Mi opinión al respecto se basa no sólo en ser ateo sino en la deficiente estructura de las “éticas divinas”, comenzando por los diez mandamientos cristianos, donde no se mencionan aspectos fundamentales como la igualdad de razas y sexos, la negación de la esclavitud y de la explotación humana, la no discriminación por causas de pensamiento o religión, el aborrecimiento de la violencia, la exaltación de la comprensión y de la empatía, la libertad de expresión y de culto… 
Claramente, algunas de esas diez leyes son deficientes, otras caprichosas, y en su conjunto insuficientes. Nada en ellas nos asombra por su perfección ni por su armonía ni por su integridad al cubrir todo el comportamiento humano. No pueden de ningún modo ser establecidas, como se pretende, como un código ético universal hasta el punto de que si a cualquiera persona se le pidiera elaborar diez normas con vocación general podría mejorar esos mandamientos sin el más mínimo esfuerzo.

Sin embargo, podemos ver que alguno de los mandamientos es aceptado de forma general. Por ejemplo, “no matarás” es una norma universal en el sentido de que no existe ninguna sociedad donde el asesinato haya sido considerado algo deseable. Por supuesto, ese “no matarás” no es original ni, el absoluto, patrimonio de ninguna religión. Desde el principio de la humanidad como sociedad organizada han existido códigos legales donde se encuentran invariantes como considerar perniciosos el robo, el asesinato, el perjurio o el fraude…
Todos estos aspectos se han penalizado bajo religiones y circunstancias muy diferentes lo cual hace pensar en alguna causa subyacente, más allá de dioses que dictan normas, que lleva a considerar que no es bueno engañar, robar o matar. La cuestión, por tanto, no es si existe una ética laica, es obvio que sí, sino si somos capaces de explicar o proponer alguna hipótesis sobre la existencia de invariantes éticos comunes a todas las sociedades humanas con independencia de su naturaleza religiosa.
Si existe una ética humana con independencia de los dioses ¿en qué se sustenta? El asunto tiene, al menos para mí, cierta importancia ya que uno de los argumentos que se usan contra el ateísmo es que “sin dios no hay ética” por lo que un ateo no es alguien en el que puedas confiar ni personal ni socialmente.

Un universal ético es un juicio sobre la bondad o maldad de una acción que es reconocido por una inmensa mayoría de la humanidad, independientemente de su localización geográfica, sociedad y religión (o ausencia de ella). Examinando nuestra historia podemos reunir un pequeño conjunto de acciones consideradas inmorales o indeseables por una mayoría: el asesinato, el robo, el incesto, la mentira, la estafa... Aunque no todas se han considerado de igual gravedad, ni siquiera en una escala relativa, no creo que exista sociedad en los últimos milenios que no haya tenido normas prohibiendo o castigando estas acciones.
Es cierto que en todas las sociedades hay personas que piensan que matar es algo irrelevante o que torturar niños no tiene importancia pero a esas personas ni siquiera las consideramos dentro de la sociedad y se ha acuñado un término que refleja esa exclusión: sociópata. Este término indica que no cabe en nuestros conceptos que un asesino en serie sea una persona normal, aunque imperfecta en su comportamiento: es una aberración y la causa es que no tiene ninguna intención de aceptar o reconocer las reglas sociales “universales”.

¿De dónde vienen nuestros juicios sobre la bondad o maldad de estos “universales”? ¿Cómo es posible que haya una unanimidad subyacente a pesar de la heterogeneidad de culturas? Una posible respuesta es que esas normas morales básicas son fruto de la evolución de nuestra especie y que tienen un sentido relacionado con la supervivencia personal y la estabilidad de las sociedades.
Pongamos como ejemplo la regla básica: no matar. Si viajáramos al tiempo del nacimiento de nuestra especie, hace unos 600.000 años, veríamos que nuestros ancestros vagaban buscando alimento, protegiéndose de los predadores e intentando, como todos, llegar a la edad reproductora y perpetuarse en sus hijos (segundo instinto básico de cualquier especie).
Cualquier grupo en el que el asesinato por bienes, sexo o alimento no estuviera reprimido, no duraría demasiado en aquel ambiente, donde sólo la cooperación podía dar ciertas esperanzas de llegar a adulto, reproducirse y seguir en este planeta. La tendencia a la conducta cooperativa tiene un soporte evolutivo y natural que se sustenta con facilidad: no mates, al menos a “tu gente”, a la gente que puede contribuir a ampliar tu esperanza de supervivencia.
El “egoísmo natural” queda desacreditado con el argumento de que somos primates sociales y una sociedad no se sostiene si todos sus componentes siguen un comportamiento exclusivamente egoísta porque la colaboración es absolutamente necesaria.

Bioética, el desafío que surge de los avances en biología y medicina
Puede postularse que el resto de normas universales sigue un principio similar: la persistencia o supervivencia del grupo organizado y cooperante. Serán “buenas” aquellas conductas que facilitan la estabilidad social, que reducen los riesgos de muerte, que permiten una mayor supervivencia no solo de la persona sino del grupo. Son conductas que tenderán a perpetuarse por el mismo motivo por el que una mutación beneficiosa hará que el gen afectado aumente su frecuencia en la población.
Como es evidente, en estas reglas entran continuamente en conflicto los intereses personales con los colectivos: matar a mi vecino para quedarme con sus bienes puede ser bueno para mí pero es, sin duda, malo para el grupo. Estos conflictos se resolverán mayoritariamente en favor de la estabilidad de la sociedad y de la satisfacción de los intereses colectivos.

La tendencia a la cooperación no tiene por qué estar marcada en nuestros genes o, al menos, no solo en ellos. En nuestra especie, las bases genéticas de la cooperación están complementadas con bases culturales, donde las conductas para la protección y estabilidad del grupo se transmiten mediante la educación, el derecho y las normas internas. Son ”estrategias evolutivamente estables” que tienden a perpetuarse al contribuir a la cohesión y supervivencia social.
Sin embargo, incluso hoy, las normas “universales” no se aplican sin discriminación. En una sociedad cerrada las normas de convivencia social se aplican estrictamente a los componentes de esa sociedad y mucho más laxamente a los extranjeros, a los que no forman parte de ella. El “no matarás” de la Biblia está dirigido exclusivamente a un círculo muy limitado y son abundantes las guerras y masacres contra “los otros”. Esta diferencia tiene también una base biológica: cooperar con nuestros parientes y vecinos (pensemos en una tribu en el Paleolítico) es mucho más ventajoso desde el punto de la supervivencia y reproducción que hacerlo con otro grupo lejano que puede ser incluso un competidor por los recursos.
Con las bases biológicas y culturales, que pueden actuar reforzándose y complementándose, podía esperarse que las normas “universales” útiles para la estabilidad de los grupos primero y de las sociedades después, estuvieran matizadas según la proximidad genética y cultural de los individuos. Hay muchos hechos que sirven de apoyo a esta hipótesis como, por ejemplo, que consideremos más repugnante el asesinato dentro del vínculo familiar que fuera de él, algo que se reconoce en el código penal como agravante. O que no nos afecte apenas la muerte de cientos de personas en otro continente en un terremoto mientras nos afligimos estruendosamente por una sola en círculos más próximos.

Parece que la evolución cultural de las ideas de cooperación y asignación de derechos a los demás ha tomado el relevo de la posible base genética de los invariantes éticos. Es interesante darse cuenta de que, con el tiempo, ha existido una tendencia a ampliar progresivamente el círculo dentro del cual reconocemos a “los nuestros”: familia, vecino, grupo, etnia… Inicialmente, ese “círculo de empatía” abarcaba solo a la familia inmediata y luego, con la construcción de sociedades más complejas, se amplió a grupos mayores, a tribus, a ciudades, a comunidades con un vínculo cultural como puede ser profesar una religión o tener una naconalidad. Fuera de este círculo, matar al “otro” no solo puede no ser malo sino puede ser considerado algo deseable. La ampliación del círculo de empatía ha venido de la mano de movimientos que consideran que existen unos derechos básicos que deben reconocerse a toda persona, independientemente de sus características “tribales”. El primer hito en esta tendencia es probablemente la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789), producto de la Revolución francesa. El último, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). La DUDH no es un documento vinculante y de hecho muchos de sus 30 artículos se incumplen flagrante y continuamente pero es el reflejo de una evolución ética no basada en libros sagrados donde se declaran derechos a los que muchas religiones se oponen activamente.

La ética es un producto de nuestra mente, nuestra mente es un producto de nuestro cerebro y nuestro cerebro es un producto de la evolución.
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