Ante un duelo dialéctico se puede optar por estrategias diversas. Hace tiempo que tengo apuntado escribir una nota mínima sobre una de ellas: la lectura benevolente. Hoy me he decidido por quitarme ese apunte del medio de una vez y porque los debates (por llamarlos de algún modo) de estos meses parecen indicar que ese concepto se ha olvidado.
Imaginaos que tras una catástrofe natural leeis: “el terremoto no es el problema, el problema es la corrupción que impide que la ayuda llegue”. Ante esa afirmación cabe reaccionar al menos de dos formas. En la primera, la más inmediata, clasificamos al tipo como imbécil porque es obvio (imaginemos el contexto) que, si no hay terremoto, no hay necesidad de ayuda y la corrupción es, en este caso, irrelevante. Según esta interpretación, el autor de la frase carece de razón y de lógica e, incluso, parece estar quitando importancia al terremoto que posiblemente ha dejado cientos de muertos: encima, un insensible.
La segunda forma de lectura es diferente: entiendo que el tipo no quiere quitar importancia al terremoto y no se le escapa que es la causa principal del problema, pero quiere enfatizar que la corrupción añade daños al resultado generando una situación aún más lamentable por lo evitable. La frase original no es afortunada, pero si somos benevolentes en nuestra lectura, podemos suponer qué quiere decir realmente de forma que esa persona se salva de la descalificación instantánea.
La lectura benevolente muestra flexibilidad ante los errores de comunicación del otro y suaviza los errores de interpretación propios. Lo difícil es que hay que tener generosidad para aplicarla y eso va, frecuentemente, en contra del pensamiento fácil, de las sentencias de ejecución inmediatas, de la descalificación absoluta que reafirma nuestras ideas.
Recuerdo hace unos años en un debate en un blog donde, en cierto momento, me equivoqué en una preposición que cambió parcialmente el sentido de la frase. Mi contrincante gritó (virtualmente) feliz: ¡te pillé! ¡has dicho X con lo que te contradices de todos tus argumentos anteriores! Fue inútil decirle que no, que no sólo no había querido decir X sino que, precisamente porque contradecía mis argumentos anteriores, debía darse cuenta de que había sido un error de redacción fácilmente explicable. La lectura benevolente hubiera llevado a esa persona a admitir la posibilidad de que yo me hubiera equivocado realmente al teclear tres letras y que con pedirme explicaciones se aclararía el asunto, pero no fue así.
¿Cuál es el problema de la lectura benevolente? Que es difícil porque, obviamente, exige esa virtud escasa: la benevolencia. Admitir que esto que estoy escribiendo se puede redactar de mil formas y que todas son distintas, que algunas pueden no entenderse bien, que a veces no estamos inspirados o concentrados como para hacer del lenguaje un vehículo de comunicación optimizado, exige generosidad y algo de “respeto preventivo” al adversario. Nada que abunde hoy.
06 noviembre 2017
14 octubre 2017
Fotografía de monedas
Aunque la fotografía numismática incluiría formalmente otros objetos, asumiré que hablamos exclusivamente de monedas de metal, cuya historia es ya bastante extensa, con probable origen en el siglo VI a.C.
Por el tamaño de los objetos, las técnicas usadas se encuadran dentro de la macrofotografía y algunos de los problemas son los clásicos dentro de esta disciplina como la escasa profundidad de campo. Otros son específicos y derivados de la naturaleza del objeto, a veces muy reflectan-te, lo que aconseja técnicas de iluminación adecuadas.Los objetivos de la fotografía numismática son los mismos que cualquier foto documental: buen detalle del objeto y una razonable fidelidad al color.
La imagen de abajo muestra el montaje para realizar este tipo de fotos y creo que es un comienzo adecuado para ir comentando los detalles de la toma.
Fotografiando monedas. |
Cámara
La cámara que aparece en la foto es una Pentax 645Z de formato medio pero usamos también una Nikon D7000. La principal diferencia es el tamaño del sensor, que suele condicionar el número de píxeles de la imagen resultante. La Pentax tiene un sensor de 43.8 x 32.8 mm con 51 Mpx (imagen de 8256 x 6192 píxeles) y la Nikon de 23.6 x 15.7 mm con 16 Mpx (imagen de 4928 x 3264 píxeles). Lógicamente, a mayor número de píxeles, mayor es la resolución de la imagen si el objeto ocupa la misma superficie sobre el sensor. Para hacernos una idea, si una moneda de un euro mide 25 mm de diámetro, podríamos tener una resolución de 0.004 mm con la Pentax y de 0.008 mm con la Nikon, aproximadamente.La realidad es que hay otros factores que no permiten llegar ni por asomo a este nivel de detalle: movimiento de la cámara, calidad del objetivo, efecto del valor de diafragma sobre la aberración óptica, perfección del enfoque, profundidad de campo, trepidación debida al espejo...
Uno más, no muy conocido, es el llamado filtro anti-aliasing, que incorporan casi todas las cámaras. Este filtro se incluye para reducir el efecto moiré ante patrones geométricos repetitivos pero tiene un efecto secundario de importancia: degrada la imagen. ¿Hasta dónde llega esta degradación? Es difícil localizar información técnica sobre esto, pero algo he encontrado: en la imagen siguiente puede verse un punto luminoso aislado sobre el sensor sin filtro AA (izquierda) y con filtro (derecha).
Efecto del filtro anti-aliasing en la nitidez sobre el sensor. |
Objetivo
El objetivo de la imagen es un Pentax macro de 120 mm con una relación de ampliación máxima de 1:1. La calidad del objetivo es otro factor crítico en este tipo de fotografía por lo que, en su momento, se buscó uno de focal fija, macro y para el cual la cámara integra la corrección óptica automática de la imagen (aunque esto no es muy importante en este caso). Cuando se usa la cámara Nikon, el objetivo es un Tokina macro de 100 mm con una relación igualmente 1:1.Es sabido que la aberración cromática de los objetivos aumenta con diafragmas abiertos y, por otro lado, que los problemas derivados de la difracción son mayores con diafragmas cerrados. Ambos efectos, aunque diferentes, penalizan la nitidez de la imagen. Hemos hecho pruebas fotografiando patrones muy contrastados y de bordes nítidos y hemos visto que los valores óptimos están en el rango f:8 a f:11 en ambos objetivos, aunque son perfectamente aceptables hasta f:16 (con lo que ganaríamos profundidad de campo).
Soporte
La cámara está en posición vertical sobre un soporte que algunos reconocerán como una ampliadora de las de antes. Las ventajas son obvias: no hace falta comprar nada nuevo, el soporte es sólido y la regulación de altura se hace con una manivela de ajuste bastante fino. Lo único que hemos hecho ha sido un nuevo taladro para colocar la columna en una esquina.Iluminación
A la derecha, sobre la mesa, se puede ver un flash. No es nada muy sofisticado, un Yongnuo YN-560 II que solo tiene un contacto para el disparo y solo puede usarse en modo manual, no TTL.La iluminación, en general, se puede hacer de bastantes formas, entre las cuales destacan los focos o paneles de luz continua y los flashes. ¿Por qué usar flash en vez de paneles LED, por ejemplo? La principal razón es la calidad de la luz; hemos medido la distribución de frecuencias de emisión de varias fuentes de luz (gracias a PJP, de física) y, como era sabido, la más plana y que cubre un amplio rango de longitudes de onda es la de las lámparas de xenón del flash. Aparte, es un trasto pequeño y manejable y cuya intensidad es regulable desde la máxima potencia hasta un mínimo de 1/128, algo que usaremos según el color y la reflectividad de la moneda.
Aunque la foto está tomada con la luz ambiente de la habitación, la toma real se realiza a oscuras (o casi) para que sea sólo la luz del flash la que ilumine el objeto. La sincronización se hace con dos disparadores Yongnuo RF-603N, uno en la cámara y otro en el flash, con lo que no es necesario usar cable.
Puede llamar un poco la atención la posición del flash y el artilugio donde está la moneda. Se trata de un sistema de iluminación denominado “axial”. El objetivo es que la luz llegue a la moneda como si se emitiera desde el eje óptico de la cámara (no valen los flashes anulares). Para ello se dispone un vidrio delgado (y limpio) a 45º sobre la moneda y se ilumina de forma que parte de la luz se refleje hacia la misma. Otra parte, lógicamente, atraviesa el vidrio y no tiene efecto sobre la foto. Hace falta otro elemento que actúe de barrera para que el flash no incida directamente sobre la moneda (un rectángulo negro de plástico que se ve entre la moneda y el flash). Esta forma de iluminar es adecuada para monedas muy brillantes. Las otras monedas se iluminan sin el vidrio y poniendo un difusor al flash pero colocando éste como si la luz llegara por la parte superior derecha de la moneda (en la foto, más o menos donde está el mando del disparador por cable).
Buscando la estabilidad
Además de estar fija en un soporte estable, se usan parámetros en la cámara intentando mantenerla inmóvil y sin trepidación. Por un lado, se usa el modo de bloqueo del espejo y se dispara, bien mediante cable, bien conectando la cámara a un ordenador.Cuando trabajamos con la Nikon, la cámara se conecta al ordenador con un cable USB para manejarla mediante la aplicación de código abierto digiCamControl. Con Pentax esto no es posible ya que parece que sólo existe un complemento para Adobe Lightroom muy elemental solo permite disparar la cámara (nos interesa, al menos, cambiar los valores del diafragma).
Cuando no se usa el ordenador, el disparo se realiza mediante cable (puede verse en la parte trasera izquierda de la foto) en dos pasos: espejo arriba y, un par de segundos después, disparo de cámara y flash. El cable permite no tocar la cámara y evita moverla accidentalmente.
Posición y fondo
La moneda se levanta un par de cm por encima del fondo mediante un pequeño soporte para que éste quede fuera de foco. El fondo puede ser de cualquier color; a mí me gusta negro, pero hay muchas fotos perfectas con fondos blancos o grises. El problema de usar directamente un fondo negro es que en el postproceso no suele quedar uniforme y se hace necesario hacer una máscara y oscurecerlo o colorearlo. Aunque esto es posible, una máscara que separe con exactitud la moneda del fondo no es fácil de hacer, especialmente con monedas oscuras. Para solucionar el problema se puede usar, como se ve en la imagen, un fondo de un color que no esté presente en la moneda y que se llama en inglés chroma key. Se trata de usar un color que pueda ser fácilmente aislado en el postproceso y sustituido por otro color. La máscara se hace en Photoshop con la herramienta “selección por color” y se cambia la zona pintando con el color que se quiera. Aunque la iluminación del fondo no es tan crítica como en cine, hay que asegurar que no hay sombras profundas, algo que aún no tengo bien resuelto con la iluminación lateral.Otros factores
Como no estamos usando el modo TTL, la exposición correcta es cosa de ensayar. Las fotos se toman cambiando la intensidad del flash hasta que, más o menos, la exposición correcta coincida con el diafragma f:11. Luego, por si acaso, tomamos una serie con valores desde f:16 hasta f:8 para elegir la mejor en el proceso posterior (no siempre es evidente a la hora de la toma). La velocidad de obturación es irrelevante y usamos habitualmente 1/100 s.Cada vez que se cambia o gira la moneda, el enfoque se hace en modo automático y, a continuación, se bloquea a modo manual para que quede fijo. Lógicamente, las fotos se toman en formato RAW (NEF en Nikon y DNG en Pentax). Finalmente, se hace una foto de una carta de colores que servirá para hacer un perfil específico de la sesión y corregir bien el color o, al menos, hacer bien el balance de grises (la carta de color está dentro del sobre gris al fondo e izquierda del tablero).
Moneda romana del emperador Tetricus I. Iluminación lateral con flash. |
Moneda conmemorativa en plata, nueva y muy reflectante. Iluminación axial. |
Moneda de dos euros, bimetálica y usada. Iluminación axial. |
22 julio 2017
Primer recuerdo
Dicen que es imposible recordar algo que haya ocurrido antes de los tres años de edad, que tal vez se pueda cuando eres niño pero que, poco a poco, hay una línea de olvido temprano que va avanzando inexorable y va borrando los primeros recuerdos. Cuando intentamos traer esa memoria temprana al presente también puede pasar que no sepamos asignar con precisión el tiempo en el que ocurrieron las cosas o, por supuesto, que hayamos retocado el recuerdo hasta desfigurarlo de acuerdo con lo que debió ser y no con lo que fue..
Hoy sólo tengo recuerdos muy fragmentarios de mi niñez (o tal vez no he hecho el ejercicio de memoria suficiente) pero creo que el más antiguo corresponde a una situación excepcional: yo estaba en un gran barco jugando en el suelo de un salón con un par de niños. No sé con qué jugábamos pero sí que había que sujetarlo porque se iba de un lado a otro. Más tarde, mi madre me contó que eso pasó en el barco que nos llevaba a los Estados Unidos de América y que tuvo algunos días muy movidos en alta mar. Gracias a ese entorno tan específico, puedo fechar ese recuerdo a mediados del año 1960, cuando yo no había cumplido aún los tres años. De la estancia posterior en Detroit (eso he podido saberlo al encontrar correspondencia antigua en cajas almacenadas en el desván) con tíos abuelos de la rama materna me quedan dos recuerdos más. En uno estoy buscando infructuosamente algo que una ardilla había enterrado minutos antes en el jardín de la casa; en otro, estoy jugando en una calle y ante la casa hay ropa tendida y una valla pintada de blanco.
Mi documentación de inmigrante me recuerda que los que hoy somos nativos, ayer éramos extraños y anteayer unos pobres primates más o menos inteligentes que andaban dando tumbos por el mundo en busca, simplemente, de un lugar acogedor para vivir.
Hoy sólo tengo recuerdos muy fragmentarios de mi niñez (o tal vez no he hecho el ejercicio de memoria suficiente) pero creo que el más antiguo corresponde a una situación excepcional: yo estaba en un gran barco jugando en el suelo de un salón con un par de niños. No sé con qué jugábamos pero sí que había que sujetarlo porque se iba de un lado a otro. Más tarde, mi madre me contó que eso pasó en el barco que nos llevaba a los Estados Unidos de América y que tuvo algunos días muy movidos en alta mar. Gracias a ese entorno tan específico, puedo fechar ese recuerdo a mediados del año 1960, cuando yo no había cumplido aún los tres años. De la estancia posterior en Detroit (eso he podido saberlo al encontrar correspondencia antigua en cajas almacenadas en el desván) con tíos abuelos de la rama materna me quedan dos recuerdos más. En uno estoy buscando infructuosamente algo que una ardilla había enterrado minutos antes en el jardín de la casa; en otro, estoy jugando en una calle y ante la casa hay ropa tendida y una valla pintada de blanco.
Mi documentación de inmigrante me recuerda que los que hoy somos nativos, ayer éramos extraños y anteayer unos pobres primates más o menos inteligentes que andaban dando tumbos por el mundo en busca, simplemente, de un lugar acogedor para vivir.
25 junio 2017
Cómo hacer tu genealogía
Una de mis más recientes aficiones es la reconstrucción de los árboles genealógicos familiares. Lo digo en plural porque incluyo al mío y al de mi mujer, por aquello de dejar un pequeño legado documental a mis hijos. Hoy he decidido aprovechar una novedad para hacer un mínimo guión de cómo remontarse, documento a documento, hacia el pasado, rellenando con nombres y apellidos esos nichos vacíos a los que debemos el estar aquí.
Hay formas diversas de explorar una genealogía. Una de ellas, la más segura, es contratar a un genealogista. Su dominio del oficio y sus recursos ofrecerán los mejores resultados. La desventaja es que nos perdemos la diversión y la emoción del descubrimiento.
Otras formas de investigar están al alcance de aficionados como somos la mayoría de los curiosos de este tema. Antes de entrar en el tema concreto que me apetece comentar hoy, el principio de toda investigación genealógica es recuperar los registros de nacimiento que haya en el Registro Civil. Lógicamente, empezaremos por el nuestro, los de nuestros padres y los de nuestros abuelos. Este trámite se suele poder hacer presencialmente, por carta o por internet a través de esta página del Ministerio. Es necesario aportar el nombre, apellidos, fecha y lugar de nacimiento de la persona de interés.
Lo interesante de estos certificados es que no sólo incluyen los datos de la persona sino de sus padres y abuelos y muy frecuentemente su edad y lugar de nacimiento, con lo que podremos ir remontando el árbol genealógico hacia el pasado.
El Registro Civil se instituyó de forma general en la década de 1870 (en algunos casos hay anotaciones desde 1840, ver aquí) con lo que para superar esa barrera habrá que acudir a los registros parroquiales.
Los archivos parroquiales se instituyeron en la segunda mitad del siglo XVI por orden del Concilio de Trento con lo que, con suerte, podríamos remontarnos casi cinco siglos hacia el pasado o más en algunos casos ya que había párrocos que llevaban estos libros por iniciativa propia. Los libros parroquiales incluyen nacimientos, confirmaciones, matrimonios y defunciones (ver detalles aquí).
¿Dónde consultar estos libros parroquiales? El caso es que en 1975, la Conferencia Episcopal estableció la posible concentración de “los libros parroquiales y la documentación con más de cien años de antigüedad” conservada en los archivos parroquiales, en la forma que se establezca por el obispo de cada diócesis. En muchos casos, los libros están en los correspondientes archivos diocesanos, en otros casos no, lo cual complica un tanto el acceso en función de la diócesis que nos interese.
En este punto entra al ruedo un espontáneo: la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, es decir, los mormones. Sin entrar en más detalles, los mormones crearon FamilySearch, una organización que se dedica desde 1938 a fotografiar registros de interés genealógico. Al día de hoy tienen datos de un centenar de países, con 2.4 millones de rollos de microfilm entre otras cosas. Lógicamente, la cobertura mundial es irregular porque sólo han podido fotografiar registros donde les han dejado, pero la información es inmensa.
La buena noticia es que allá donde fotografiaban los libros parroquiales y demás documentos que se les ponían a tiro, dejaban siempre una copia, normalmente en microfilm. En Extremadura, estas copias están en la Biblioteca del Marqués de la Encomienda, en el Centro Cultural Santa Ana de Almendralejo. El sistema hasta el momento era pedir hora a la persona responsable (enormemente amable y colaboradora, por cierto) y acceder a unas vetustas máquinas de ver microfilm en los horarios que hubiera libres.
La segunda buena noticia es que recientemente, estos documentos de Extremadura han sido digitalizados y puestos a libre disposición en internet. El lugar es FamilySearch.org donde es posible buscar personas o catálogos de lugares. La forma de localizar qué hay de nuestro pueblo es la siguiente:
No es raro encontrarse con bloques de dos mil páginas por lo que, si no tenemos pistas claras de las fechas que hay que buscar, hay que armarse de paciencia e ir poco a poco pasando de página en página hasta encontrar la entrada que nos interesa y rellenar un hueco más en el árbol de antepasados. La imagen de abajo es uno de estos hallazgos, un antecesor de mi mujer llamado Juan de Dios, nacido el 4 de diciembre de 1804, hijo de Francisco Lombardo y Ana Alexos, nieto por la parte paterna de Cristóbal Lombardo e Inés Granada y por la materna de Bartolomé Alexos y María (indescifrable), todos vecinos y naturales de Campillo de Llerena.
Vereis que no aparece la edad de los padres ni de los abuelos; bueno, pues mala suerte, para buscarlos habrá que estimar un periodo razonable y mirar página a página. Algunas recomendaciones:
Hay formas diversas de explorar una genealogía. Una de ellas, la más segura, es contratar a un genealogista. Su dominio del oficio y sus recursos ofrecerán los mejores resultados. La desventaja es que nos perdemos la diversión y la emoción del descubrimiento.
Otras formas de investigar están al alcance de aficionados como somos la mayoría de los curiosos de este tema. Antes de entrar en el tema concreto que me apetece comentar hoy, el principio de toda investigación genealógica es recuperar los registros de nacimiento que haya en el Registro Civil. Lógicamente, empezaremos por el nuestro, los de nuestros padres y los de nuestros abuelos. Este trámite se suele poder hacer presencialmente, por carta o por internet a través de esta página del Ministerio. Es necesario aportar el nombre, apellidos, fecha y lugar de nacimiento de la persona de interés.
Lo interesante de estos certificados es que no sólo incluyen los datos de la persona sino de sus padres y abuelos y muy frecuentemente su edad y lugar de nacimiento, con lo que podremos ir remontando el árbol genealógico hacia el pasado.
El Registro Civil se instituyó de forma general en la década de 1870 (en algunos casos hay anotaciones desde 1840, ver aquí) con lo que para superar esa barrera habrá que acudir a los registros parroquiales.
Los archivos parroquiales se instituyeron en la segunda mitad del siglo XVI por orden del Concilio de Trento con lo que, con suerte, podríamos remontarnos casi cinco siglos hacia el pasado o más en algunos casos ya que había párrocos que llevaban estos libros por iniciativa propia. Los libros parroquiales incluyen nacimientos, confirmaciones, matrimonios y defunciones (ver detalles aquí).
¿Dónde consultar estos libros parroquiales? El caso es que en 1975, la Conferencia Episcopal estableció la posible concentración de “los libros parroquiales y la documentación con más de cien años de antigüedad” conservada en los archivos parroquiales, en la forma que se establezca por el obispo de cada diócesis. En muchos casos, los libros están en los correspondientes archivos diocesanos, en otros casos no, lo cual complica un tanto el acceso en función de la diócesis que nos interese.
En este punto entra al ruedo un espontáneo: la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, es decir, los mormones. Sin entrar en más detalles, los mormones crearon FamilySearch, una organización que se dedica desde 1938 a fotografiar registros de interés genealógico. Al día de hoy tienen datos de un centenar de países, con 2.4 millones de rollos de microfilm entre otras cosas. Lógicamente, la cobertura mundial es irregular porque sólo han podido fotografiar registros donde les han dejado, pero la información es inmensa.
La buena noticia es que allá donde fotografiaban los libros parroquiales y demás documentos que se les ponían a tiro, dejaban siempre una copia, normalmente en microfilm. En Extremadura, estas copias están en la Biblioteca del Marqués de la Encomienda, en el Centro Cultural Santa Ana de Almendralejo. El sistema hasta el momento era pedir hora a la persona responsable (enormemente amable y colaboradora, por cierto) y acceder a unas vetustas máquinas de ver microfilm en los horarios que hubiera libres.
La segunda buena noticia es que recientemente, estos documentos de Extremadura han sido digitalizados y puestos a libre disposición en internet. El lugar es FamilySearch.org donde es posible buscar personas o catálogos de lugares. La forma de localizar qué hay de nuestro pueblo es la siguiente:
- En la página principal: Buscar > Catálogo
- En Lugar, escribir el nombre del pueblo; si existe algo sobre él, aparecerán opciones en la parte inferior de la entrada, por ejemplo:
- Elegiremos la opción adecuada, desplegamos los documentos y vemos que, por ejemplo, de Zalamea de la Serena tenemos registros parroquiales desde 1715 hasta 1922, además de registros notariales desde 1621.
- Eligiendo los registros parroquiales accedemos a una página en cuya cabecera nos indican que hay cuatro rollos de microfilm guardados en Salt Lake City. En la parte inferior de la página nos vienen ya separados los libros de bautismos, matrimonios y defunciones. Si el icono que aparece a la derecha es una cámara fotográfica tenemos suerte: los registros están accesibles vía internet. Si es un rollo de película, seguimos teniendo que ir personalmente a la biblioteca mencionada antes.
- Finalmente, pinchando sobre el rollo entraremos en una aplicación con las fotos de cada página:
No es raro encontrarse con bloques de dos mil páginas por lo que, si no tenemos pistas claras de las fechas que hay que buscar, hay que armarse de paciencia e ir poco a poco pasando de página en página hasta encontrar la entrada que nos interesa y rellenar un hueco más en el árbol de antepasados. La imagen de abajo es uno de estos hallazgos, un antecesor de mi mujer llamado Juan de Dios, nacido el 4 de diciembre de 1804, hijo de Francisco Lombardo y Ana Alexos, nieto por la parte paterna de Cristóbal Lombardo e Inés Granada y por la materna de Bartolomé Alexos y María (indescifrable), todos vecinos y naturales de Campillo de Llerena.
Vereis que no aparece la edad de los padres ni de los abuelos; bueno, pues mala suerte, para buscarlos habrá que estimar un periodo razonable y mirar página a página. Algunas recomendaciones:
- usa una pantalla grande para ir barriendo las imágenes sin dejarte la vista en el proceso.
- la aplicación es muy buena pero se beneficia de un buena conexión a internet.
- no te fíes de los índices y de los títulos ya que me he encontrado con cosas fuera de sitio que resultaron ser la solución al problema.
- haz un índice de las secciones del microfilm y apunta los años de comienzo y fin de cada una de ellas.
- hay páginas bien conservadas y con una caligrafía excelente; otras no, a veces se han estropeado, desteñido o roto y en otras ocasiones la letra del párroco dejaba mucho que desear, no tiene solución pero por suerte son un porcentaje pequeño del total.
- cuando encuentres la página con el registro que buscas, descárgala y consérvala.
- usa un programa específico para ir rellenando los árboles genealógicos, FamilySearch integra uno al que puedes anexar los documentos que vas encontrando. Otro excelente es Family Tree Builder.
- haz tu árbol antes de que sea tarde, de que tus parientes mayores desaparezcan y ya no te puedan contar cosas, escanea las fotos familiares, recupera documentos... merece la pena.
18 junio 2017
Memoria grabada
Ayer tuvo 86400 segundos ¿cuántos recordáis? ¿Y del mismo día de hace un año? ¿Recordamos algo del 10 de junio de 2016? No hace falta insistir demasiado para, llevando este mínimo experimento hacia atrás en un muestreo caprichoso, llegar a la conclusión de que, redondeando, no recordamos nada de nuestra vida: 0.0%. Tendríamos que bajar al quinto o sexto decimal para encontrar la primera cifra significativa. En mi caso ni me atrevo a estimar esa posición ya que soy la antítesis de Ireneo Funes, el memorioso de Borges.
La cuestión se pone aún más inquietante cuando esos mínimos recuerdos que nos llegan ni siquiera son fieles, sino distorsiones introducidas por el tiempo y por nuestras propias sensaciones y deseos. El hecho real se perdió, nos queda apenas un montaje teatral, esquemático y sesgado, que recreamos cada vez que lo recordamos. El recuerdo, traído al presente, nunca vuelve intacto a la memoria: o se añade algo o algo se pierde, sea en el hecho mismo o en el escenario en el que se produjo. Son más lo que queremos que sean que lo que realmente fueron.
Este verano voy a iniciar un experimento mínimo. He comprado una pequeña cámara de grabación continua y pretendo usarla, ya veremos hasta qué punto, en las visitas y desplazamientos. Luego haré una selección, eliminando una parte. O no, quién sabe. El caso es que hoy daría mucho por poder rehacer un paseo por Argos, por vernos de nuevo en las cenas del verano de Nauplia o, sin ir tan lejos, volver a pasear por Pome o por Angón o descender a toda velocidad por los pedreros del Mampodre.
Es cuestión de tiempo que llevemos una cámara minúscula encima con la que amplificar la memoria, con la que fijar el tiempo que pasa. Luego podremos conservar el recuerdo o condenarlo al olvido, como hacemos hoy, sin tener otra opción, con ese casi cien por cien de lo que nos pasa. Tal vez eso, cuando ocurra, tenga un efecto secundario que podría ser más importante que la propia memoria: cuando nos demos cuenta de que borramos el 99% de lo que hemos grabado cada día por considerarlo intrascendente hasta para el recuerdo, demos más importancia al tiempo que transcurre y a aprovecharlo con experiencias dignas de ser conservadas.
La cuestión se pone aún más inquietante cuando esos mínimos recuerdos que nos llegan ni siquiera son fieles, sino distorsiones introducidas por el tiempo y por nuestras propias sensaciones y deseos. El hecho real se perdió, nos queda apenas un montaje teatral, esquemático y sesgado, que recreamos cada vez que lo recordamos. El recuerdo, traído al presente, nunca vuelve intacto a la memoria: o se añade algo o algo se pierde, sea en el hecho mismo o en el escenario en el que se produjo. Son más lo que queremos que sean que lo que realmente fueron.
Este verano voy a iniciar un experimento mínimo. He comprado una pequeña cámara de grabación continua y pretendo usarla, ya veremos hasta qué punto, en las visitas y desplazamientos. Luego haré una selección, eliminando una parte. O no, quién sabe. El caso es que hoy daría mucho por poder rehacer un paseo por Argos, por vernos de nuevo en las cenas del verano de Nauplia o, sin ir tan lejos, volver a pasear por Pome o por Angón o descender a toda velocidad por los pedreros del Mampodre.
Es cuestión de tiempo que llevemos una cámara minúscula encima con la que amplificar la memoria, con la que fijar el tiempo que pasa. Luego podremos conservar el recuerdo o condenarlo al olvido, como hacemos hoy, sin tener otra opción, con ese casi cien por cien de lo que nos pasa. Tal vez eso, cuando ocurra, tenga un efecto secundario que podría ser más importante que la propia memoria: cuando nos demos cuenta de que borramos el 99% de lo que hemos grabado cada día por considerarlo intrascendente hasta para el recuerdo, demos más importancia al tiempo que transcurre y a aprovecharlo con experiencias dignas de ser conservadas.
Playa de Buelna, Llanes, invierno de finales de los 80. |
10 junio 2017
Apellidos
Tener un nombre es un efecto de la potestad de los padres pero los apellidos no son caprichosos, son el reflejo de la historia de tus antepasados en los últimos cinco siglos, más o menos. Casi nadie ha conocido a sus ascendientes más allá de dos o tres generaciones pero la cadena, obviamente, es inmensamente más larga, tanto que supera los tres mil millones de años y pasa por una cantidad mayoritaria de ancestros que ni siquiera tenían forma humana.
Reconozco que nunca tuve curiosidad por mirar hacia atrás en mi árbol genealógico. Hoy me parece extraño pero nunca me paré a pensar que podría ser interesante poner nombre y lugar a personas concretas sin las cuales yo no hubiera existido.
Un día, no hace mucho, encargaron a mi hijo, como trabajo de una asignatura de sociología en la universidad, que investigara de dónde venía ese extraño apellido que compartimos. Fue en ese momento cuando se me despertó la curiosidad y comencé a intuir que mirar hacia atrás podría interpretarse incluso como un gesto de reconocimiento ante gente cuya vida permitió que la cadena que me une a cualquier remoto antepasado no se rompiera.
Dediqué horas sueltas y fines de semana a rastrear el pasado. Lamentablemente, todos mis parientes próximos habían muerto ya, lo que supuso una pérdida irreparable en cuanto a la información que hubieran podido darme, especialmente por alguno que mantuvo una memoria privilegiada hasta el fin de sus días. Sin ese recurso, el procedimiento comienza por conseguir todos los certificados de nacimiento posibles de padres y abuelos. Difícil llegar más allá porque los registros civiles comenzaron en España hacia 1870. Por esa vía, partí de mi padre, Francisco (1928, Zaragoza - 2000, Avilés) y llegué a mi abuelo, igualmente Francisco Felicísimo González (1893, Villafranca del Ebro - 1957, Barcelona), a quien no llegué a conocer y del que ni siquiera tengo una fotografía. El contraste debió de ser notable: mi padre, extremadamente conservador y con pánico al conflicto social, ante mi abuelo, del que me enteré por periódicos de la época que era considerado un peligroso sindicalista. Tal vez por eso mi padre apenas me habló de él. Entre las pocas cosas que me dijo estaban que se había suicidado cuando en un hospital de Barcelona le dijeron que tenía cáncer, que había ayudado a mucha gente en la guerra civil y que su fidelidad a mi abuela dejaba mucho que desear. Pocos detalles para siquiera intuir una personalidad tan cercana y a la vez tan desconocida.
Poco a poco, acudiendo ya a internet, cuyos recovecos son sorprendentes, seguí retrocediendo. Mi bisabuelo, Javier Felicísimo Aparicio, nació en 1866 en Escatrón, un pueblo de Zaragoza. Encontré documentos que me revelaron que estudió para maestro en la universidad de Zaragoza entre 1877 y 1880 y que luego ejerció en varios lugares: aparece en Codo, un pueblecito al sur de Zaragoza, en 1888; en febrero de 1891 toma posesión de la plaza de maestro en Ayerbe, más al norte, en la provincia de Huesca, donde sigue hasta 1910; en 1911 se le nombra maestro en una escuela de Haro, Logroño donde se quedó hasta jubilarse “por edad” en 1923.
Incidentalmente, en un censo de Aragón de 1934, aparece un hermano llamado José Felicísimo Aparicio (con 72 años y nacido, por tanto, en 1862) y María Felicísimo González (con 44 años y nacida en 1890). Ambos viven en la misma casa de la Plaza del Pilar en Zaragoza y parece probable que María sea la sobrina de José. Es inquietante pensar que las biografías de José y de María, tan intensas como las de cualquiera y posiblemente más largas que las de muchos, han quedado reducidas a esta fugaz aparición en un único documento.
El penúltimo eslabón con nombre aparece en un censo de Escatrón de 1860 y es Joaquín Felicísimo, “propietario y comerciante” y padre de Javier. Su segundo apellido es confuso, tal vez Adán. Por su edad en ese momento, nació entre 1832 y 1834, probablemente en el mismo Escatrón, por lo que comentaré a continuación. En este censo aparece su mujer, María Aparicio Asensio (24 años, nacida por tanto en 1836) y un hijo, Román Felicísimo Aparicio, nacido ese mismo año, 1860, y hermano de Javier, el maestro, que nacería 6 años más tarde.
Aquí se terminaba la pista ya que no parece haber registros parroquiales en esta zona, destruidos eficazmente en guerras o accidentes. Sin embargo, un afortunado hallazgo añadió un dato más: en una búsqueda en el archivo general de Aragón, digitalizado parcialmente, surgieron dos registros de pleitos. Luego, en un periódico local, una reseña. Aparecía un tal Jorge Felicísimo, vecino de Escatrón, que según los datos, debió nacer entre 1750 y 1755 ya que se le atribuían “cerca de 70 años” en 1820. Por la rareza del apellido, caben pocas dudas de que Jorge fuera ancestro directo de Joaquín pero sus nacimientos están separados por un siglo. Sería, por tanto, su bisabuelo o tatarabuelo, faltando dos o tres eslabones intermedios en la cadena. Sólo hay un pequeño fragmento más: Ramona Felicísimo (segundo apellido confuso, tal vez Lalmolda) aparece casada en el mismo pueblo con 62 años en el censo de 1860; nació, por tanto, sobre 1798. Ramona fue, probablemente, tía de Joaquín.
Pedí los expedientes digitalizados y aparecieron dos pistas más sobre el eslabón desconectado: Jorge era vecino y “labrador” pero no propietario de tierras y su apellido se escribía de vez en cuando con dos eses, Felicissimo. Este último detalle hizo que me planteara si Felicissimo era un apellido de origen italiano, sin raíces locales, lo que explicaría su rareza en estos lares. Esta idea era en aquel momento sólo una elucubración pero fue confirmada con otros pequeños hallazgos.
El primero fue el resultado de buscar el apellido en Italia mediante páginas web: hay una docena de Felicissimo, la mayoría en la zona central: Lazio, Roma y l’Aquila. Hoy creo que Jorge Felicísimo fue un emigrante que en la segunda mitad del siglo XVIII decidió cruzar el mar Tirreno y acabar, por alguna razón que nunca sabremos, en un pueblo como Escatrón, a la orilla del Ebro.
Finalmente, una búsqueda casual en la Wikipedia italiana me orientó sobre el origen, un tanto más remoto, de mi apellido: como otros muchos es el de una familia romana. Felicissimus ya existía como nombre familiar o gens en el siglo III, habiendo sido uno de ellos encargado de finanzas durante el mandato del emperador Aureliano. Murió en una revuelta en el año 271. No es posible saber si la línea paterna viene precisamente de este gens pero sí, al menos, está claro que el apellido existía en la Roma del siglo III lo que refuerza la hipótesis italiana.
Podemos ver que la mirada hacia atrás se va complicando. Cada vez son más escasas las fuentes, más aleatorias y más parcas en detalles. A eso añadiremos que he descrito solamente una línea genealógica, la paterna directa, pero la realidad es mucho más compleja ya que se trata de un árbol en el que cada rama de divide en dos en cada generación según viajamos hacia el pasado. Hoy veo con verdadera pesadumbre no poder poner nombre a mis ancestros ni saber dónde nacieron, vivieron y murieron.
Sorprendentemente, hace unos pocos años irrumpieron en el panorama genealógico las herramientas relacionadas con el ADN. Un frotis del interior de la boca puede revelar un origen probable y encajar dentro de un árbol de mutaciones específicas bastante elaborado. Hace un par de años encargué un análisis de este tipo que va dando, poco a poco, resultados. Mi haplogrupo paterno, derivado del cromosoma Y, según el Genographic Project de la National Geographic se movió en las líneas blancas de la imagen de abajo y está distribuido con una densidad máxima en las zonas rojizas. La última rama del grupo surgió hace unos 6000 años cerca del actual Líbano. En el norte de África, la máxima frecuencia es entre los bereberes de Marruecos y algunas poblaciones tuareg. En Europa las zonas de influencia están claras: centro de Italia y Grecia, sur de Sicilia, Baleares y Península Ibérica. Nada que ver, por cierto, con mi línea materna cuya historia puede seguirse por el ADN mitocondrial y del que hablaré, tal vez, otro día.
Hoy sabemos que nuestro origen primigenio fue africano. El género Homo nació allí hace unos trescientos mil años y se dispersó por todo el mundo en varias diásporas que se diversificaron en diferentes especies y en una épica grandiosa que algunos llamamos el Gran Viaje. Cuando mis ancestros llegaron a Europa era ya tarde, la glaciación no era ni siquiera un recuerdo, los neandertales llavaban extintos miles de años e incluso los vestigios de los primeros cazadores-recolectores estaban fuertemente diluidos. Los nuevos inmigrantes trajeron las primeras técnicas de agricultura hace unos 8000 años, desarrolladas ya en el Medio Este, y llegaron para quedarse y que nosotros existiéramos hoy. Nuestro origen lejano y confuso es un recuerdo de que las patrias son sentimientos efímeros, de que todos compartimos antepasados y de que buscar la diferencia cuando usamos un marco temporal de cien mil años es un ejercicio poco menos que ridículo.
Reconozco que nunca tuve curiosidad por mirar hacia atrás en mi árbol genealógico. Hoy me parece extraño pero nunca me paré a pensar que podría ser interesante poner nombre y lugar a personas concretas sin las cuales yo no hubiera existido.
Un día, no hace mucho, encargaron a mi hijo, como trabajo de una asignatura de sociología en la universidad, que investigara de dónde venía ese extraño apellido que compartimos. Fue en ese momento cuando se me despertó la curiosidad y comencé a intuir que mirar hacia atrás podría interpretarse incluso como un gesto de reconocimiento ante gente cuya vida permitió que la cadena que me une a cualquier remoto antepasado no se rompiera.
Dediqué horas sueltas y fines de semana a rastrear el pasado. Lamentablemente, todos mis parientes próximos habían muerto ya, lo que supuso una pérdida irreparable en cuanto a la información que hubieran podido darme, especialmente por alguno que mantuvo una memoria privilegiada hasta el fin de sus días. Sin ese recurso, el procedimiento comienza por conseguir todos los certificados de nacimiento posibles de padres y abuelos. Difícil llegar más allá porque los registros civiles comenzaron en España hacia 1870. Por esa vía, partí de mi padre, Francisco (1928, Zaragoza - 2000, Avilés) y llegué a mi abuelo, igualmente Francisco Felicísimo González (1893, Villafranca del Ebro - 1957, Barcelona), a quien no llegué a conocer y del que ni siquiera tengo una fotografía. El contraste debió de ser notable: mi padre, extremadamente conservador y con pánico al conflicto social, ante mi abuelo, del que me enteré por periódicos de la época que era considerado un peligroso sindicalista. Tal vez por eso mi padre apenas me habló de él. Entre las pocas cosas que me dijo estaban que se había suicidado cuando en un hospital de Barcelona le dijeron que tenía cáncer, que había ayudado a mucha gente en la guerra civil y que su fidelidad a mi abuela dejaba mucho que desear. Pocos detalles para siquiera intuir una personalidad tan cercana y a la vez tan desconocida.
Poco a poco, acudiendo ya a internet, cuyos recovecos son sorprendentes, seguí retrocediendo. Mi bisabuelo, Javier Felicísimo Aparicio, nació en 1866 en Escatrón, un pueblo de Zaragoza. Encontré documentos que me revelaron que estudió para maestro en la universidad de Zaragoza entre 1877 y 1880 y que luego ejerció en varios lugares: aparece en Codo, un pueblecito al sur de Zaragoza, en 1888; en febrero de 1891 toma posesión de la plaza de maestro en Ayerbe, más al norte, en la provincia de Huesca, donde sigue hasta 1910; en 1911 se le nombra maestro en una escuela de Haro, Logroño donde se quedó hasta jubilarse “por edad” en 1923.
Incidentalmente, en un censo de Aragón de 1934, aparece un hermano llamado José Felicísimo Aparicio (con 72 años y nacido, por tanto, en 1862) y María Felicísimo González (con 44 años y nacida en 1890). Ambos viven en la misma casa de la Plaza del Pilar en Zaragoza y parece probable que María sea la sobrina de José. Es inquietante pensar que las biografías de José y de María, tan intensas como las de cualquiera y posiblemente más largas que las de muchos, han quedado reducidas a esta fugaz aparición en un único documento.
El penúltimo eslabón con nombre aparece en un censo de Escatrón de 1860 y es Joaquín Felicísimo, “propietario y comerciante” y padre de Javier. Su segundo apellido es confuso, tal vez Adán. Por su edad en ese momento, nació entre 1832 y 1834, probablemente en el mismo Escatrón, por lo que comentaré a continuación. En este censo aparece su mujer, María Aparicio Asensio (24 años, nacida por tanto en 1836) y un hijo, Román Felicísimo Aparicio, nacido ese mismo año, 1860, y hermano de Javier, el maestro, que nacería 6 años más tarde.
Aquí se terminaba la pista ya que no parece haber registros parroquiales en esta zona, destruidos eficazmente en guerras o accidentes. Sin embargo, un afortunado hallazgo añadió un dato más: en una búsqueda en el archivo general de Aragón, digitalizado parcialmente, surgieron dos registros de pleitos. Luego, en un periódico local, una reseña. Aparecía un tal Jorge Felicísimo, vecino de Escatrón, que según los datos, debió nacer entre 1750 y 1755 ya que se le atribuían “cerca de 70 años” en 1820. Por la rareza del apellido, caben pocas dudas de que Jorge fuera ancestro directo de Joaquín pero sus nacimientos están separados por un siglo. Sería, por tanto, su bisabuelo o tatarabuelo, faltando dos o tres eslabones intermedios en la cadena. Sólo hay un pequeño fragmento más: Ramona Felicísimo (segundo apellido confuso, tal vez Lalmolda) aparece casada en el mismo pueblo con 62 años en el censo de 1860; nació, por tanto, sobre 1798. Ramona fue, probablemente, tía de Joaquín.
Pedí los expedientes digitalizados y aparecieron dos pistas más sobre el eslabón desconectado: Jorge era vecino y “labrador” pero no propietario de tierras y su apellido se escribía de vez en cuando con dos eses, Felicissimo. Este último detalle hizo que me planteara si Felicissimo era un apellido de origen italiano, sin raíces locales, lo que explicaría su rareza en estos lares. Esta idea era en aquel momento sólo una elucubración pero fue confirmada con otros pequeños hallazgos.
El primero fue el resultado de buscar el apellido en Italia mediante páginas web: hay una docena de Felicissimo, la mayoría en la zona central: Lazio, Roma y l’Aquila. Hoy creo que Jorge Felicísimo fue un emigrante que en la segunda mitad del siglo XVIII decidió cruzar el mar Tirreno y acabar, por alguna razón que nunca sabremos, en un pueblo como Escatrón, a la orilla del Ebro.
Finalmente, una búsqueda casual en la Wikipedia italiana me orientó sobre el origen, un tanto más remoto, de mi apellido: como otros muchos es el de una familia romana. Felicissimus ya existía como nombre familiar o gens en el siglo III, habiendo sido uno de ellos encargado de finanzas durante el mandato del emperador Aureliano. Murió en una revuelta en el año 271. No es posible saber si la línea paterna viene precisamente de este gens pero sí, al menos, está claro que el apellido existía en la Roma del siglo III lo que refuerza la hipótesis italiana.
Podemos ver que la mirada hacia atrás se va complicando. Cada vez son más escasas las fuentes, más aleatorias y más parcas en detalles. A eso añadiremos que he descrito solamente una línea genealógica, la paterna directa, pero la realidad es mucho más compleja ya que se trata de un árbol en el que cada rama de divide en dos en cada generación según viajamos hacia el pasado. Hoy veo con verdadera pesadumbre no poder poner nombre a mis ancestros ni saber dónde nacieron, vivieron y murieron.
Sorprendentemente, hace unos pocos años irrumpieron en el panorama genealógico las herramientas relacionadas con el ADN. Un frotis del interior de la boca puede revelar un origen probable y encajar dentro de un árbol de mutaciones específicas bastante elaborado. Hace un par de años encargué un análisis de este tipo que va dando, poco a poco, resultados. Mi haplogrupo paterno, derivado del cromosoma Y, según el Genographic Project de la National Geographic se movió en las líneas blancas de la imagen de abajo y está distribuido con una densidad máxima en las zonas rojizas. La última rama del grupo surgió hace unos 6000 años cerca del actual Líbano. En el norte de África, la máxima frecuencia es entre los bereberes de Marruecos y algunas poblaciones tuareg. En Europa las zonas de influencia están claras: centro de Italia y Grecia, sur de Sicilia, Baleares y Península Ibérica. Nada que ver, por cierto, con mi línea materna cuya historia puede seguirse por el ADN mitocondrial y del que hablaré, tal vez, otro día.
Hoy sabemos que nuestro origen primigenio fue africano. El género Homo nació allí hace unos trescientos mil años y se dispersó por todo el mundo en varias diásporas que se diversificaron en diferentes especies y en una épica grandiosa que algunos llamamos el Gran Viaje. Cuando mis ancestros llegaron a Europa era ya tarde, la glaciación no era ni siquiera un recuerdo, los neandertales llavaban extintos miles de años e incluso los vestigios de los primeros cazadores-recolectores estaban fuertemente diluidos. Los nuevos inmigrantes trajeron las primeras técnicas de agricultura hace unos 8000 años, desarrolladas ya en el Medio Este, y llegaron para quedarse y que nosotros existiéramos hoy. Nuestro origen lejano y confuso es un recuerdo de que las patrias son sentimientos efímeros, de que todos compartimos antepasados y de que buscar la diferencia cuando usamos un marco temporal de cien mil años es un ejercicio poco menos que ridículo.
03 junio 2017
Inmortalidad
Si alguien nota un parecido entre este artículo y el que escribió recientemente Antonio Rodríguez de la Heras, que sepa que no es casual, que fue el estímulo para exponer mi visión sobre la obsesión que nos ha perturbado desde el principio de nuestra historia consciente: no ser olvidados.
Durante decenas de miles de años, ningún humano tuvo la más mínima opción de que se le recordara más allá de un par de generaciones. Tal vez alrededor de un fuego se contaran historias de antepasados pero incluso éstas se acaban perdiendo en la voluble y nada fiable memoria colectiva.
De esa época tenemos restos fósiles (desde la famosa Lucy hasta los exiguos fragmentos del hombre de Denisova, pasando por nuestros primos neandertales) y otros aún más emotivos, como las huellas de Laetoli a las que hacía referencia el artículo mencionado en la cabecera. Son restos, sin embargo, fuera de la memoria colectiva, sin nombre y muy escasos. Son huellas que pasaron un larguísimo periodo antes de ser rescatadas pero que nunca fueron recordadas por sus semejantes ni por sus contemporáneos.
Tuvo que llegar la escritura para que algunos privilegiados pudieran perdurar algo más en el recuerdo de su sociedad siendo, por ejemplo, cabeza de un imperio. Hoy están grabados en piedra o en arcilla los nombres y las hazañas, reales o inventadas, de personajes de hace más de cuatro mil años, como el rey Narmer, que reinó en el siglo XXXI a.C. en el Antiguo Egipto, Lugalzagesi, rey en Mesopotamia en el siglo XXIV a.C. o Sargón, creador del primer imperio conocido, el acadio, en el siglo XXIII a.C.
Un poco más cerca tenemos emocionantes, aunque siempre casuales, retazos del pasado. Los retratos funerarios de El Fayum son representaciones naturalistas de los fallecidos que, sospecho, nunca hubieran imaginado que dos mil años más tarde podrían ser objeto de observación asombrada y, porqué no, fascinada. Pero son, de nuevo, anónimos en el sentido de que sólo han salido a la luz tras dos milenios de olvido.
Uno de los retratos funerarios de El Fayum. |
Todo esto, de nuevo, es una red en la oscuridad con nodos que se encienden y se apagan: millones de fotos son tomadas cada hora y, por lo tanto, milllones de instantes se iluminan en ese espacio casi vacío que es el recuerdo de lo que pasó. Pero también millones de fotos se pierden, se borran cada día, con lo que sus luces se extinguen para siempre. Aún así, la huella del pasado es hoy inmensamente más detallada y densa que lo fue nunca.
Hoy todo ha cambiado de nuevo y esa inmortalidad que ha sido el oscuro objeto del deseo desde milenios está a nuestro alcance aunque en una versión que era impredecible. La memoria colectiva ya no es de transmisión oral y la escritura tampoco está limitada: todo puede ser difundido es esa red caótica y sin forma que es internet. No descubro nada nuevo, por supuesto, y ya hace años que dejo mi huella a través de fotografías y de escritos pero un día reparé en un detalle inesperado: estaba leyendo un documento técnico y encontré copiados literalmente varios párrafos de algo que escribí hace un par de décadas. El hecho de que no hubiera cita al original podría parecer algo inadecuado pero, como siempre, todo depende del color del cristal a través del cual miras: esos textos anonimizados (o con autoría cambiada) tienen su genealogía. Oculta, por supuesto, pero real. Son huellas de nosotros mismos que se han lanzado al espacio y cuya trayectoria es imposible de prever: pueden desaparecer o pueden multiplicarse, ser copiadas o adaptadas… Son como aquellas cápsulas con bacterias que en una novela de ciencia ficción se lanzaban al espacio profundo con la intención de que, al menos alguna, acabara cayendo en un hábitat adecuado y evolucionara creando un nuevo ecosistema.
Esos textos sin autor son nuestra huella de Laetoli, nuestro particular gen digital difundiéndose o extinguiéndose en un ecosistema con reglas distintas. Sólo nos queda un detalle: hoy podemos cuidar y configurar esa huella de forma que lo que perdure de nosotros, con su genealogía oculta, no sea sólo una parodia de lo que fuimos.
28 mayo 2017
Diáspora
A mediados del siglo XIX, una curiosa pieza arqueológica fue ofrecida a un ciudadano extremeño que la compró para su colección particular. Es un pieza un tanto especial: con casi 4 kg de peso, elaborada en bronce, representa una escena de caza sobre un carro. En ella, un jinete persigue a un jabalí con ayuda de un perro. Dado que las figuras están sujetas con pernos al carro y que hay dos agujeros libres en la parte delantera derecha, se deduce que había otro perro en la escena que ha desaparecido.
El vendedor le dijo al coleccionista que había encontrado el carro en Mérida pero no dio detalles sobre el lugar concreto. La escena es familiar y pertenece probablemente a la mitología griega: Meleagro, hijo de Eneo y Altea tuvo que cazar al jabalí de Calidón, enviado con muy mala uva por Artemisa, enfadada con Eneo por no haberle ofrecido suficientes sacrificios.
La referencia publicada más antigua de esta pieza es una fotografía que aparece en la Historia General de España de 1888 de Modesto Lafuente (vol. I, pág. 247, disponible en la Biblioteca Digital de Castilla y León). La Geografía no comenta nada interesante sobre el carro pero seguro que contribuyó a hacerlo conocido. Aún así, tuvieron que pasar casi 50 años hasta que, en 1930, la pieza fue analizada por el arqueólogo Robert Forrer que, según parece, la compró por 8000 pesetas y la envió al Musée d’Archéologie Nationale (antes des Antiquités Nationales) de Saint Germain-en-Laye, en Francia) donde actualmente se conserva restaurado.
Al día de hoy, en ausencia de información sobre el contexto arqueológico, el carro se data alrededor del siglo VI o V a.C. En algunos textos se menciona como lugar del hallazgo la “casa de Meleagro”, pero no le hagan mucho caso porque, entre otras cosas, de dicha casa no queda rastro alguno ni siquiera bibliográfico y se parece sospechosamente a la denominación genérica de la escena (”Caza de Meleagro”). Incluso su localización en Mérida no debe tomarse muy en serio, aunque solo sea porque no hay evidencia suficiente para suponer la existencia de una Mérida prerromana de cierta entidad.
Esta pieza es una de tantas que en los siglos XIX y XX sufrieron ventas y traslados desde su lugar de origen a museos o colecciones particulares de medio mundo. Hay que tener en cuenta que la primera normativa protectora del patrimonio arqueológico fue la Ley de Excavaciones Arqueológicas del 7 de julio de 1911, promulgada por Alfonso XIII. Esta ley prohibe el deterioro intencionado de los restos pero aún concede la propiedad de los mismos a particulares cuando estos sean “descubridores autorizados”, permitiendo la confiscación de los encontrados por lo que hoy llamaríamos “piratas”. La ley se promulga ante los escandalosos expolios que se producían en esta época, denunciados por arqueólogos del momento, y buscaba una solución de compromiso entre la propiedad privada y la naturaleza de patrimonio público de los bienes arqueológicos, además de darle importancia a la metodología científica en la excavación. Tal vez lo más relevante de esta ley fue la obligación de tener autorización administrativa para realizar excavaciones, algo que frenaría el completo descontrol que frecuentemente concluía con la expatriación de los objetos.
Toda esta historia es larga y tiene sus expertos por lo que me limitaré a decir que en este contexto y hace algo más de un año se nos ocurrió una idea que parecía interesante: catalogar los bienes arqueológicos extremeños que hoy están fuera de la región. El “carro de Mérida” es uno de ellos pero hay muchos más, cada uno con su historia. Por ejemplo, es también conocido el “guerrero de Medina de las Torres”, una estatuilla de bronce de algo más de 30 cm de altura que está en el Museo Británico en Londres desde la década de 1920. Menos conocido, creo, es el “tesoro de Mérida”, un conjunto de cuatro piezas de oro que fueron al mismo museo en el siglo XIX y sobre el que no hay apenas información salvo la nota de que se encontraron en 1870 en una tumba infantil.
A los objetos anteriores hay que añadir muchos más que hoy están en museos españoles. Destaca por la cantidad de piezas el Museo Arqueológico Nacional, creado por Real Decreto de Isabel II el 20 de marzo de 1867, a donde llegaron piezas de todas las provincias españolas incluyendo, claro, numerosos hallazgos de las excavaciones en Extremadura. En una visita al MAN encontramos cosas como los ídolos placa de Granja de Céspedes, varias aras romanas de Mérida, estelas de la Edad del Bronce como las de Granja de Toriñuelo o Solana de Cabañas, los “tesoros” de Berzocana y Aliseda…
El proyecto que mencioné y que llamamos Diáspora, persigue investigar este acervo, catalogarlo, documentarlo y difundirlo. La idea de realizar catálogos de bienes históricos no es nueva, por supuesto, y la propia Extremadura tiene obras esenciales como cuando las Comisiones Provinciales de Monumentos Históricos y Artísticos promovieron los inventarios o catálogos de los monumentos histórico-artísticos de España. Cáceres y Badajoz vieron los suyos realizados por José Ramón Mélida y editados a mediados de la década de 1920. Estos catálogos, sin embargo, sólo recogieron los bienes presentes en el territorio sin considerar los bienes exiliados.
Diáspora se llevará a cabo en tres años. En el primero abordaremos la búsqueda y catálogo de piezas, en el segundo la documentación histórica, bibliográfica, fotográfica y mediante modelos 3D, en el tercero elaboraremos los documentos de difusión de lo encontrado. Aunque esta es la estructura general, pretendemos crear de forma casi inmediata un wiki abierto para que se pueda seguir la evolución del proyecto y se puedan aportar ideas y contribuir, por qué no, en las tareas de búsqueda y documentación. Mientras todo esto se pone en marcha, os dejo con una de las piezas que más me gustan, el “idolo de Extremadura”, un nombre coloquial para un cilindro de 19 cm de altura, tallado en alabastro y con lo que parecen ojos grabados; está datado en el tercer milenio a.C.
El vendedor le dijo al coleccionista que había encontrado el carro en Mérida pero no dio detalles sobre el lugar concreto. La escena es familiar y pertenece probablemente a la mitología griega: Meleagro, hijo de Eneo y Altea tuvo que cazar al jabalí de Calidón, enviado con muy mala uva por Artemisa, enfadada con Eneo por no haberle ofrecido suficientes sacrificios.
La referencia publicada más antigua de esta pieza es una fotografía que aparece en la Historia General de España de 1888 de Modesto Lafuente (vol. I, pág. 247, disponible en la Biblioteca Digital de Castilla y León). La Geografía no comenta nada interesante sobre el carro pero seguro que contribuyó a hacerlo conocido. Aún así, tuvieron que pasar casi 50 años hasta que, en 1930, la pieza fue analizada por el arqueólogo Robert Forrer que, según parece, la compró por 8000 pesetas y la envió al Musée d’Archéologie Nationale (antes des Antiquités Nationales) de Saint Germain-en-Laye, en Francia) donde actualmente se conserva restaurado.
Al día de hoy, en ausencia de información sobre el contexto arqueológico, el carro se data alrededor del siglo VI o V a.C. En algunos textos se menciona como lugar del hallazgo la “casa de Meleagro”, pero no le hagan mucho caso porque, entre otras cosas, de dicha casa no queda rastro alguno ni siquiera bibliográfico y se parece sospechosamente a la denominación genérica de la escena (”Caza de Meleagro”). Incluso su localización en Mérida no debe tomarse muy en serio, aunque solo sea porque no hay evidencia suficiente para suponer la existencia de una Mérida prerromana de cierta entidad.
La fotografía de la Geografía forma parte de la colección de placas de cristal del Ateneo de Madrid y fue tomada por Jean Laurent Minier, aparentemente en la misma Mérida. |
Toda esta historia es larga y tiene sus expertos por lo que me limitaré a decir que en este contexto y hace algo más de un año se nos ocurrió una idea que parecía interesante: catalogar los bienes arqueológicos extremeños que hoy están fuera de la región. El “carro de Mérida” es uno de ellos pero hay muchos más, cada uno con su historia. Por ejemplo, es también conocido el “guerrero de Medina de las Torres”, una estatuilla de bronce de algo más de 30 cm de altura que está en el Museo Británico en Londres desde la década de 1920. Menos conocido, creo, es el “tesoro de Mérida”, un conjunto de cuatro piezas de oro que fueron al mismo museo en el siglo XIX y sobre el que no hay apenas información salvo la nota de que se encontraron en 1870 en una tumba infantil.
A los objetos anteriores hay que añadir muchos más que hoy están en museos españoles. Destaca por la cantidad de piezas el Museo Arqueológico Nacional, creado por Real Decreto de Isabel II el 20 de marzo de 1867, a donde llegaron piezas de todas las provincias españolas incluyendo, claro, numerosos hallazgos de las excavaciones en Extremadura. En una visita al MAN encontramos cosas como los ídolos placa de Granja de Céspedes, varias aras romanas de Mérida, estelas de la Edad del Bronce como las de Granja de Toriñuelo o Solana de Cabañas, los “tesoros” de Berzocana y Aliseda…
El proyecto que mencioné y que llamamos Diáspora, persigue investigar este acervo, catalogarlo, documentarlo y difundirlo. La idea de realizar catálogos de bienes históricos no es nueva, por supuesto, y la propia Extremadura tiene obras esenciales como cuando las Comisiones Provinciales de Monumentos Históricos y Artísticos promovieron los inventarios o catálogos de los monumentos histórico-artísticos de España. Cáceres y Badajoz vieron los suyos realizados por José Ramón Mélida y editados a mediados de la década de 1920. Estos catálogos, sin embargo, sólo recogieron los bienes presentes en el territorio sin considerar los bienes exiliados.
Diáspora se llevará a cabo en tres años. En el primero abordaremos la búsqueda y catálogo de piezas, en el segundo la documentación histórica, bibliográfica, fotográfica y mediante modelos 3D, en el tercero elaboraremos los documentos de difusión de lo encontrado. Aunque esta es la estructura general, pretendemos crear de forma casi inmediata un wiki abierto para que se pueda seguir la evolución del proyecto y se puedan aportar ideas y contribuir, por qué no, en las tareas de búsqueda y documentación. Mientras todo esto se pone en marcha, os dejo con una de las piezas que más me gustan, el “idolo de Extremadura”, un nombre coloquial para un cilindro de 19 cm de altura, tallado en alabastro y con lo que parecen ojos grabados; está datado en el tercer milenio a.C.
20 mayo 2017
Aprendizaje
Hace mucho tiempo leí una novela ambientada en una sociedad de indios americanos, antes de la llegada de los europeos. La historia tomaba la forma de saga a través de varias generaciones en las grandes praderas, donde un niño crecía, entraba como aprendiz con el chamán, avanzaba en el conocimiento; a su muerte lo sucedía y tomaba, a su vez, un nuevo aprendiz que continuara un ciclo con pretensiones de no tener fin.
La novela tenía algunos momentos cruciales como uno en el que el aprendiz le pregunta al chamán porqué las ceremonias tenían que hacerse siguiendo un ritual concreto, a veces aterrador o cruel. El chamán le dice que el pueblo necesita el ritual para “sentir” la ceremonia, pero que las formas y los símbolos no tienen importancia, son sólo herramientas útiles para integrar a los componentes del grupo y hacerlos sentir parte de una unidad, algo que debe hacerse de vez en cuando. Y que él, que siendo aprendiz, ha conseguido llegar a formular esa pregunta casi herética, no debe nunca confundir lo importante, comprender, con el mero ritual, adorno mnemotécnico carente de contenido.
Finalmente, el aprendiz se da cuenta, y ese el verdadero punto sin retorno, de que los chamanes son los que guían al pueblo porque están por encima del miedo y de la superstición, lo que les permite comprender mejor el mundo, que no tiene nada de esotérico o mágico, pero que el rito, la ceremonia, son elementos útiles para tranquilizar las mentes más simples. Así de simple, o de complicado.
Aparte de este atrevimiento del escritor, que no quiso limitarse a un relato de aventuras, hay más detalles para pensar. Por ejemplo, que el antiguo aprendiz, convertido en chamán por el puro transcurso del tiempo, debe tomar un nuevo aprendiz y la educación de éste niño debe repetir, una vez más, en una cadena interminable y partiendo de cero, un camino que lleva a superar la superstición, los miedos y la tradición ritual para, desde ésta, ser un guía durante una etapa más en la vida del grupo.
El aspecto más desolador, también reflejado en diálogos explícitos, era que todos los chamanes conocían la fragilidad de su ciclo, basado en la comunicación oral porque no tenían lengua escrita. Media docena de ciclos con buenos aprendices y con algo de suerte suponían un avance en el pensamiento común. Una muerte a destiempo rompía la cadena de la educación y devolvía a la tribu completa a la oscuridad del desconocimiento.
Un segundo libro es mucho más popular: “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco. No voy a comentar su nudo, conocido por todos, pero sí su desenlace: la biblioteca arde, y con ella el conocimiento allí recogido. Cierto que ese conocimiento era ignorado por casi todos y custodiado por el bibliotecario Jorge de Burgos que cuidaba de que nadie cuestionara la tradición. Así, los monjes se limitaban al trabajo de copia, mera forma sin comprensión. Pero el solo hecho de existir deja una puerta abierta a la esperanza de una futura lectura. Jorge trunca esa esperanza de forma irreversible pero en esta novela de Eco hay mucho más. Hay un segundo motivo de desolación que no aparece explícitamente, pero que a mí me sigue pareciendo la clave de la narración: el libro es un relato contado por el discípulo de Guillermo de Baskerville, Adso de Melk, que pasados los años y cerca de la muerte rememora lo más transcendente que experimentó en su vida. El punto clave para mí es que Guillermo, racionalista y casi librepensador en la medida que lo permitía su época, fracasó en su tarea educativa: Adso de Melk, ya viejo, no ha entendido nada de los principios que su maestro intentó inculcarle y redacta sus memorias limitado por unos prejuicios que nunca supo ni pudo abandonar. Siente respeto por Guillermo, pero desde la más absoluta incomprensión. La desaparición de Guillermo es como el fracaso del chamán, que trae de nuevo la oscuridad y apaga las esperanzas de progreso.
De estos dos libros se desprenden las ideas, tal vez sólo interpretación mía, de lo difícil de avanzar en el conocimiento y de lo frágil de darle continuidad a esa tarea. Ahora estamos en un época donde la tecnología ha permitido reducir esa fragilidad debido al antiguo invento de la escritura y al nuevo invento de la réplica potencialmente infinita en las memorias digitales, compartidas de forma incontrolable y por eso potencialmente inmortales. Hemos superado al chamán y ya no hace falta tener a Guillermo de mentor: todo está a nuestro alcance. Sin embargo, teniéndolo todo, los efectos no parecen notarse como la gigantesca ola de conocimiento que debería haber barrido el mundo. Parece que hace falta una revolución más, esa que nos lleve a abandonar el papel pasivo y acrítico de Adso y de los miembros de la tribu, meros asistentes al espectáculo e incapaces de acceder al significado que hay detrás de los decorados engañosos que hoy nos venden como importantes. O tal vez la conclusión es profundamente triste y ni siquiera somos capaces de eso y deberíamos reconocer que no comprenderíamos nada aunque tuviéramos al mismísimo Guillermo de Baskerville de compañero de viaje.
La novela tenía algunos momentos cruciales como uno en el que el aprendiz le pregunta al chamán porqué las ceremonias tenían que hacerse siguiendo un ritual concreto, a veces aterrador o cruel. El chamán le dice que el pueblo necesita el ritual para “sentir” la ceremonia, pero que las formas y los símbolos no tienen importancia, son sólo herramientas útiles para integrar a los componentes del grupo y hacerlos sentir parte de una unidad, algo que debe hacerse de vez en cuando. Y que él, que siendo aprendiz, ha conseguido llegar a formular esa pregunta casi herética, no debe nunca confundir lo importante, comprender, con el mero ritual, adorno mnemotécnico carente de contenido.
Finalmente, el aprendiz se da cuenta, y ese el verdadero punto sin retorno, de que los chamanes son los que guían al pueblo porque están por encima del miedo y de la superstición, lo que les permite comprender mejor el mundo, que no tiene nada de esotérico o mágico, pero que el rito, la ceremonia, son elementos útiles para tranquilizar las mentes más simples. Así de simple, o de complicado.
Aparte de este atrevimiento del escritor, que no quiso limitarse a un relato de aventuras, hay más detalles para pensar. Por ejemplo, que el antiguo aprendiz, convertido en chamán por el puro transcurso del tiempo, debe tomar un nuevo aprendiz y la educación de éste niño debe repetir, una vez más, en una cadena interminable y partiendo de cero, un camino que lleva a superar la superstición, los miedos y la tradición ritual para, desde ésta, ser un guía durante una etapa más en la vida del grupo.
El aspecto más desolador, también reflejado en diálogos explícitos, era que todos los chamanes conocían la fragilidad de su ciclo, basado en la comunicación oral porque no tenían lengua escrita. Media docena de ciclos con buenos aprendices y con algo de suerte suponían un avance en el pensamiento común. Una muerte a destiempo rompía la cadena de la educación y devolvía a la tribu completa a la oscuridad del desconocimiento.
Un segundo libro es mucho más popular: “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco. No voy a comentar su nudo, conocido por todos, pero sí su desenlace: la biblioteca arde, y con ella el conocimiento allí recogido. Cierto que ese conocimiento era ignorado por casi todos y custodiado por el bibliotecario Jorge de Burgos que cuidaba de que nadie cuestionara la tradición. Así, los monjes se limitaban al trabajo de copia, mera forma sin comprensión. Pero el solo hecho de existir deja una puerta abierta a la esperanza de una futura lectura. Jorge trunca esa esperanza de forma irreversible pero en esta novela de Eco hay mucho más. Hay un segundo motivo de desolación que no aparece explícitamente, pero que a mí me sigue pareciendo la clave de la narración: el libro es un relato contado por el discípulo de Guillermo de Baskerville, Adso de Melk, que pasados los años y cerca de la muerte rememora lo más transcendente que experimentó en su vida. El punto clave para mí es que Guillermo, racionalista y casi librepensador en la medida que lo permitía su época, fracasó en su tarea educativa: Adso de Melk, ya viejo, no ha entendido nada de los principios que su maestro intentó inculcarle y redacta sus memorias limitado por unos prejuicios que nunca supo ni pudo abandonar. Siente respeto por Guillermo, pero desde la más absoluta incomprensión. La desaparición de Guillermo es como el fracaso del chamán, que trae de nuevo la oscuridad y apaga las esperanzas de progreso.
De estos dos libros se desprenden las ideas, tal vez sólo interpretación mía, de lo difícil de avanzar en el conocimiento y de lo frágil de darle continuidad a esa tarea. Ahora estamos en un época donde la tecnología ha permitido reducir esa fragilidad debido al antiguo invento de la escritura y al nuevo invento de la réplica potencialmente infinita en las memorias digitales, compartidas de forma incontrolable y por eso potencialmente inmortales. Hemos superado al chamán y ya no hace falta tener a Guillermo de mentor: todo está a nuestro alcance. Sin embargo, teniéndolo todo, los efectos no parecen notarse como la gigantesca ola de conocimiento que debería haber barrido el mundo. Parece que hace falta una revolución más, esa que nos lleve a abandonar el papel pasivo y acrítico de Adso y de los miembros de la tribu, meros asistentes al espectáculo e incapaces de acceder al significado que hay detrás de los decorados engañosos que hoy nos venden como importantes. O tal vez la conclusión es profundamente triste y ni siquiera somos capaces de eso y deberíamos reconocer que no comprenderíamos nada aunque tuviéramos al mismísimo Guillermo de Baskerville de compañero de viaje.
13 mayo 2017
De políticas y ejes a izquierda y derecha
Vale, las barras de los bares no son el mejor sitio para hablar de política pero, inevitablemente, es donde el paisano de al lado dice que es apolítico y, si el día es especialmente aciago, añade que eso de la izquierda y la derecha está ya superado.
La idea es intentar convencerle de que, aunque no lo sepa, él no es apolítico y que no, que tampoco ese eje izquierda-derecha está superado (sea lo que sea que signifique tal palabra).
Tal vez lo primero sea definir qué es eso de “ideología”. La mejor definición que se me ocurre sin caer en ambigüedades o en tecnicismos que no domino, es que consta de dos componentes. El primero es necesario ya que es la expresión minimalista del concepto. El segundo es opcional aunque creo que poca gente carece por completo de ideas al respecto.
Entrando en el tema: el primer componente es el modelo de sociedad en la que quisiéramos vivir y que vivieran nuestros hijos (por decir algo que le dé dimensión temporal). A este modelo se llega inevitablemente, aunque sea sólo de forma parcial: cuando la carretera está llena de baches nos gustaría que estuviera bien, cuando llevamos caminando un rato por una calle bajo un sol de justicia echaríamos de menos que hubiera unos árboles en las aceras, cuando ha pasado el autobús hace media hora quisiéramos un servicio de transporte más frecuente… Esto son, obviamente, ejemplos anecdóticos y no conforman un escenario de sociedad ideal pero sirven para ilustrar por dónde quiero ir. Otros ejemplos menos banales son, por dar alguna idea, aquellos relativos a la sanidad, a la educación, a la igualdad (o no), a los servicios públicos… Imagínate que un día te duele intensamente el abdomen y te diagnostican una peritonitis que debe ser operada urgentemente ¿crees que deberías tener derecho a una operación gratuita (pagada por la sociedad) en un hospital o piensas que eso no es correcto y que cada uno debe tener la sanidad que pueda pagarse con su propio dinero? ¿o tal vez sólo se atenderían las urgencias y no las enfermedades crónicas como, por ejemplo, una diabetes? ¿desearías una sociedad donde la educación fuera pagada por todos hasta cierta edad o te parecería mejor que cada niño tuviera una educación a medida del poder adquisitivo de sus padres? ¿en tu sociedad ideal cabría pobreza extrema o, al contrario, erradicar esa situación sería un objetivo? ¿y la riqueza extrema? ¿estarían las ciudades de tu sociedad ideal libres de contaminación o la calidad del aire no es algo que deba ser tenido en cuenta? ¿tendrían todas las personas los mismos derechos sociales o estos dependerían de algún factor como, por ejemplo, su sexo o su religión?
Independientemente de las opciones que cada persona considere deseables, construir ese escenario (o fragmento de escenario) supone una decisión entre alternativas y conforma un esbozo de ideología. Hasta el momento no conozco a nadie que no tenga una propuesta a varias de las preguntas anteriores y a docenas de otras que pueden formularse sobre los objetivos que una sociedad imaginada nos gustaría que cumpliera.
El segundo componente es más elaborado: definido, al menos en parte, el escenario de tu sociedad ideal ¿cómo crees que debe ser el camino para llegar a ella?
Las opciones aquí ya suelen ser más complejas. Por ejemplo, si has decidido que en tu sociedad no debe haber esclavitud ¿crees que un trabajador debe tener un sueldo mínimo asegurado por las leyes o que ese sueldo debe ser fruto de una negociación personal con el empresario? Si consideras bueno que haya una financiación de ciertos servicios públicos ¿crees que los impuestos, de existir, deben ser un porcentaje fijo de las ganancias o ese porcentaje debe depender de la magnitud de estas?
Preguntas como estas permiten diferenciar caminos diferentes para llegar, a veces, a los mismos objetivos. No es lo mismo plantear una revolución violenta como vía para llegar a la justicia social (o lo que sea) que plantear cambios progresivos desde dentro de la maquinaria existente. No es lo mismo decidir que la producción de energía eléctrica debe ser pública a decidir que puede ser privada pero con controles sobre los precios o, tercera vía, liberar dichos precios con independencia de que todo el mundo pueda o no pagarlos.
Definir un escenario deseado y plantear los caminos concretos son cosas diferentes pero complementarias y ambas conforman una ideología, al menos en su nivel básico. Lógicamente, elegir un camino u otro casi nunca es banal y pocas veces debe confiarse solamente en el instinto: son decisiones que frecuentemente necesitan conocimientos algo elaborados para que sean sólidas y tengan garantías de funcionar.
No será sorprendente que en este punto establezca una relación con mi anterior artículo sobre las tramas cognitivas: hace falta cultura para tomar decisiones sabias y aunque esa palabra suene “grande” no deberíamos renunciar a ella. Nuestras decisiones como ciudadanos serán potencialmente mejores si nuestra trama cognitiva es amplia y compleja porque ello nos permitirá evaluar mejor las alternativas y elegir con menor riesgo de error o de engaño.
En este contexto, el apoliticismo es difícil de concebir porque supone no sólo renunciar a los cambios sociales sino no tener ideas sobre cómo te gustaría vivir, ser indiferente ante la posible solución a problemas e injusticias. En el momento en el que no eres así, ya estás tomando una posición política, que no depende solamente de votar o no votar en unas elecciones.
Con lo de la izquierda y la derecha pasa algo similar porque muchas de las opciones ante una situación social tienen su posición en este eje ideológico. La izquierda tiende a hacer prevalecer los derechos de la sociedad sobre los individuales y la derecha tiende más a sacralizar los derechos personales sobre los colectivos. Dentro de esta simplificación caben multitud de variantes y complejidades pero el eje existe, tiene una larga historia y todos, en cuanto tomamos unas pocas decisiones sobre ideales y cómo llegar a ellos, nos ubicamos en algún punto sobre él. Para cerrar esta reflexión incluyo un cartel sobre las características de la izquierda y la derecha. Lamentablemente, esta muy focalizado sobre los Estados Unidos de América con lo que a los europeos nos pueden chocar algunas cosas pero vale para ilustrar la complejidad de la situación y la banalidad de ignorar que las ideologías existen y nos afectan, y que no es posible ponerse por encima o fuera de ellas sin tener que dar muchas explicaciones.
La idea es intentar convencerle de que, aunque no lo sepa, él no es apolítico y que no, que tampoco ese eje izquierda-derecha está superado (sea lo que sea que signifique tal palabra).
Tal vez lo primero sea definir qué es eso de “ideología”. La mejor definición que se me ocurre sin caer en ambigüedades o en tecnicismos que no domino, es que consta de dos componentes. El primero es necesario ya que es la expresión minimalista del concepto. El segundo es opcional aunque creo que poca gente carece por completo de ideas al respecto.
Entrando en el tema: el primer componente es el modelo de sociedad en la que quisiéramos vivir y que vivieran nuestros hijos (por decir algo que le dé dimensión temporal). A este modelo se llega inevitablemente, aunque sea sólo de forma parcial: cuando la carretera está llena de baches nos gustaría que estuviera bien, cuando llevamos caminando un rato por una calle bajo un sol de justicia echaríamos de menos que hubiera unos árboles en las aceras, cuando ha pasado el autobús hace media hora quisiéramos un servicio de transporte más frecuente… Esto son, obviamente, ejemplos anecdóticos y no conforman un escenario de sociedad ideal pero sirven para ilustrar por dónde quiero ir. Otros ejemplos menos banales son, por dar alguna idea, aquellos relativos a la sanidad, a la educación, a la igualdad (o no), a los servicios públicos… Imagínate que un día te duele intensamente el abdomen y te diagnostican una peritonitis que debe ser operada urgentemente ¿crees que deberías tener derecho a una operación gratuita (pagada por la sociedad) en un hospital o piensas que eso no es correcto y que cada uno debe tener la sanidad que pueda pagarse con su propio dinero? ¿o tal vez sólo se atenderían las urgencias y no las enfermedades crónicas como, por ejemplo, una diabetes? ¿desearías una sociedad donde la educación fuera pagada por todos hasta cierta edad o te parecería mejor que cada niño tuviera una educación a medida del poder adquisitivo de sus padres? ¿en tu sociedad ideal cabría pobreza extrema o, al contrario, erradicar esa situación sería un objetivo? ¿y la riqueza extrema? ¿estarían las ciudades de tu sociedad ideal libres de contaminación o la calidad del aire no es algo que deba ser tenido en cuenta? ¿tendrían todas las personas los mismos derechos sociales o estos dependerían de algún factor como, por ejemplo, su sexo o su religión?
Independientemente de las opciones que cada persona considere deseables, construir ese escenario (o fragmento de escenario) supone una decisión entre alternativas y conforma un esbozo de ideología. Hasta el momento no conozco a nadie que no tenga una propuesta a varias de las preguntas anteriores y a docenas de otras que pueden formularse sobre los objetivos que una sociedad imaginada nos gustaría que cumpliera.
El segundo componente es más elaborado: definido, al menos en parte, el escenario de tu sociedad ideal ¿cómo crees que debe ser el camino para llegar a ella?
Las opciones aquí ya suelen ser más complejas. Por ejemplo, si has decidido que en tu sociedad no debe haber esclavitud ¿crees que un trabajador debe tener un sueldo mínimo asegurado por las leyes o que ese sueldo debe ser fruto de una negociación personal con el empresario? Si consideras bueno que haya una financiación de ciertos servicios públicos ¿crees que los impuestos, de existir, deben ser un porcentaje fijo de las ganancias o ese porcentaje debe depender de la magnitud de estas?
Preguntas como estas permiten diferenciar caminos diferentes para llegar, a veces, a los mismos objetivos. No es lo mismo plantear una revolución violenta como vía para llegar a la justicia social (o lo que sea) que plantear cambios progresivos desde dentro de la maquinaria existente. No es lo mismo decidir que la producción de energía eléctrica debe ser pública a decidir que puede ser privada pero con controles sobre los precios o, tercera vía, liberar dichos precios con independencia de que todo el mundo pueda o no pagarlos.
Definir un escenario deseado y plantear los caminos concretos son cosas diferentes pero complementarias y ambas conforman una ideología, al menos en su nivel básico. Lógicamente, elegir un camino u otro casi nunca es banal y pocas veces debe confiarse solamente en el instinto: son decisiones que frecuentemente necesitan conocimientos algo elaborados para que sean sólidas y tengan garantías de funcionar.
No será sorprendente que en este punto establezca una relación con mi anterior artículo sobre las tramas cognitivas: hace falta cultura para tomar decisiones sabias y aunque esa palabra suene “grande” no deberíamos renunciar a ella. Nuestras decisiones como ciudadanos serán potencialmente mejores si nuestra trama cognitiva es amplia y compleja porque ello nos permitirá evaluar mejor las alternativas y elegir con menor riesgo de error o de engaño.
En este contexto, el apoliticismo es difícil de concebir porque supone no sólo renunciar a los cambios sociales sino no tener ideas sobre cómo te gustaría vivir, ser indiferente ante la posible solución a problemas e injusticias. En el momento en el que no eres así, ya estás tomando una posición política, que no depende solamente de votar o no votar en unas elecciones.
Con lo de la izquierda y la derecha pasa algo similar porque muchas de las opciones ante una situación social tienen su posición en este eje ideológico. La izquierda tiende a hacer prevalecer los derechos de la sociedad sobre los individuales y la derecha tiende más a sacralizar los derechos personales sobre los colectivos. Dentro de esta simplificación caben multitud de variantes y complejidades pero el eje existe, tiene una larga historia y todos, en cuanto tomamos unas pocas decisiones sobre ideales y cómo llegar a ellos, nos ubicamos en algún punto sobre él. Para cerrar esta reflexión incluyo un cartel sobre las características de la izquierda y la derecha. Lamentablemente, esta muy focalizado sobre los Estados Unidos de América con lo que a los europeos nos pueden chocar algunas cosas pero vale para ilustrar la complejidad de la situación y la banalidad de ignorar que las ideologías existen y nos afectan, y que no es posible ponerse por encima o fuera de ellas sin tener que dar muchas explicaciones.
06 mayo 2017
De tramas, educación y supervivencia
Llevo impartiendo y recibiendo clases casi toda mi vida. Como receptor comencé probablemente a los cinco o seis años de edad y terminé, al menos formalmente, a los veintiuno, con mi último examen en la universidad. Bastantes años más tarde empecé mi carrera como profesor universitario, no sin antes participar en algunos programas de doctorado, maestrías y demás. Con todo esto, aún hoy me pregunto qué tenemos que impartir exactamente, para qué, cómo debemos hacerlo y qué hay que valorar. Tal vez en la universidad esas decisiones sean algo más simples que en la escuela pero ni siquiera estoy seguro de eso. Intentando comprender el problema (es la primera fase necesaria aunque no suficiente para solucionarlo) me llevo planteando un tiempo cuál es la función que la educación debería tener.
Creo que hay una forma interesante de abordar este asunto que se basa en el comportamiento diario de cada uno de nosotros.
Somos animales sociales, vivimos en grupos que han ido creciendo y haciéndose más complejos con los siglos. Inicialmente, el grupo era familiar y las relaciones sociales eran poco complejas o, al menos, más simples que cuando los grupos se ampliaron, las ciudades nacieron y cada persona tuvo que relacionarse con círculos extraños, más allá de su propia familia. Dejamos de conocer a todas las personas y tuvimos que asumir que en cualquier momento podíamos encontrarnos con un desconocido con el cual había que interactuar para, por ejemplo, comprar un alimento o una herramienta. La red de relaciones entre ajenos sólo es posible si hay convenciones que conforman un contexto cultural común que permite, entre otras cosas, que dos extraños se entiendan. No sólo se trata del idioma sino de una serie de reglas, sobreentendidos, protocolos y asunciones que crean esa trama cognitiva de contextos comunes sobre la cual se construyen esas relaciones.
Es fácil comprender esta idea con un ejemplo: yo puedo ir por una calle de Sevilla comprendiendo la base sobre la cual esa sociedad, en esa calle, se desenvuelve. Mi familiaridad con esa trama me da la seguridad de que si veo un bar, puedo entrar libremente, que está bien visto saludar al camarero, que es a él a quien debo pedir el refresco, que no debo preguntar si tienen marihuana, que no está mal visto que me quede sentado o de pie en la barra, que no debo quitarme la camiseta si tengo calor ni escupir en el suelo y que debo pagar antes de irme; también me dice qué cantidad aproximada es razonable pagar y que no debo usar el billete de diez libras que me sobró del último viaje. También somos capaces de leer e interpretar el lenguaje no verbal, los gestos, las expresiones. Es decir, estoy interactuando con una sociedad usando un conjunto de conocimientos sobre su funcionamiento que me permiten hacer las cosas con eficacia, usando normas que se han establecido por costumbre, sin ofender a nadie por actuar de forma extravagante y con la seguridad de conseguir mi objetivo (el refresco) sin problemas.
Si me muevo a otro lugar, las cosas pueden cambiar. En Rabat o en Marrakech me encontraré en una sociedad no muy diferente pero mi incertidumbre será mayor: no estaré seguro de si debo pedir una cerveza con alcohol en un bar, de si puedo sentarme en una mesa directamente o debo preguntarle al camarero, de si debo pagar una consumición cuando me la sirven o cuando he terminado. Podemos imaginarnos sociedades cada vez más alejadas, en cada una de las cuales nos resultará más difícil e incómodo movernos, no porque tengan costumbres inadecuadas sino porque nosotros no las conocemos: nuestras tramas cognitivas se solapan cada vez menos.
Las tramas cognitivas están formadas por un compleja amalgama de datos, modelos, hipótesis… que nos sirven de orientación a la hora de analizar, evaluar, comunicar, comprender, valorar y predecir. De ahí el desconcierto ante una sociedad diferente y el desamparo que sentimos cuando nos sacan de un medio al que nuestra trama está adaptada y entramos, por ejemplo, en una subcultura para la que no tenemos tendidos los hilos correspondientes.
¿Cómo enlaza esto con la educación y su papel? La idea es que la educación puede entenderse al menos de dos formas. La primera es la educación mediante las interacciones con nuestro círculo social inmediato: familia, compañeros de colegio, conocidos del barrio. Esa interacción sirve para tender los hilos básicos de la trama cognitiva y es suficiente para desenvolverse en las relaciones sociales normales.
La segunda es la educación adquirida en el colegio, instituto y universidad, el origen de nuestro debate. Esta educación también es social pero tiene una función más: ampliar la trama cognitiva más allá de las posibilidades de nuestro entorno inmediato. El conocimiento de la ciencia, de la literatura, de la historia de la filosofía, de la geografía, de las sociedades pasadas y presentes pero lejanas… amplía el tamaño y la complejidad de nuestra trama cognitiva personal. La facilidad que tenemos hoy para acceder a una inmensa cantidad de obras literarias puede ampliarla casi indefinidamente al entrar en contacto con la experiencia real o imaginada de otros, al conocer su pensamiento incluso aunque no estemos de acuerdo con él.
Actitudes como leer y viajar, como conversar con gente extraña, añaden hilos a nuestra trama, suman relaciones y datos no disponibles en nuestra experiencia inmediata, rompen, incluso, vínculos previos excesivamente unívocos e inflexibles con nueva información. Probablemente la actitud de conocer, de ampliar la complejidad de nuestras relaciones, sea de lo mejor que podemos hacer para que nuestra trama sea lo más grande y compleja posible. Sólo falta añadir que nuestras relaciones por internet, esa inmensa ventana al mundo y a los demás, pueden ser una aportación significativa a todo lo anterior, amplificando aún más lo que las otras experiencias nos han aportado.
La trama cognitiva de una persona media ha crecido exponencialmente des las primeras sociedades humanas hasta la actualidad debido a la mayor posibilidad de interacciones, a la mayor comunicación, al invento de la escritura para acceder a experiencias ajenas y al acceso ilimitado que hoy tenemos en la infinita red que es internet. Sólo falta el último paso del argumento ¿por qué la educación tiene interés y qué materias deberían estar presentes en ella? La respuesta ya está esbozada en líneas anteriores, cuando propuse que nuestra trama cognitiva es la base sobre la que analizamos, evaluamos, comunicamos, comprendemos, valoramos y actuamos. Una trama elemental impedirá que compremos un kilo de manzanas pagando 50 euros porque sabemos que en nuestro contexto, ese precio no tiene sentido. Una trama algo más elaborada hará que tengamos herramientas como para tomar decisiones complejas con un mayor conocimiento y, por tanto, unos mejores resultados.
Es decir, nuestra trama alimenta un flexible sistema de decisión cuya mayor complejidad nos permite acceder a una mayor cantidad de opciones y decidir sobre ellas con un contexto más rico. La educación debería estar orientada a ampliar esa complejidad añadiendo datos, procesos de elaboración de información, modelos de predicción sobre situaciones no banales, métodos de procesamiento del conocimiento… La idea es que todo ello permitirá hacer mejores análisis, comprender mejor la complejidad de las situaciones y, al final, tomar mejores decisiones en escenarios como en los que nos desenvolvemos todos los días. No se trata, por supuesto, sólo de conocer muchos datos sino de saber cómo relacionarlos y cómo usarlos.
La trama cognitiva es, por supuesto, cultura, aunque debe añadirse procedimientos de análisis y de decisión de naturaleza variada. ¿Debe ser la educación de “ciencias” o de “letras”? Si se ha tenido la paciencia de leer lo anterior, será bastante obvio que ambas son convenientes y complementarias. Las “ciencias” nos dan conocimiento y herramientas sobre el funcionamiento del mundo, sobre qué está pasando, cómo funciona, cuáles son las incertidumbres y qué consecuencias puede tener una actitud, un fenómeno o una política. También nos ayudan a la síntesis y elaboración de información realizando mejor los procesos de inferencia; igualmente pueden reducir el riesgo de caer en argumentaciones falaces, de tomar la anécdota por la regla, de confundir opiniones con hechos, así como amplían nuestra capacidad para valorar críticamente las pruebas o evidencias que apoyan una afirmación. Las “letras”, además de tener disciplinas que se solapan con las anteriores, nos ayudan a entender la dinámica de las sociedades, los procesos históricos, las formas de pensamiento (muchas de ellas ya caducas pero no por ello menos educativas); nos abren ventanas al conocimiento del pensamiento de otros a través de la literatura, de la historia de la filosofía, de las obras y corrientes artísticas) que son, entre otras cosas, reflejo y consecuencia de la trama cognitiva de cada persona encuadrada en cada sociedad).
Todo ello, si se tiene claro el objetivo, hará que la educación amplíe nuestra trama en cantidad, calidad y complejidad mucho más allá de lo que estaría a nuestro alcance en una sociedad que se limitara a cubrir sus necesidades inmediatas y no mirara a su futuro. Las consecuencias para una sociedad culta no solo será la conservación del saber, sino su generalización. Históricamente no hay precedentes de sociedades cultas en su integridad pero lo que podemos observar sugiere que la ampliación de las tramas cognitivas parece ayudar a un mayor bienestar general, a la reducción de las desigualdades extremas y a una organización social más beneficiosa para todos. Igualmente, permite el desarrollo tanto de las ciencias como de las letras y con ello realimenta un círculo probablemente virtuoso. Por eso es necesaria una educación que alcance a toda la población y que garantice una base sólida para que cada ciudadano ejerza su papel y su influencia lo mejor posible. Por eso son necesarias tanto las disciplinas de ciencias como las de letras, actuando como una salvaguarda que la propia sociedad implementa para aumentar su probabilidad de supervivencia y su avance en la mejora de las condiciones de vida de sus ciudadanos.
Somos animales sociales, vivimos en grupos que han ido creciendo y haciéndose más complejos con los siglos. Inicialmente, el grupo era familiar y las relaciones sociales eran poco complejas o, al menos, más simples que cuando los grupos se ampliaron, las ciudades nacieron y cada persona tuvo que relacionarse con círculos extraños, más allá de su propia familia. Dejamos de conocer a todas las personas y tuvimos que asumir que en cualquier momento podíamos encontrarnos con un desconocido con el cual había que interactuar para, por ejemplo, comprar un alimento o una herramienta. La red de relaciones entre ajenos sólo es posible si hay convenciones que conforman un contexto cultural común que permite, entre otras cosas, que dos extraños se entiendan. No sólo se trata del idioma sino de una serie de reglas, sobreentendidos, protocolos y asunciones que crean esa trama cognitiva de contextos comunes sobre la cual se construyen esas relaciones.
Es fácil comprender esta idea con un ejemplo: yo puedo ir por una calle de Sevilla comprendiendo la base sobre la cual esa sociedad, en esa calle, se desenvuelve. Mi familiaridad con esa trama me da la seguridad de que si veo un bar, puedo entrar libremente, que está bien visto saludar al camarero, que es a él a quien debo pedir el refresco, que no debo preguntar si tienen marihuana, que no está mal visto que me quede sentado o de pie en la barra, que no debo quitarme la camiseta si tengo calor ni escupir en el suelo y que debo pagar antes de irme; también me dice qué cantidad aproximada es razonable pagar y que no debo usar el billete de diez libras que me sobró del último viaje. También somos capaces de leer e interpretar el lenguaje no verbal, los gestos, las expresiones. Es decir, estoy interactuando con una sociedad usando un conjunto de conocimientos sobre su funcionamiento que me permiten hacer las cosas con eficacia, usando normas que se han establecido por costumbre, sin ofender a nadie por actuar de forma extravagante y con la seguridad de conseguir mi objetivo (el refresco) sin problemas.
Si me muevo a otro lugar, las cosas pueden cambiar. En Rabat o en Marrakech me encontraré en una sociedad no muy diferente pero mi incertidumbre será mayor: no estaré seguro de si debo pedir una cerveza con alcohol en un bar, de si puedo sentarme en una mesa directamente o debo preguntarle al camarero, de si debo pagar una consumición cuando me la sirven o cuando he terminado. Podemos imaginarnos sociedades cada vez más alejadas, en cada una de las cuales nos resultará más difícil e incómodo movernos, no porque tengan costumbres inadecuadas sino porque nosotros no las conocemos: nuestras tramas cognitivas se solapan cada vez menos.
Las tramas cognitivas están formadas por un compleja amalgama de datos, modelos, hipótesis… que nos sirven de orientación a la hora de analizar, evaluar, comunicar, comprender, valorar y predecir. De ahí el desconcierto ante una sociedad diferente y el desamparo que sentimos cuando nos sacan de un medio al que nuestra trama está adaptada y entramos, por ejemplo, en una subcultura para la que no tenemos tendidos los hilos correspondientes.
¿Cómo enlaza esto con la educación y su papel? La idea es que la educación puede entenderse al menos de dos formas. La primera es la educación mediante las interacciones con nuestro círculo social inmediato: familia, compañeros de colegio, conocidos del barrio. Esa interacción sirve para tender los hilos básicos de la trama cognitiva y es suficiente para desenvolverse en las relaciones sociales normales.
La segunda es la educación adquirida en el colegio, instituto y universidad, el origen de nuestro debate. Esta educación también es social pero tiene una función más: ampliar la trama cognitiva más allá de las posibilidades de nuestro entorno inmediato. El conocimiento de la ciencia, de la literatura, de la historia de la filosofía, de la geografía, de las sociedades pasadas y presentes pero lejanas… amplía el tamaño y la complejidad de nuestra trama cognitiva personal. La facilidad que tenemos hoy para acceder a una inmensa cantidad de obras literarias puede ampliarla casi indefinidamente al entrar en contacto con la experiencia real o imaginada de otros, al conocer su pensamiento incluso aunque no estemos de acuerdo con él.
Actitudes como leer y viajar, como conversar con gente extraña, añaden hilos a nuestra trama, suman relaciones y datos no disponibles en nuestra experiencia inmediata, rompen, incluso, vínculos previos excesivamente unívocos e inflexibles con nueva información. Probablemente la actitud de conocer, de ampliar la complejidad de nuestras relaciones, sea de lo mejor que podemos hacer para que nuestra trama sea lo más grande y compleja posible. Sólo falta añadir que nuestras relaciones por internet, esa inmensa ventana al mundo y a los demás, pueden ser una aportación significativa a todo lo anterior, amplificando aún más lo que las otras experiencias nos han aportado.
La trama cognitiva de una persona media ha crecido exponencialmente des las primeras sociedades humanas hasta la actualidad debido a la mayor posibilidad de interacciones, a la mayor comunicación, al invento de la escritura para acceder a experiencias ajenas y al acceso ilimitado que hoy tenemos en la infinita red que es internet. Sólo falta el último paso del argumento ¿por qué la educación tiene interés y qué materias deberían estar presentes en ella? La respuesta ya está esbozada en líneas anteriores, cuando propuse que nuestra trama cognitiva es la base sobre la que analizamos, evaluamos, comunicamos, comprendemos, valoramos y actuamos. Una trama elemental impedirá que compremos un kilo de manzanas pagando 50 euros porque sabemos que en nuestro contexto, ese precio no tiene sentido. Una trama algo más elaborada hará que tengamos herramientas como para tomar decisiones complejas con un mayor conocimiento y, por tanto, unos mejores resultados.
Es decir, nuestra trama alimenta un flexible sistema de decisión cuya mayor complejidad nos permite acceder a una mayor cantidad de opciones y decidir sobre ellas con un contexto más rico. La educación debería estar orientada a ampliar esa complejidad añadiendo datos, procesos de elaboración de información, modelos de predicción sobre situaciones no banales, métodos de procesamiento del conocimiento… La idea es que todo ello permitirá hacer mejores análisis, comprender mejor la complejidad de las situaciones y, al final, tomar mejores decisiones en escenarios como en los que nos desenvolvemos todos los días. No se trata, por supuesto, sólo de conocer muchos datos sino de saber cómo relacionarlos y cómo usarlos.
La trama cognitiva es, por supuesto, cultura, aunque debe añadirse procedimientos de análisis y de decisión de naturaleza variada. ¿Debe ser la educación de “ciencias” o de “letras”? Si se ha tenido la paciencia de leer lo anterior, será bastante obvio que ambas son convenientes y complementarias. Las “ciencias” nos dan conocimiento y herramientas sobre el funcionamiento del mundo, sobre qué está pasando, cómo funciona, cuáles son las incertidumbres y qué consecuencias puede tener una actitud, un fenómeno o una política. También nos ayudan a la síntesis y elaboración de información realizando mejor los procesos de inferencia; igualmente pueden reducir el riesgo de caer en argumentaciones falaces, de tomar la anécdota por la regla, de confundir opiniones con hechos, así como amplían nuestra capacidad para valorar críticamente las pruebas o evidencias que apoyan una afirmación. Las “letras”, además de tener disciplinas que se solapan con las anteriores, nos ayudan a entender la dinámica de las sociedades, los procesos históricos, las formas de pensamiento (muchas de ellas ya caducas pero no por ello menos educativas); nos abren ventanas al conocimiento del pensamiento de otros a través de la literatura, de la historia de la filosofía, de las obras y corrientes artísticas) que son, entre otras cosas, reflejo y consecuencia de la trama cognitiva de cada persona encuadrada en cada sociedad).
Todo ello, si se tiene claro el objetivo, hará que la educación amplíe nuestra trama en cantidad, calidad y complejidad mucho más allá de lo que estaría a nuestro alcance en una sociedad que se limitara a cubrir sus necesidades inmediatas y no mirara a su futuro. Las consecuencias para una sociedad culta no solo será la conservación del saber, sino su generalización. Históricamente no hay precedentes de sociedades cultas en su integridad pero lo que podemos observar sugiere que la ampliación de las tramas cognitivas parece ayudar a un mayor bienestar general, a la reducción de las desigualdades extremas y a una organización social más beneficiosa para todos. Igualmente, permite el desarrollo tanto de las ciencias como de las letras y con ello realimenta un círculo probablemente virtuoso. Por eso es necesaria una educación que alcance a toda la población y que garantice una base sólida para que cada ciudadano ejerza su papel y su influencia lo mejor posible. Por eso son necesarias tanto las disciplinas de ciencias como las de letras, actuando como una salvaguarda que la propia sociedad implementa para aumentar su probabilidad de supervivencia y su avance en la mejora de las condiciones de vida de sus ciudadanos.
29 abril 2017
Redes rotas
Revisando viejas fotos me he dado cuenta de la cantidad de gente que he conocido, que he tratado a veces no superficialmente, y que ha desaparecido de mi vida. Al cabo de un tiempo vuelven a presentarse fantasmalmente como en la imagen de abajo, apenas unos miles de puntos grises que, sin embargo, catalizan poderosamente alguna reacción que trae al presente recuerdos aparentemente perdidos. Imágenes cuyo poder no es la calidad fotográfica sino su cualidad evocadora. En un vistazo rápido puedo ver en esas fotos un centenar de personas que se cruzaron en mi camino dejando huella para luego alejarse por sus propios senderos. Muchas de ellas no volvieron a aparecer pero el hito quedó fijado, aunque la pregunta sobre su rumbo quedará, temo, sin contestar.
Luego, se me ocurrió que ese papel es recíproco y posiblemente haya personas que se han preguntado alguna vez qué fue de aquel tipo con extraño apellido que conoció un día y del que hoy se acuerdan, vete a saber por qué. Somos una red tendida en el tiempo llena de roturas, con ramales perdidos, con líneas a trazos. Cada uno de nosotros tiene una red propia, compleja, con cientos de nodos compartidos. Cada uno de ellos forma parte de otra red que, a su vez, se interseca con centenares hasta cubrirlo todo en una imagen de vértigo, en un multiverso de relaciones personales.
En una vuelta de tuerca más, me he preguntado cuántas veces estuvieron algunas redes a punto de cruzarse pero, por una distancia mínima, no llegaron a hacerlo. Una amistad que no se produjo, una relación que podría haber cambiado nuestra vida y que no existió por unos minutos o por unos metros, una encrucijada en la que no tuvimos oportunidad de elegir camino.
Luego, se me ocurrió que ese papel es recíproco y posiblemente haya personas que se han preguntado alguna vez qué fue de aquel tipo con extraño apellido que conoció un día y del que hoy se acuerdan, vete a saber por qué. Somos una red tendida en el tiempo llena de roturas, con ramales perdidos, con líneas a trazos. Cada uno de nosotros tiene una red propia, compleja, con cientos de nodos compartidos. Cada uno de ellos forma parte de otra red que, a su vez, se interseca con centenares hasta cubrirlo todo en una imagen de vértigo, en un multiverso de relaciones personales.
En una vuelta de tuerca más, me he preguntado cuántas veces estuvieron algunas redes a punto de cruzarse pero, por una distancia mínima, no llegaron a hacerlo. Una amistad que no se produjo, una relación que podría haber cambiado nuestra vida y que no existió por unos minutos o por unos metros, una encrucijada en la que no tuvimos oportunidad de elegir camino.
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