Somos lo que recordamos

Tuve otro blog y a veces escribí en él cosas que aún me gusta releer. Abajo les encadeno algunas de ellas, retazos de la memoria.

Neandertal
No llegaba yo a los veinte años, creo. El día, un ventoso sábado de invierno, no daba para ir a la montaña y tras examinar las opciones decidimos conocer lo que teníamos más a mano. Cualquier cosa antes de quedarnos en casa un fin de semana. Nos acercamos a una de las treinta o cuarenta cuevas que estaban a menos de una hora de carretera. Cuevas en principio con poco interés pero que tal vez depararan alguna sorpresa.
El precedente era una de apenas cien metros en un monte de Candamo, a poca distancia de un chorco de lobos de piedra, hoy oculto por la vegetación. Allá encontramos pinturas en una pared y restos de madera quemada cubiertos de una fina pátina de calcita.
Esta vez no sería así. Recorrimos una carretera sinuosa, flanqueada de árboles ahora sin hojas. Entramos a media mañana sin gran entusiasmo porque había empezado a llover y con una vestimenta poco ortodoxa: buzos azules de obra y arneses sólo para llevar el carburero, casco y botas de goma. En esto último yo disentía y prefería las "chirucas" de siempre que me mantendrían con los pies mojados permanentemente pero que eran más seguras en cuevas como esta, sin dificultades técnicas pero con agua y barro.
El día transcurrió sin pena ni gloria, curioseamos por la galería superior, llena de polvo (o al menos la recuerdo así) y al final bajamos a la del río. Con la seguridad de la ropa seca en el coche nos metimos hasta el cuello avanzando hasta que la galería se cerró. Nada especial nos llamó la atención.
Salimos ya de noche. La ropa completamente empapada acabó en las bolsas de plástico y con la calefacción del coche volvimos a Avilés. No hicimos ninguna foto. Unas cervezas en un bar y la conversación derivó a cualquiera de nuestras obsesiones de entonces. A cualquiera menos a esa cueva que no nos había llamado la atención comparada con las maravillas de otras más próximas a los Picos de Europa.
Pasó el tiempo, dejé la espeleología y de aquellos años quedaron unas pocas fotos y un casco Peltz que aún guardo colgado en una esquina del garaje.
Casi tres décadas después leí que se habían encontrado restos humanos en una cueva asturiana. No eran restos recientes, de la guerra civil, sino muy antiguos, de hacía más de 40 mil años. Un niño, tres jóvenes y cinco adultos acabaron sus vidas allí. O dicho de otra forma, cuando visitamos aquella cueva una tarde de invierno, en algún lugar de aquellas galerías por las que pasamos estaban los restos de nueve personas, de nueve neardertales. Hoy se ha secuenciado parte de su genoma, muy próximo al nuestro y que, sin embargo, señala a una especie distinta. Distinta pero humana. Extintos, los neandertales descansaron decenas de miles de años en la Cueva del Sidrón, en el concejo de Piloña, en Asturias.


Del fondo de la memoria

En casa teníamos una revista que nos enviaban de vez en cuando nuestros parientes norteamericanos. Fue hace mucho tiempo pero recuerdo aún una portada donde un solitario campista estaba en un paisaje montañoso. Anochecía y a la luminosidad remanente sobre el horizonte se superponían las negras siluetas de grandes árboles. Acá, en su base, entre la oscuridad, ardía una fogata a cuyo lado aparecía una persona de pie.
Esa imagen me cautivó a mis siete u ocho años. Y en aquel piso de la ciudad intentaba vivir algo semejante. Cubría con mantas una mesa de tubo metálico verde que teníamos en un rincón y cubría el suelo de baldosa con una alfombra. Apagaba la luz de la habitación y me metía debajo con una vela encendida y un tazón de leche caliente. Con sólo esos elementos se creaba un mundo nuevo: estaba en una tienda de campaña y soñaba con que si apartaba la tela que hacía de puerta, vería el anochecer de la revista, con sus pinos y su luna, con el rescoldo de la hoguera brillando débilmente en la oscuridad.
Años más tarde pude vivir aquella experiencia en la realidad, primero en la montaña asturiana, luego en más sitios, a veces lejanos. La mirada ingenua se había perdido hacía tiempo pero las sensaciones nunca me defraudaron.

Curiosamente, ese recuerdo se había perdido y no creo que lo hubiera recuperado de no ser porque hace unos días leí que las fotos de aquella revista se habían volcado en Internet. Instantáneamente, aquella mesa mágica, aquella vela que despertaba las ilusiones y aquel niño que añoraba el bosque aún antes de conocerlo surgieron de lo más profundo de mi memoria. La revista se llamaba Life y durante un instante tuve la tentación de buscar la portada con la que viví tantas horas de ilusiones. Pero rectifiqué a tiempo. Ya he escrito que uno no debe volver jamás a los lugares en los que un día fue feliz.

Rebuscando en mis carpetas encuentro también imágenes perdidas. Al contrario que el recuerdo que les he contado, que surgió nítido de la memoria de forma inesperada, este momento en blanco y negro no creo que lo haga. No recuerdo en qué lugar, en qué circunstancias ni en qué compañía hice esa fotografía.


Obama
Mis abuelos fueron emigrantes y eligieron como destino, quién sabía si final, los EE.UU. Sus dos hijas nacieron en el estado de Virginia. Ambas mantuvieron su nacionalidad estadounidense cuando volvieron a España, impulsadas por una crisis tal que hacía deseable volver a un país como este. Casi medio siglo más tarde, mi madre me llevó de vuelta unos meses a Detroit a finales de los 60 aprovechando que ambos teníamos la doble nacionalidad.
Era un niño pequeño y no me enteré de nada. Hoy apenas tengo un par de imágenes muy lejanas en la memoria.
Una de ellas es un jardín. Yo estoy revolviendo la tierra con una pala de juguete. Una ardilla había escondido algo unos minutos antes y yo intentaba encontrarlo. Al fondo, el porche de una casa de madera.
En la otra estoy jugando con otros niños en una calle. Estamos sentados en el suelo, no hay coches y las casas son de planta baja. Hay ropa tendida y una valla de madera blanca.
Años más tarde supe que todos aquellos niños eran negros y que el permiso de mi madre para que jugara con ellos era algo escandaloso en las casas de blancos del barrio. Supe también que el barrio era modesto y que no se había definido una zona blanca ni una zona negra pero las relaciones sociales eran estrictas. No hay mezcla, no hay conversación, no hay juegos. Fui probablemente el primer niño blanco que jugó con niños negros sin saber, ni yo ni los demás, que estábamos haciendo algo raro.
Aquel mismo año o tal vez el siguiente mataron a Martin Luther King en Memphis, relativamente cerca de allí. Mi tía recuerda perfectamente a sus 95 años ese acontecimiento, pero recuerda aún mejor el ambiente en el que se produjo: el hartazgo de la población negra, la segregación (y no era un estado del Sur) y, sobre todo, la esperanza de que algo podía cambiar con Martin Luther King. Una esperanza truncada. En Europa, un mes después se truncaría otra: era mayo del 68.
Hosea Williams, Jesse Jackson, Martin Luther King y Ralph Abernathy en la terraza del hotel Lorraine, en Memphis, el día 3 de abril de 1968. King fue asesinado en el mismo lugar al día siguiente.

A esa esperanza, me cuenta, se unía la suya. No sabía que se llamaba "el sueño americano" pero era indistinguible de él. La crisis del acero, sector donde trabajaba mi abuelo, les obligó a tomar el barco en Nueva York para volver acá. Fue el reconocimiento de una derrota de la que nunca se recuperaron del todo.
Mi lectura del triunfo de Barack Obama está más relacionada con esa sensación de esperanza renacida, algo que ya está presente, que con expectativas de futuro. No sé si Obama hará una décima parte de lo que se propone pero ya ha conseguido algo impensable en esta mierda de años que llevamos recorridos en el siglo XXI. La mejor explicación es la cara de Jesse Jackson en Chicago. Jackson estaba al lado de Martin Luther King cuando lo mataron hace cuarenta años. Yo no, claro, pero oyendo a Obama vuelvo a estar en aquella acera de Detroit hace tanto tiempo. Y me gusta la sensación.
 Jackson, cuarenta años después, en la victoria electoral.

Enroque
Un sábado por la tarde
Era la última partida del torneo y todos estaban a nuestro alrededor. Yo jugaba con negras y tenía una defensa sólida pero incómoda porque nunca me gustó esperar. Pero hoy tocaba eso, aguantar y esperar el momento. Y no entendía sus movimientos. Eso no era lo malo sino la sensación de que sólo había dos posibilidades: o era muy bueno y yo no llegaba ni a vislumbrar sus intenciones, o era incapaz de planear un ataque con sentido y yo estaba perdiendo el tiempo con mi precaución. Mi incomodidad se acentuaba con la gente de alrededor. Algunos, pocos, respetaban el silencio pero la mayoría murmuraba. Esta última variante de espectador me enerva. Son expertos de salón, siempre juzgando desde la barrera, sin bajar nunca a batirse al tablero. Aquí valoraban cada jugada al instante, independientemente de que a rival o a mí nos hubiera llevado un buen rato decidirla, independientemente de que fuera obvia o no. Hubo un momento en el que me cansé de su suficiencia, de sus gestos y de su indiscreción. Me levanté, dí la mano a mi rival y aquello se convirtió en mi última partida en competición.

Unos meses después
El bar era largo, con las paredes forradas de madera hasta media altura y muchos dibujos enmarcados. Al fondo había tres mesas en las que, a las siete de la tarde, L colocaba los tableros que había sacado de un aparador. Algo más tarde llegaba G que se entretenía unos minutos conversando en la barra mientras le servían el café. Luego se sentaba en el lado de las blancas. Éramos media docena de jugadores fieles y otros tantos que aparecían de vez en cuando. A veces venía una pareja con un estoico pastor alemán que soportaba las partidas tumbado debajo de la mesa y cazando moscas al vuelo, con un rápido movimiento acompañado de un chasquido de mandíbulas. Las partidas se sucedían y sólo terminaban bien entrada la noche, cuando L corría las cortinas sobre la puerta y apagaba la luz exterior. Nos íbamos a casa como quien sale poco a poco de un sueño.

Unos años después
El bar cambió de dueño y ya se parece a todos los demás. Yo, que me fui a vivir lejos, al Sur, conservo un tablero de artesanía, un regalo hecho de un par de cientos de teselas de madera cuidadosamente engarzadas. A veces pongo las piezas encima porque me gusta mirar esa posición de salida, preludio de las combinaciones imprevisibles de un juego único. Un juego que no se realizará porque intentaría revisitar, al menos en sus sensaciones, aquel bar y sé que lo más probable sería acabar en el otro lado, en mi última partida de torneo.



Suicidios
B comenzó a suicidarse dos años después de que termináramos la carrera. A casi ninguno nos vino bien ese final. Durante cinco años estuvimos juntos, rodeados de amigos y con una idea clara de nuestro lugar en el mundo y nuestro trabajo presente y futuro, aunque luego todo cambiara. Pero al terminar nos pasó como a Ulises, que descubrió que retornar a Ítaca había terminado con algo muy valioso: el viaje que llenaba su vida. En nuestro caso los años de universidad fueron sólo una etapa pero, en ese momento, su final fue duro.
Ese fue el primer factor que puede contribuir a explicar la historia de B. El segundo fue que el momento coincidió con el reconocimiento de que habíamos llegado tarde a mucho de lo que nos parecía valioso. Perdimos casi todos los trenes y cuando quisimos recorrer las rutas nos encontramos con que las estaciones eran ya ruinas. Penélope se había ido años atrás sin esperar más. Eso nos ocurrió con mayo del 68, con el movimiento hippy, con la psicodelia... Nuestros intentos de engancharnos a esos trenes tuvieron poco éxito y, a veces, consecuencias imprevistas. Unos flirteamos, creo que con sensatez, con productos físicamente inocuos pero que permitían una nítida y potente introspección. Otros prefirieron caminos aparentemente más placenteros y se equivocaron.
B fue de este segundo grupo y, además, tuvo mala suerte. No se la puede culpar demasiado porque la vida no fue amable con ella. La ví dos veces. En la primera pasó a nuestro lado cuando habíamos terminado de comer en un chigre de Oviedo. Me preguntó si podía sentarse con nosotros y comer lo que habíamos dejado. Aún conservaba un punto de ironía mezclada con la resignación de saber que vas cuesta abajo y que nadie te va a parar. No voy a contar los detalles de su historia, que creo deben olvidarse, pero el final de su periplo era un paisaje de maltrato, chulos y heroína.
Un buen amigo, cuando mira hacia atrás, comenta "cuando llegó el caballo se acabaron las sonrisas". B ya sabía eso pero era tarde. Una diferencia esencial entre el ácido y la heroína es que con el primero, si tienes un mal viaje, todo finaliza en unas pocas horas. Con el segundo, el mal viaje comienza al volver y encontrarte con tu vida real. Una y otra vez.
En la segunda ocasión, un par de años después, estaba recostada en un banco en la plaza de la Escandalera. Nos miramos pero no reaccionó, estaba en otro lugar, lejos. Me paré un poco más adelante pero no tuve el valor de volver y sentarme a su lado. B murió de SIDA hace pocos meses.


Ruleta rusa

1.
La primera vez que recuerdo fue de pequeño, en la aldea, con ocho o nueve años. Subía por una escalera de mano que entonces se me antojaba enorme. Quería llegar a la tenada, ese espacio encima de la cuadra (en Asturias se llamaba, no sé si con ironía, "la corte") lleno de hierba seca. El frío del invierno en aquella casa, sin calefacción, se olvidaba hundiéndote en el mar de hierba, con el murmullo de los animales debajo. El equilibrio me falló en el último travesaño y caí hacia atrás. En el último momento, sin siquiera haberlo visto, encontré agarre en un cabrio que sobresalía del tejado.
2.
Pasaron quince años. Subíamos a la Torre de Cerredo una mañana de febrero. La nieve estaba blanda y no usábamos crampones. Flanqueando una ladera resbalé y me fui por un inmenso tobogán hacia el abismo que se abría un centenar de metros más abajo. Durante los primeros momentos pensé ¡bueno, aquí se acabó todo! Unos segundos antes de llegar donde la ladera parecía terminar vi que al borde del cortado asomaba un gran pedrusco. Pensé que iba demasiado rápido, que pasaría a su lado o por encima y que luego sólo vería el suelo acercándose. Doblé las piernas como para aterrizar y un instante después me encontré tumbado en la nieve, inmóvil, con los pies apoyados en la roca y mirando ese cielo azul como si fuera la primera vez.
3.
Nos íbamos a casa por fin, llenos de barro. Habíamos visitado y levantado los mapas de una cueva a la que se accedía por media docena de pozos de entre veinte y sesenta metros. Me tocaba subir uno de ellos. A la mitad, colgado en la oscuridad, cuando mis amigos eran solo unos puntos de luz allá abajo, apoyé un pie en una minúscula terraza para descansarlo de la tensión. En ese momento exacto, el bloqueador que me sujetaba el arnés a la cuerda se salió. Era imposible pero se salió. Quedé apoyado en el pie y agarrado con una mano a la cuerda blanca. La pared no tenía agarres. Hice un movimiento desesperado hacia adelante y oí un clic. La cuerda había entrado justo por la ranura y el muelle del bloqueador había saltado aprisionándola de nuevo. Era imposible pero había sucedido.
4.
Trepábamos los primeros largos por el Oeste de la Torre de Santa María. Antes de empezar a poner seguros y desenrrollar cuerdas corté una de mis botas al encajarla en una grieta de la caliza. No era lógico seguir y dije a los demás que subieran, que yo bajaría destrepando. Fue un error. En una pared es más fácil subir que bajar porque ves los apoyos y la ruta a seguir. Yo también lo sabía, claro, pero infravaloré el camino recorrido. Al cabo de media hora estaba atrapado en una panza que se inclinaba cada vez más hasta hacerse vertical. Tenía una única salida a mi izquierda: atravesar un nevero helado haciendo huecos a patadas, confiando en que estos resistieran mi peso y que no me desequilibrara. Y es que aparentaba una verticalidad preocupante. Estuve en cuclillas un gran rato, como esperando que la realidad cambiara con el mero pasar del tiempo. Pasó caminando allá abajo, camino del Jou Santu, un grupito que, al verme, se paró y se quedó mirando. Eso me hizo moverme por fin. Me acerqué al nevero y a golpes con la puntera hice el primer hueco en la nieve helada. Tanteé cargando mi peso poco a poco en el escalón improvisado. Las manos solo se apoyaban en la superficie, demasiado dura como para enterrarlas y asegurar un apoyo. Los que han pasado por esto ya saben lo que hay: en una suerte de ballet, con infinito cuidado pero sin pararte demasiado, los pies van haciendo huecos, ni muy lejos ni muy cerca del anterior, y cuando cambias el peso de pierna sabes que estás en una blanca ruleta rusa. Al cabo de quince minutos toqué la roca del otro lado. Al sentarme y confirmar que el descenso era ya fácil las piernas comenzaron a temblarme. El grupo que esperaba el desenlace allá abajo continuó su camino.
Epílogo.
El inventario, desde la distancia, es aterrador. Por eso pienso que estar aquí escribiendo esto es, al final, un acontecimiento fortuito. Por eso lo disfruto tanto.

Noches
Subimos por una senda que se hizo, cuando desapareció el empedrado, empinada y resbalosa. El paisaje como siempre allá arriba, verde y húmedo, cuajado de helechos. En realidad no te enteras de mucho porque el peso obliga a mirar más al suelo que a tu alrededor. Eran los montes de Peñamellera Alta y era el 21 de septiembre, el equinoccio. Llegamos cuando cerraba la tarde, prematura a causa de la niebla. Dejamos las mochilas de bastidor a un lado y nos asomamos al pozo. Subía un hálito frío. Preparamos la noche a la entrada de la sima cuyo nombre ya he olvidado. Sí recuerdo que los datos que teníamos aseguraban una cueva vertical de algo más de doscientos metros de desnivel y una galería inferior que sifonaba perdiéndose en el agua. Era tarde para entrar y decidimos pasar la noche a pocos metros del agujero bajo el amparo más bien ficticio de un árbol escuálido. El ritual de siempre. Preparar la cena calentándola en un hornillo que había que proteger de la brisa con esterillas, asegurar la estanqueidad del carburo que nos iba a dar luz allá abajo al día siguiente, recoger la comida por si aparecía algún animalejo buscando una cena exótica... Luego la tertulia alrededor de un carburero, arrebujados en los sacos y en las fundas de vivac. Esas noches quedan ya asociadas para siempre al zumbido del gas y a su luz blanca.

Peñamellera Alta, un 21 de septiembre algo lejano.

Esas noches, en vez de ser tránsito, eran protagonistas. Echado en la esterilla y mecido por la niebla, el pensamiento divaga por caminos infrecuentes hasta fundirse con los sueños.


Noches
En el Norte no hay estrellas, decían. Con tanta nube qué va a haber. Descubrí que era falso cuando, con dieciseis años, comencé a pasar noches al relente allá arriba, en el mundo azulgris de los Picos de Europa. Las mejores eran las que empezaban con un Lago Enol desierto porque había una niebla de mil demonios. El camino era, al principio, llano. Al llegar al bosquete de acebos cruzabas el regato y subias el corto repecho hasta Vega la Piedra. Luego, poco a poco, sin ver más allá de cuatro o cinco metros, hasta Vegarredonda. La parada era obligada porque seguramente en el refugio se atechaba algún conocido a la espera de que mañana o pasado escampara. Conversábamos hasta el fin de la tarde y con el ocaso salíamos por el, ahora sí, empinado zigzag hacia la Torre de la Canal Parda. Por el camino oscurecía y se producía el cambio: en cierto momento, en sólo unos metros, el cielo aparecía espléndido. Abajo quedaba el mar de nubes y arriba aparecían los Picos, fantasmales a la luz nocturna: El Picu les Travieses, los Argaos, la Torre de Santa María...
Mi sitio preferido era un poco más arriba. Desaparecía la vegetación y ya sólo era la peña de caliza. Al borde del Jou Santu, el corazón del Macizo Occidental, había unos muretes de cantos apenas esbozados. Precarios, de un escaso medio metro de altura, te protegían de viento si la noche se endurecía, algo nada raro en ese lugar.
Las noches claras permitían mirar a lo lejos y ver la luz intermitente del faro del Cabo Peñas, el finisterre norteño. Otras, como ésta que relato, no. Obligaban a mirar hacia arriba. Arrebujado en el saco de dormir, si era otoño buscaba Rigel y Betelgeuse al Sur. O la tenue presencia de Andrómeda. Luego la temperatura obligaba a cerrar el saco sobre la cara y a dejar pasar las horas.

Como arena entre los dedos

Hace unos minutos o así he entrado en mi cumpleaños. Gracias, gracias. La verdad es que no soy propenso a celebrarlos. El año pasado, sin ir más lejos, se me olvidó.
Hablando hace unas semanas nos dimos cuenta que que hemos pasado de la convicción de tener vida eterna a la de estar en una cuenta atrás. Una inflexión en las neuronas, un cambio sólo personal porque el tiempo sigue ahí, a su aire. Y si es una ilusión lo disimula a la perfección, no hay forma de pedir un receso.
Menos mal que un entendido (en hombres, créanlo) me echó hace poco ocho años menos de los que tengo. No como a Joaquín Sabina, que nos cantaba que lo llevaba algo peor:
A mis cuarenta y diez
cuarenta y nueve dicen que aparento.
Afortunadamente, en la próxima reencarnación me toca galápago gigante, de esos que duran mucho y te miran con cara atónita, como si no pudieran creer que tú, con esa pinta, eres el afortunado extremo de una cadena evolutiva.


Memoria
La Universidad de Oviedo ha cumplido 401 años y ese aniversario es la disculpa para contarles una historia de otro, más modesto, pero que me pertenece y puedo compartir.
Entré en la carrera de Biología unos días antes de cumplir los 17 años. No es que fuera un genio, no, fueron cosas de los curas, que me habían adelantado dos cursos allá, en primaria. Muestra de ello fue mi primer examen universitario, de matemáticas, del que aún recuerdo la apasionante pregunta: cambio de sistema de coordenadas en espacios vectoriales. El tipo que nos impartía la asignatura era gris. Y quiero decir eso, gris: cara gris, traje gris, habla gris. Dictaba las calificaciones con parsimonia, por orden alfabético de apellidos. Llegó la mía. Yo esperaba un... bueno, da igual, se hizo evidente que me dominaba el optimismo:
— Fulano de Tal...: un uno y medio bajo.
Sustituyan los puntos suspensivos por una pausa dramática. Creo que fue ese bajo, ese matiz recreativo añadido al suspenso sin paliativos, el que me hizo recapacitar sobre mi estrategia de vida universitaria, a todas luces penosa.
No les quiero aburrir y les diré sólo que los siguientes cinco años fueron magníficos. Años de madrugones para ir, de trenes nocturnos para volver a casa, de asambleas en el postfranquismo, de agotamiento sobre los libros, de compartir bocadillos para ir al cine de arte y ensayo (relean esto, que creo que me salió bien), de preparar los exámenes en grupo, de CNT, de continua compañía, de vivir dentro de los departamentos, de querer ser biólogo.
En aquel momento no se nos ocurrió que estábamos viviendo una etapa única. Yo lo ví después, cuando acabé la carrera y con la diáspora vino un tremendo vacío que me costó mucho llenar. Desde aquello tengo miedo a la soledad. Más tarde volví a la universidad porque era mi sitio. La tesis de licenciatura, becario, contratado a temporadas... casi dos décadas para acabar yéndome a otro lugar y escribir este post pero esa es otra historia.
Hoy, claro, también veo esos cinco años con la nostalgia de lo que no llegó a pasar. Creo que debe ser así cuando el tiempo marca distancias haciendo que los recuerdos mejoren, incluso, la realidad que realmente fue.
Tengo mala memoria para la gente y se me borran las facciones poco a poco. Un acontecimiento me las recuperó ya que hace un par de años recibí un correo con la propuesta de una reunión. Creo que todos acudimos algo nerviosos, algunos desde lejos.
Y fue la hora de las historias. Unos pocos habían desaparecido en su maelstrom particular pero la mayoría estabamos allí, milagrosamente intactos.
Hubo un momento durante el encuentro en el que me aparté a una esquina para observar, recuperando rostros, ajustando trabajosamente recuerdos y presente. Acabé viendo resurgir poco a poco a aquellos jóvenes que hace veinticinco años querían ser biólogos.


Metas cumplidas
Comentaba algo más abajo que la realidad nunca está a la altura de los recuerdos por lo que no era recomendable intentar revivir momentos felices pero pasados.
Mirando al futuro se produce algo semejante: después de desear una meta intensamente, durante un tiempo, llegas a ella. Y cuando llegas te das cuenta de que esperabas demasiado, de que el éxito es amargo porque, apurado el camino, las expectativas que te habías creado con el tiempo no se cumplen.
¿Qué ha pasado? De nuevo, nuestra capacidad de imaginar nos ha jugado una mala pasada. Ni la chica era tan perfecta —en realidad, tan hecha para tí, que era lo que querías—, ni en aquel remoto paisaje cantaban tantos pajaritos, ni ese libro, por fin publicado, llenó tus vacíos.
Cuando creas una meta el tiempo te la juega haciéndola cada vez más irreal, más separada de lo que fue originalmente, más inexistente. Es la deriva inadvertida de una meta real hacia el terreno de lo imaginario sublimándola hasta hacerla imposible.
Pero tampoco vivimos sin metas, de aquí la paradoja que se establece entre los deseos simultáneos de cumplir tus ilusiones y el de no verlas cumplidas para no quedarte en el vacío.
Muchos lo han dicho antes, claro: la satisfacción es el camino, no la meta. Y que el camino sea largo.


Marruecos
Según te internas en las profundidades del país, el paisaje se vuelve inhóspito y la gente acogedora. Viajábamos por el Atlas Medio, camino de Azrou. Ese día habíamos decidido olvidar los hoteles y la Nissan nos sacó del reg y nos acercó a las montañas. La carretera subía primero a través de un llanura yerma, luego se internó por un valle con cedros y más arriba salimos al paisaje más abierto de una meseta salpicada de matas. Nos separamos de la carretera buscando una zona más aislada y nos detuvimos cuando faltaban un par de horas para la puesta del Sol. Había manchas dispersas de verde y amarillo allí donde quedaban vestigios de la humedad del invierno. Era febrero y la temperatura, con el cielo completamente despejado, prometía bajar.


Apenas puestas las tiendas aparecieron, como siempre pasa en Marruecos, los visitantes. Aquí no hay lugar solitario y no importa que estés en medio de la nada que si te detienes tendrás visita en minutos. Eran dos niños que se mantuvieron a distancia y sólo se acercaron cuando les preguntamos si querían tomar té.
El nombre del mayor sonaba Amed, tenía quince años y hablaba en francés con nosotros y bereber con su hermano, cuatro años más pequeño. Nos contó pocas cosas porque era tarde y tenían que volver a casa. Con la taza caliente en las manos y según apretaba el frío el mayor encendía de vez en cuando una mata con un mechero. Las llamas duraban unos minutos y nos poníamos alrededor para aprovechar el calor. Le comenté:
—Hemos visto a mucha gente rezando a esta hora...
—Sí, mucha gente lo hace.
Se fueron tiritando ya entrada la noche.
El termómetro de mínima llegó esa noche a los -12 ºC. Al salir de las tiendas nos encontramos con que Amed estaba esperando pacientemente para invitarnos a visitar su casa. No ocultó su satisfacción cuando le dijimos que se sentara al lado del conductor para señalar el camino.
El pueblo, dos docenas de casas de adobe, estaba a unos cinco o seis kilómetros, una hora de camino andando. La casa tenía un corral trasero y tres habitaciones con pequeñas ventanas. La más grande estaba ocupada por un becerro de un par de meses, probablemente para protegerlo del frío de la noche. Entramos en una salita en la que se levantaron en ese momento dos niños de dos camastros adosados a las paredes. Al primero ya lo conocíamos y la otra era la hermana pequeña, una niña de unos ocho años.
En el centro, entre las camas que usamos de asiento, había un brasero que calentaba algo la habitación. Las paredes estaban decoradas con una docena de fotografías recortadas de revistas españolas y francesas. Destacaban un par de portadas del semanario Hola.
La madre de los niños, una mujer joven, entró con una tetera que puso sobre el brasero y se sentó al lado de M, una de las geólogas. Desayunamos pan con aceite y té con miel.
A lo largo de un par de horas hablamos con Amed que nos contó que su padre había muerto el año anterior y que él había tenido que dejar la escuela para volver a casa y hacerse cargo de la familia. Tenían una huerta y algunas gallinas que cuidaba la madre, también media docena de cabras que pastoreaba el hermano menor. La hermana, Kaima (o algo que sonaba así), limpiaba la casa y subía a buscar leña monte arriba, a media hora de camino, dos o tres veces diarias. Tenía la misma edad que mi hija Ruth ahora.
Mientras Amed servía la miel en las tazas de té, una por una, con paciencia y tranquilidad absolutas, nos contaba que no quería vivir allí toda su vida como su padre sino mejorar, poder enviar dinero a casa y que sus hermanos pequeños fueran a la escuela, cosa que ahora no hacían. Él les enseñaba algo con sus libretas de otros años, ya un poco destartaladas.
Al irnos les dejamos media docena de bolígrafos y un par de libretas. Amed nos preguntó si teníamos algún libro, aunque fuera en español. R había llevado uno, Viaje a Ixtlán, tal vez apropiado para la circunstancia.
De esa familia me llamaron la atención varias cosas. La primera fue la responsabilidad de Amed, especialmente el empeño en dar una educación básica a sus dos hermanos. La segunda fue que las mujeres no se mantenían al margen. Tanto la madre como la niña, aunque no hablaban francés, estaban allí con la cabeza descubierta y sin aparentes problemas, más propios, supongo, del mundo árabe, y Amed intercambiaba frases con su madre con frecuencia.
Esto pasó hace diecisiete años. Kaina tendrá ahora veinticinco. La veo de niña en Ruth, tan iguales y tan distintas. Tal vez Amed o su hermano hayan pasado a España en alguna patera, jugándose la vida. En cualquier caso espero que les haya ido bien. Insha'allah.


Maelstrom
Es el remolino gigante y mortal de la mitología nórdica, donde los demonios o sus equivalentes, no podía ser de otra manera, esperaban en las aguas del gran mar gris.
Los maelstrom personales pueden ser también mortales y hemos visto a más de uno desaparecer en ellos. A veces, como en el mar real, se nos devolvían sus restos. Pero si tenías suerte, la salida a la superficie tras casi perderte te devolvía el aire vital como algo distinto, aunque debiera ser el mismo que antes del vértigo, y no volvías a ver las cosas de la misma forma.
Comentaba hace poco con E. que los maelstrom ya no se presentan a los que quedamos, aunque a veces parece oírse un ruido lejano que los recuerda. Tal vez eran propios de ciertas etapas vitales o tal vez hoy ya no hay tiempo para la introspección. Me gustaría que la segunda opción no fuera cierta.


Ritmos
Nació sin saber que, en ese momento, Alejandro vencía en la batalla de Issos. Creció sin ser más consciente que del ciclo eterno de las estaciones y de la dureza del viento. A su alrededor otros muchos nacían y morían pero él permaneció aparentemente inmune a las inclemencias y hasta al propio paso del tiempo. Pasaron años, décadas. Una vez un hombre que venía del Norte se acurrucó junto a él para morir azotado por la nieve. Pasaron siglos. En otro momento una luz tan cegadora que le estremeció rompió el aire con un sonido bronco al que sus sentidos no podían llegar.
Hombres y mujeres vestidos con pieles acudían cuando la hierba brotaba pero nunca se quedaron. Sin saberlo, la historia de América transcurrió siglo a siglo. Un día un hierro le perforó.
Apenas se dio cuenta. El tiempo había hecho que su existencia se pareciera cada vez más a una prolongada ausencia. Sólo percibía sensaciones provinientes del agua y del sol, efímeras y cada vez más lejanas.
Algo ocurría a su lado. Débiles y difusos hilos le unían a otros como él y uno se desvanecía en esa niebla que tanto se parece al olvido. No tenía recuerdos del pasado ni se imaginaba que había un futuro. Cuando el otro se apagó simplemente hubo un poco más de oscuridad en su mundo interno. La oscuridad que crecía y lo invadía todo poco a poco.




Azar
En 1485, una refriega entre soldados de Al-Ándalus y otros cristianos al mando de un tal Rodrigo Ponce se resolvió con dos docenas de muertos por bando. Tras el combate un soldado sarraceno revisaba los cadáveres del enemigo. Uno aún no era tal y con ojos nublados llegó a ver como el otro desenfundaba una hoja de metal. Sus miradas se cruzaron y tal vez el musulmán decidió que ya tenía suficiente o tal vez no era de los entusiastas de la muerte rápida. El caso es que volvió a guardar el terciado y abandonó al herido a su suerte. Una suerte que le permitió recuperarse y, tras la conquista de Granada, tener seis hijos de los que dos sobrevivieron a la infancia.
En el siglo anterior, en 1350, un bisabuelo del soldado vivía en un pueblo de la Alta Normandía. La peste negra asolaba Europa y les rondaba desde hacía tres años. Abélard huyó con su familia atravesando Francia y los Pirineos buscando las tierras más cálidas y acogedoras del Sur. Los bandoleros y el hambre se encargaron de que sólo llegaran él, su esposa y una hija llamada Adrienne. Por el camino se quedó el resto, hasta contar once parientes. Cambió su nombre francés al llegar a Toledo y allí fue cantero, el oficio con el que se había ganado la vida en las interminables construcciones de las catedrales de Rouen y de Metz. Murió en un accidente en la construcción del claustro de la catedral de Santa María pero su hija sobrevivió hasta la nada despreciable edad de 47 años dejando vivos dos varones y una mujer, Juliana, la abuela del soldado castellano.
Un tataranieto de este participó en la campaña que sofocó a sangre y fuego la rebelión de Bohemia contra Fernando II. Allí se cruzó, aunque él nunca lo supo, con un tal René Descartes que también formaba parte del ejército de la Liga Católica. De su compañía apenas llegaron una docena a España, diezmados más por la enfermedad que por la guerra. Harto de penar en el nombre de nobles y reyes que nunca vió, se estableció en un pueblo en las faldas de la sierra de Francia donde le sobrevivieron tres hijas.
Dos milenios antes la cadena era aún más frágil pero ya estaba muy lejos de su principio, allá en los albores, tan lejanos que los antepasados ni siquiera tenían forma humana.
Y hoy, el descendiente de Adrienne y de Juliana, que desconoce su pasado, mira la vida como si no fuera un regalo, sin darse cuenta de que su presencia, y la tuya, que lees estas líneas, y la mía, es un acontecimiento de una absoluta improbabilidad.



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