Discutía estos días en un blog aparentemente filosófico sobre la libertad de actuar. Su autor, llamémoslo J, defendía que el suicidio implicaba la creencia en otra vida posterior a la muerte, que los materialistas no se suicidaban y que la decisión de suicidarse nunca se tomaba con completa libertad. Las dos primeras afirmaciones son, para mí, absurdas, pero la tercera es más interesante y me recordó algunas nociones sobre decisión que doy en una asignatura.
Cuando tomamos un decisión estamos eligiendo entre al menos dos alternativas. En el caso del suicidio son justo eso, dos: suicidarse o no suicidarse. Lo que mi contertulio decía es que el suicida (hablamos de suicidio en el contexto de la muerte digna, ver el post Mortalidad y suicidio) no actúa con libertad ya que está condicionado por el dolor o por la depresión.
En ese contexto, nunca actuaríamos con libertad ya que será raro que una decisión de cierta transcendencia no esté afectada por factores del entorno. El problema, además, es que J usaba este argumento para intentar deslegitimar la decisión del suicidio en caso de enfermedad irreversible. En su visión, el suicidio asistido y la eutanasia estarían completamente prohibidos ya que el sujeto, aunque aparentemente estuviera de acuerdo y pidiera reiteradamente su propia muerte, no era realmente libre para hacerlo.
En mi opinión, J confundía la libertad de tomar una decisión con la ausencia de influencias. En el caso que comentaba de la asignatura que imparto, les digo a mis alumnos que en el proceso de decisión hay dos tipos de factores: influyentes y limitantes. Los primeros añaden peso o valor a unas alternativas y se lo quitan a otras. Los segundos se interpretan como barreras y pueden hacer que una alternativa sea descartable si no se cumple una condición determinada. En el típico ejemplo de ubicación de un vertedero, es un factor influyente la capacidad del mismo (cuanto mayor, mejor) mientras que el sustrato geológico es un factor limitante ya que si no es impermeable, la ubicación se descarta con independencia del resto de criterios. En las decisiones técnicas existen algoritmos que combinan los valores de los criterios para elegir la mejor alternativa, que no tiene que ser necesariamente óptima.
En las decisiones cotidianas la cuestión no se resuelve mediante un algoritmo pero el esquema es el mismo: hoy es sábado y debo decidir si salgo de compra para mañana o no. La lluvia es un factor influyente y el hecho de que casi no me queda pan también lo es. La lluvia me incita a quedarme en casa pero lo del pan me empuja a salir porque me gusta desayunar tostadas. ¿Por qué no lo hice ayer, que no llovía? Porque había un factor limitante: el comercio estaba cerrado, con lo que cualquier otro criterio deja de ser tenido en cuenta.
Mi hipótesis es que, no solo es posible tener libertad de elección en un escenario lleno de factores influyentes, sino que en nuestra vida sólo tomamos decisiones en ese tipo de escenarios.
Lo que defendía J es que, ante un dolor intenso en una enfermedad terminal, la decisión del suicidio no era libre. Mi visión es que el dolor no es más que un factor influyente y que la decisión, simplemente, lo tiene en cuenta: seguimos pudiendo elegir entre el suicidio o seguir viviendo. Si no hubiera enfermedad, la decisión sería vivir pero la libertad a la hora de decidir es la misma, sólo que una alternativa se hace más deseable en un caso y la otra puede que en el otro.
J planteaba que la decisión "correcta" es siempre no suicidarse: cuando no hay enfermedad terminal porque es lo razonable y cuando la hay porque esa circunstancia quita la libertad. Es un planteamiento que parece claramente mediatizado por la ideología (otro factor influyente). El error, en mi opinión, es obviar que la enfermedad terminal cambia por completo el escenario y que la decisión del suicidio, antes sin sentido, puede ser la adecuada (o no) en este momento.
En el tema que comentamos, el suicidio, no hay decisión sin factores influyentes pero eso no quita que yo pueda decidir. Como comentaba en post mencionado, en mi caso ya lo he hecho y ha sido en un escenario muy poco mediatizado ya que no padezco enfermedad alguna no dolor crónico. Cuando le dije eso a J no le gustó nada porque derrumbaba su hipótesis y no podía aceptar que alguien tomara es decisión fuera de un escenario de presión insoportable. Ahí terminamos nuestra discusión.
¿Es todo tan simple como lo he descrito? Sin duda no, hay factores influyentes que limitan nuestra libertad. Eso ocurre cuando las consecuencias de nuestra decisión generan reacciones más allá del ámbito estrictamente personal. Les pondré un ejemplo y les propondré una receta. Pongamos el caso del chador en países como Afganistán. Hay quien defiende que esa mujer que va completamente cubierta lo hace en ejercicio de su libertad, porque decide usar esa prenda en respeto a una tradición y guiada por sus propias convicciones. Puede ser así pero en este tipo de dilemas hay una forma de evaluar la potencial libertad de elección: preguntarse qué pasaría si esa mujer saliera vestida de otra forma, con pantalones, blusa y sin pañuelo en la cabeza. Si se imaginan ustedes lo mismo que yo, convendremos en que la libertad de elección es ese escenario es inexistente ya que la mujer acabaría detenida en el mejor de los casos.
¿Es posible que una mujer lleve chador voluntaria y libremente? La respuesta es que sí, que es posible, pero no en un escenario donde los condicionantes son de tal trascendencia que puede peligrar tu vida si optas por otra alternativa.
El caso del suicidio es similar en muchos países ya que la asistencia al mismo está penalizada. Mi decisión, de ser tomada, tendrá consecuencias en otras personas por lo que solo tengo libertad para decidir si no necesito ayuda de otras personas. Por eso es importante que las leyes despenalicen la asistencia al suicidio y exista una ley de eutanasia bien diseñada que evite los abusos pero que garantice la libertad de elección ante, sin duda, una decisión importante que debe ser tomada con el mínimo de injerencias externas.
30 marzo 2013
¿Elegir con libertad?
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ética,
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16 marzo 2013
La universidad analfabeta
El blog La lista de la vergüenza ha ido reuniendo cursos, conferencias y eventos en universidades españolas. El nexo entre ellos es la vergüenza, el bochorno de que estas supuestas estructuras del saber sean capaces de admitir que se defienda en sus aulas cualquier chifladura fruto de la fértil imaginación humana. Todo vale, nada pasa aparentemente por ningún filtro salvo, en ocasiones el económico. ¿Por qué está pasando esto? ¿No son las universidades el último reducto donde la razón y el conocimiento está a salvo e impera sobre la pseudociencia, el mito y la superstición?
En un brevísimo intercambio de tuits con @eparquiodelgado hace unos días, él planteaba como explicación la ignorancia y yo, sin quitarle razón, propongo algo bastante peor que intentaré explicar brevemente.
Cuando se defendían los doctorados en la Universidad de Alcalá de Henares hace tres o cuatro siglos había que ser casi omnisciente ya que un tribunal te interrogaba en varias lenguas, durante varios días, sobre todo lo divino y lo humano. No es prudente, creo, añorar esa situación pero sí reparar en que entonces no existía una diferencia entre ciencias y letras, entre filosofía y matemática. Dentro de las limitaciones de la época, el doctor, y por extensión el profesorado, tenía una formación integral que cubría, perdonen la redundancia, todas las áreas del saber.
El primer problema surgió cuando las áreas de conocimiento se separaron debido a que el desarrollo de la ciencia y de las humanidades (incluyo aquí disciplinas no pertenecientes a las "ciencias duras") hizo que una persona normal no fuera capaz de abarcar el conjunto. Surgieron las dos culturas, las dos formas de ver y abordar el mundo.
El tema de las dos culturas ("ciencias" y "letras") ha sido objeto de numerosos debates aunque sigue sin solucionarse. Yo he hablado de él en algunos posts como por ejemplo El debate de las dos culturas. La polarización del saber tuvo consecuencias conocidas: cada bando desprecia al otro por, es para asombrarse, parcial y deficiente; cada profesor, esto es aún peor, no solo es absolutamente ignorante de las disciplinas "opuestas" sino que considera que estas son irrelevantes para su propio desarrollo personal.
En mi opinión, esa separación evolucionó a peor y comento en el post citado que hoy podríamos hablar de cuatro grandes áreas incomunicadas dentro de las universidades: tecnológica, científica, clásica (las "letras") y artística.
Un paso más en el desastre ha sido la especialización miope y creación de miniespacios compartimentados dentro de los cuales se realizan actividades que ignoran escandalosamente cualquiera otra que se produzca en el laboratorio del vecino. La especialización ha sido obligada ya que nadie es capaz de dominar un área completa ni estar al día de los avances de cualquier disciplina.
El detalle esencial de todo esto los problemas no vienen de la especialización por si misma sino de como se ha hecho, perdiendo la perspectiva general. Lamentablemente, entre mis experiencias académicas más traumáticas está el reparar en que el ingeniero de al lado no sabe qué es el número de Avogadro, que el físico al que llamo acepta sin despeinarse que los seres vivos tenemos una "energía vital" y que el biólogo amigo no es capaz de imaginarse como el Curiosity puede enviar a la Tierra las fotos que toma en Marte.
¿Cómo es posible esto? Les explico mi hipótesis. Soy responsable de una asignatura sobre metodología científica desde hace unos años pero, en vez de darla en primero o segundo de carrera, la imparto en un máster de investigación. En estos cursos me ha dado cuenta de que los alumnos, todos ellos licenciados o ingenieros, desconocen todo sobre lo que caracteriza a la ciencia y no han sido advertidos de que el espíritu crítico y la razón están en la base de toda actividad universitaria.
Actualmente las carreras no forman científicamente, sólo enseñan parcelitas de conocimiento consolidado y algunas habilidades. Ya se que generalizo y que existen, sin duda, excepciones por todos lados, pero me permito ser injusto con ellas para dar mi visión global y no alargarme.
La ausencia de formación de base sobre metodología científica, la inexistencia de formación sobre áreas ajenas, la nula valoración de la cultura científica general en el curriculum académico... todo ello ha llevado, en mi opinión, a un desenlace: en las universidades hay una incultura científica escalofriante.
No pensemos, por tanto, que las universidades son estructuras sólidas y resistentes ante la tontería, un baluarte de la razón y del librepensamiento. Salvo excepciones no lo son, son débiles, expertas en microcampos de conocimiento y analfabetas en todo lo que se sale de ellos, que es el 99.999% de conocimiento científico. Un mosaico desarmado formado por piececitas de conocimiento desconectadas del mundo del saber.
Así, aunque la homeopatía, el reiki, el feng-shui, la aromaterapia, las flores de Bach... están tan desacreditadas por la ciencia como que los niños vienen de París [1], las universidades las aceptan como una visión más, un tanto exótica tal vez, pero sin que salte ninguna alarma en profesores, decanos y vicerrectores, todos ellos prisioneros en su minúscula burbuja.
¿Qué soluciones tiene este problema? Si les soy sincero, no las veo. Haría falta una reflexión revolucionaria sobre qué somos y qué servicios debe prestar la universidad y actualmente no somos capaces de hacerla. Haría falta un cambio radical en los planes de estudios, cada vez más centrados en el mercado laboral y menos en el saber integral y actualmente no existe la más mínima posibilidad de que esto ocurra. Tal vez la universidad española ha sobrepasado el punto de no retorno. Harían falta tantos cambios que mientras esperamos que lleguen, si es que llegan, no podemos seguir parados. A los profesores sensibles a este problema no nos queda otra que trabajar en nuestro ámbito de influencia, las aulas, intentando despertar en los actuales alumnos la duda sistemática, el pensamiento creativo, la reflexión y el sentido común. No cambiaremos todo, por supuesto, pero al menos haremos mejor nuestro trabajo y tal vez la semilla del pensamiento crítico (la base de toda cultura que merezca ese nombre) crezca en media docena de personas cada año. Quién sabe.
[1] No voy a extenderme con esto porque ya lo hice hace un tiempo en la serie de posts "Ciencia y no-ciencia" que pueden leer aquí: 1, 2 y 3.
En un brevísimo intercambio de tuits con @eparquiodelgado hace unos días, él planteaba como explicación la ignorancia y yo, sin quitarle razón, propongo algo bastante peor que intentaré explicar brevemente.
Cuando se defendían los doctorados en la Universidad de Alcalá de Henares hace tres o cuatro siglos había que ser casi omnisciente ya que un tribunal te interrogaba en varias lenguas, durante varios días, sobre todo lo divino y lo humano. No es prudente, creo, añorar esa situación pero sí reparar en que entonces no existía una diferencia entre ciencias y letras, entre filosofía y matemática. Dentro de las limitaciones de la época, el doctor, y por extensión el profesorado, tenía una formación integral que cubría, perdonen la redundancia, todas las áreas del saber.
Clases de ecología en el campo (Asturias, 1985) |
El tema de las dos culturas ("ciencias" y "letras") ha sido objeto de numerosos debates aunque sigue sin solucionarse. Yo he hablado de él en algunos posts como por ejemplo El debate de las dos culturas. La polarización del saber tuvo consecuencias conocidas: cada bando desprecia al otro por, es para asombrarse, parcial y deficiente; cada profesor, esto es aún peor, no solo es absolutamente ignorante de las disciplinas "opuestas" sino que considera que estas son irrelevantes para su propio desarrollo personal.
En mi opinión, esa separación evolucionó a peor y comento en el post citado que hoy podríamos hablar de cuatro grandes áreas incomunicadas dentro de las universidades: tecnológica, científica, clásica (las "letras") y artística.
Un paso más en el desastre ha sido la especialización miope y creación de miniespacios compartimentados dentro de los cuales se realizan actividades que ignoran escandalosamente cualquiera otra que se produzca en el laboratorio del vecino. La especialización ha sido obligada ya que nadie es capaz de dominar un área completa ni estar al día de los avances de cualquier disciplina.
El detalle esencial de todo esto los problemas no vienen de la especialización por si misma sino de como se ha hecho, perdiendo la perspectiva general. Lamentablemente, entre mis experiencias académicas más traumáticas está el reparar en que el ingeniero de al lado no sabe qué es el número de Avogadro, que el físico al que llamo acepta sin despeinarse que los seres vivos tenemos una "energía vital" y que el biólogo amigo no es capaz de imaginarse como el Curiosity puede enviar a la Tierra las fotos que toma en Marte.
¿Cómo es posible esto? Les explico mi hipótesis. Soy responsable de una asignatura sobre metodología científica desde hace unos años pero, en vez de darla en primero o segundo de carrera, la imparto en un máster de investigación. En estos cursos me ha dado cuenta de que los alumnos, todos ellos licenciados o ingenieros, desconocen todo sobre lo que caracteriza a la ciencia y no han sido advertidos de que el espíritu crítico y la razón están en la base de toda actividad universitaria.
Actualmente las carreras no forman científicamente, sólo enseñan parcelitas de conocimiento consolidado y algunas habilidades. Ya se que generalizo y que existen, sin duda, excepciones por todos lados, pero me permito ser injusto con ellas para dar mi visión global y no alargarme.
La ausencia de formación de base sobre metodología científica, la inexistencia de formación sobre áreas ajenas, la nula valoración de la cultura científica general en el curriculum académico... todo ello ha llevado, en mi opinión, a un desenlace: en las universidades hay una incultura científica escalofriante.
Posado para la cátedra de homeopatía en la Universidad de Murcia financiada por Laboratorios Heel |
Así, aunque la homeopatía, el reiki, el feng-shui, la aromaterapia, las flores de Bach... están tan desacreditadas por la ciencia como que los niños vienen de París [1], las universidades las aceptan como una visión más, un tanto exótica tal vez, pero sin que salte ninguna alarma en profesores, decanos y vicerrectores, todos ellos prisioneros en su minúscula burbuja.
¿Qué soluciones tiene este problema? Si les soy sincero, no las veo. Haría falta una reflexión revolucionaria sobre qué somos y qué servicios debe prestar la universidad y actualmente no somos capaces de hacerla. Haría falta un cambio radical en los planes de estudios, cada vez más centrados en el mercado laboral y menos en el saber integral y actualmente no existe la más mínima posibilidad de que esto ocurra. Tal vez la universidad española ha sobrepasado el punto de no retorno. Harían falta tantos cambios que mientras esperamos que lleguen, si es que llegan, no podemos seguir parados. A los profesores sensibles a este problema no nos queda otra que trabajar en nuestro ámbito de influencia, las aulas, intentando despertar en los actuales alumnos la duda sistemática, el pensamiento creativo, la reflexión y el sentido común. No cambiaremos todo, por supuesto, pero al menos haremos mejor nuestro trabajo y tal vez la semilla del pensamiento crítico (la base de toda cultura que merezca ese nombre) crezca en media docena de personas cada año. Quién sabe.
[1] No voy a extenderme con esto porque ya lo hice hace un tiempo en la serie de posts "Ciencia y no-ciencia" que pueden leer aquí: 1, 2 y 3.
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05 marzo 2013
Toni Cantó, los derechos de los animales y la empatía
Dicen que Toni Cantó dijo algo en el Congreso sobre que los animales no tienen derecho a la vida. Realmente no se qué dijo exactamente ni tengo mucho interés en buscarlo pero el asunto está bien traído y sí que me importa un poco, como habrán visto en el post en el que justifico mi oposición a la tauromaquia. Hay un par de artículos al respecto que les recomiendo. El primero me parece muy flojo pero está escrito por el filósofo de cabecera del señor Cantó, don Fernando Savater, y culmina con la famosa: no hay derechos animales. El segundo está firmado por otra filósofa, doña Adela Cortina, y me parece mucho más sólido y razonado pero plantea que los derechos animales "se conceden [por los humanos] para protegerles del maltrato" mientras que "los derechos humanos son anteriores a las voluntades de los legisladores".
Sin ser filósofo ni por lo más remoto, creo que en esta espinosa cuestión tiene más razón Savater que Cortina, aunque verán que opino que don Fernando se queda muy corto.
Por un lado, admitir que el ser humano tiene derechos por el hecho de ser humano nos lleva a unos terrenos muy trillados pero no por eso menos pantanosos. El argumento a favor de la existencia de esos derechos suele basarse, como dice Cortina, en que "los seres humanos tienen la capacidad para reconocer qué es un derecho y para apreciar que forma parte de una vida digna". Que esa capacidad existe es innegable pero que esa capacidad tenga como consecuencia que los derechos pasen a ser algo absoluto y preexistente a la legislación me parece una consecuencia nada obvia. Es conocido el contraargumento básico ante esa razón: si es necesario poder reconocer qué es un derecho y apreciarlo para ser merecedor de él, hay seres humanos que no los tendrían, por ejemplo, personas en coma irreversible (por no meterme en otros fangales en los que chapotea, por ejemplo, Peter Singer).
Sin más rollos, les cuento mi punto de vista: nadie, ni los seres humanos ni el resto de animales, tenemos derechos "preexistentes". Nadie es merecedor "por que así está escrito" de nada. Los derechos no son algo absoluto y aislado sino que surgen y se desarrollan dentro un convenio social. La esclavitud era considerada razonable hace bien poco debido a que una parte de la humanidad no consideraba adecuado otorgar derechos en términos de igualdad a otra parte. Ahora consideramos que todos los seres humanos deben tener los mismos derechos pero eso no viene de una "verdad cósmica revelada" sino que es una consecuencia de nuestra evolución social, en la que hemos ampliado el círculo de la empatía (ver ¿Ética sin dioses?) más allá de nuestra genealogía, de nuestra vecindad más inmediata, de nuestra religión (o ausencia de ella) o del color de nuestra piel.
Los derechos humanos solo existen porque hemos acordado que lo hagan. Este acuerdo se ha realizado porque tenemos la percepción de que su existencia supone una mejora objetiva de las condiciones de bienestar, tanto particulares como generales.
Es interesante, para aportar una pista a una explicación de este fenómeno social, reparar en que hay movimientos cada vez más insistentes que buscan otorgar derechos "humanos" a los grandes primates. No los hay, sin embargo, para asignar esos derechos a las langostas o a los nemátodos. Nuestro círculo de empatía se extiende sobre el árbol taxonómico pero solo hasta ciertos límites de distancia, aunque estos sean crecientes. De hecho, aún hay muchos humanos que no lo extienden a la totalidad de la humanidad, y la esclavitud y la explotación son ejercidas sin compasión (ese sentimiento de identificación con el dolor ajeno) en todo el mundo con más o menos sofisticación.
Sería bueno, creo, que nos metiéramos en nuestra cabeza que los derechos de todos, humanos y no humanos, míos y tuyos, dependen exclusiva y totalmente de nosotros mismos. Dicho de otra forma: somos responsables y somos libres. Somos responsables si mejoramos el mundo y lo somos también si lo hacemos peor. Somos libres de elegir una de las dos actitudes pero sería bueno considerar que esa elección puede ser muy relevante para los que queremos dar un poco de sentido a nuestras vidas (que, de por sí, carecen de él). También somos responsables a la hora de educar en la lucha contra el retraso moral o de ser aquiescentes con hechos que la evolución ética de nuestra sociedad ya no considera admisibles. Y somos libres de abstenernos, de tolerar la injusticia, el abuso y la violencia contra el débil, por supuesto, pero sobre eso no puedo decir más que allá cada cual con sus miserias y sus luces.
Sin ser filósofo ni por lo más remoto, creo que en esta espinosa cuestión tiene más razón Savater que Cortina, aunque verán que opino que don Fernando se queda muy corto.
Por un lado, admitir que el ser humano tiene derechos por el hecho de ser humano nos lleva a unos terrenos muy trillados pero no por eso menos pantanosos. El argumento a favor de la existencia de esos derechos suele basarse, como dice Cortina, en que "los seres humanos tienen la capacidad para reconocer qué es un derecho y para apreciar que forma parte de una vida digna". Que esa capacidad existe es innegable pero que esa capacidad tenga como consecuencia que los derechos pasen a ser algo absoluto y preexistente a la legislación me parece una consecuencia nada obvia. Es conocido el contraargumento básico ante esa razón: si es necesario poder reconocer qué es un derecho y apreciarlo para ser merecedor de él, hay seres humanos que no los tendrían, por ejemplo, personas en coma irreversible (por no meterme en otros fangales en los que chapotea, por ejemplo, Peter Singer).
Sin más rollos, les cuento mi punto de vista: nadie, ni los seres humanos ni el resto de animales, tenemos derechos "preexistentes". Nadie es merecedor "por que así está escrito" de nada. Los derechos no son algo absoluto y aislado sino que surgen y se desarrollan dentro un convenio social. La esclavitud era considerada razonable hace bien poco debido a que una parte de la humanidad no consideraba adecuado otorgar derechos en términos de igualdad a otra parte. Ahora consideramos que todos los seres humanos deben tener los mismos derechos pero eso no viene de una "verdad cósmica revelada" sino que es una consecuencia de nuestra evolución social, en la que hemos ampliado el círculo de la empatía (ver ¿Ética sin dioses?) más allá de nuestra genealogía, de nuestra vecindad más inmediata, de nuestra religión (o ausencia de ella) o del color de nuestra piel.
Jane Goodall (del post Mujeres y primates) |
Es interesante, para aportar una pista a una explicación de este fenómeno social, reparar en que hay movimientos cada vez más insistentes que buscan otorgar derechos "humanos" a los grandes primates. No los hay, sin embargo, para asignar esos derechos a las langostas o a los nemátodos. Nuestro círculo de empatía se extiende sobre el árbol taxonómico pero solo hasta ciertos límites de distancia, aunque estos sean crecientes. De hecho, aún hay muchos humanos que no lo extienden a la totalidad de la humanidad, y la esclavitud y la explotación son ejercidas sin compasión (ese sentimiento de identificación con el dolor ajeno) en todo el mundo con más o menos sofisticación.
Sería bueno, creo, que nos metiéramos en nuestra cabeza que los derechos de todos, humanos y no humanos, míos y tuyos, dependen exclusiva y totalmente de nosotros mismos. Dicho de otra forma: somos responsables y somos libres. Somos responsables si mejoramos el mundo y lo somos también si lo hacemos peor. Somos libres de elegir una de las dos actitudes pero sería bueno considerar que esa elección puede ser muy relevante para los que queremos dar un poco de sentido a nuestras vidas (que, de por sí, carecen de él). También somos responsables a la hora de educar en la lucha contra el retraso moral o de ser aquiescentes con hechos que la evolución ética de nuestra sociedad ya no considera admisibles. Y somos libres de abstenernos, de tolerar la injusticia, el abuso y la violencia contra el débil, por supuesto, pero sobre eso no puedo decir más que allá cada cual con sus miserias y sus luces.
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