Se han dado los premios de la Fundación MacArthur, algo que se realiza cada cinco años. No son premios a científicos sino a la creatividad pero, claro, la ciencia se lleva una parte de la creatividad del mundo. Y digo creatividad, no ocurrencias, extravagancias o iluminaciones. Cada premiado recibirá medio millón de dólares a lo largo de cinco años sin compromiso alguno, tal vez sólo seguir viviendo: no hay informes, no hay obligaciones, no hay planes. Se confía en las personas y en su vocación por el trabajo porque eso, precisamente eso, es lo que se premia.
En la parte que me resulta más cercana, este año lo han recibido personas como Wafaa El-Sadr, por sus estrategias de tratamiento para las pandemias como la tuberculosis y el SIDA en las comunidades sin accesos a los servicios de salud. O como Stephen Houston, por su enfoque en el estudio de las inscripciones jeroglíficas de los antiguos pueblos de Mesoamérica. O como Rachel Wilson, por su técnica para medir la actividad en el minúsculo cerebro de las moscas de la fruta (sí, esas parientes lejanas nuestras).
Wafaa El-Sadr, Universidad de Columbia
Luego están las artes, que recogen a los premiados más jóvenes, músicos o escritores: Chimamanda Adichie (31 años, novelista), Leila Josefowicz (30, violinista), Miguel Zenón (31, saxofonista). La mayor es Nancy Siraisi, historiadora con 76 años.
De esta reseña quiero hacer la lectura de que el mundo que conocemos por los diarios y la televisión es una parte minúscula de la realidad, sesgada y frecuentemente irrelevante aunque quieran convencernos de que nuestra vida debe gravitar a su alrededor. Pero no estamos solos, en un mundo de color gris hay mucha gente trabajando con todo eso que nos hace humanos: la creatividad, las ganas de aprender y de avanzar. Otros, en cambio, se dedican a poner el ventilador delante de la basura y encima quieren que les riamos las gracias.