25 junio 2017

Cómo hacer tu genealogía

Una de mis más recientes aficiones es la reconstrucción de los árboles genealógicos familiares. Lo digo en plural porque incluyo al mío y al de mi mujer, por aquello de dejar un pequeño legado documental a mis hijos. Hoy he decidido aprovechar una novedad para hacer un mínimo guión de cómo remontarse, documento a documento, hacia el pasado, rellenando con nombres y apellidos esos nichos vacíos a los que debemos el estar aquí.
Hay formas diversas de explorar una genealogía. Una de ellas, la más segura, es contratar a un genealogista. Su dominio del oficio y sus recursos ofrecerán los mejores resultados. La desventaja es que nos perdemos la diversión y la emoción del descubrimiento.
Otras formas de investigar están al alcance de aficionados como somos la mayoría de los curiosos de este tema. Antes de entrar en el tema concreto que me apetece comentar hoy, el principio de toda investigación genealógica es recuperar los registros de nacimiento que haya en el Registro Civil. Lógicamente, empezaremos por el nuestro, los de nuestros padres y los de nuestros abuelos. Este trámite se suele poder hacer presencialmente, por carta o por internet a través de esta página del Ministerio. Es necesario aportar el nombre, apellidos, fecha y lugar de nacimiento de la persona de interés.
Lo interesante de estos certificados es que no sólo incluyen los datos de la persona sino de sus padres y abuelos y muy frecuentemente su edad y lugar de nacimiento, con lo que podremos ir remontando el árbol genealógico hacia el pasado.
El Registro Civil se instituyó de forma general en la década de 1870 (en algunos casos hay anotaciones desde 1840, ver aquí) con lo que para superar esa barrera habrá que acudir a los registros parroquiales.
Los archivos parroquiales se instituyeron en la segunda mitad del siglo XVI por orden del Concilio de Trento con lo que, con suerte, podríamos remontarnos casi cinco siglos hacia el pasado o más en algunos casos ya que había párrocos que llevaban estos libros por iniciativa propia. Los libros parroquiales incluyen nacimientos, confirmaciones, matrimonios y defunciones (ver detalles aquí).
¿Dónde consultar estos libros parroquiales? El caso es que en 1975, la Conferencia Episcopal estableció la posible concentración de “los libros parroquiales y la documentación con más de cien años de antigüedad” conservada en los archivos parroquiales, en la forma que se establezca por el obispo de cada diócesis. En muchos casos, los libros están en los correspondientes archivos diocesanos, en otros casos no, lo cual complica un tanto el acceso en función de la diócesis que nos interese.
En este punto entra al ruedo un espontáneo: la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, es decir, los mormones. Sin entrar en más detalles, los mormones crearon FamilySearch, una organización que se dedica desde 1938 a fotografiar registros de interés genealógico. Al día de hoy tienen datos de un centenar de países, con 2.4 millones de rollos de microfilm entre otras cosas. Lógicamente, la cobertura mundial es irregular porque sólo han podido fotografiar registros donde les han dejado, pero la información es inmensa.
La buena noticia es que allá donde fotografiaban los libros parroquiales y demás documentos que se les ponían a tiro, dejaban siempre una copia, normalmente en microfilm. En Extremadura, estas copias están en la Biblioteca del Marqués de la Encomienda, en el Centro Cultural Santa Ana de Almendralejo. El sistema hasta el momento era pedir hora a la persona responsable (enormemente amable y colaboradora, por cierto) y acceder a unas vetustas máquinas de ver microfilm en los horarios que hubiera libres.
La segunda buena noticia es que recientemente, estos documentos de Extremadura han sido digitalizados y puestos a libre disposición en internet. El lugar es FamilySearch.org donde es posible buscar personas o catálogos de lugares. La forma de localizar qué hay de nuestro pueblo es la siguiente:

  • En la página principal: Buscar > Catálogo
  • En Lugar, escribir el nombre del pueblo; si existe algo sobre él, aparecerán opciones en la parte inferior de la entrada, por ejemplo:


  • Elegiremos la opción adecuada, desplegamos los documentos y vemos que, por ejemplo, de Zalamea de la Serena tenemos registros parroquiales desde 1715 hasta 1922, además de registros notariales desde 1621.


  • Eligiendo los registros parroquiales accedemos a una página en cuya cabecera nos indican que hay cuatro rollos de microfilm guardados en Salt Lake City. En la parte inferior de la página nos vienen ya separados los libros de bautismos, matrimonios y defunciones. Si el icono que aparece a la derecha es una cámara fotográfica tenemos suerte: los registros están accesibles vía internet. Si es un rollo de película, seguimos teniendo que ir personalmente a la biblioteca mencionada antes.



  • Finalmente, pinchando sobre el rollo entraremos en una aplicación con las fotos de cada página:


No es raro encontrarse con bloques de dos mil páginas por lo que, si no tenemos pistas claras de las fechas que hay que buscar, hay que armarse de paciencia e ir poco a poco pasando de página en página hasta encontrar la entrada que nos interesa y rellenar un hueco más en el árbol de antepasados. La imagen de abajo es uno de estos hallazgos, un antecesor de mi mujer llamado Juan de Dios, nacido el 4 de diciembre de 1804, hijo de Francisco Lombardo y Ana Alexos, nieto por la parte paterna de Cristóbal Lombardo e Inés Granada y por la materna de Bartolomé Alexos y María (indescifrable), todos vecinos y naturales de Campillo de Llerena.


Vereis que no aparece la edad de los padres ni de los abuelos; bueno, pues mala suerte, para buscarlos habrá que estimar un periodo razonable y mirar página a página. Algunas recomendaciones:

  • usa una pantalla grande para ir barriendo las imágenes sin dejarte la vista en el proceso.
  • la aplicación es muy buena pero se beneficia de un buena conexión a internet.
  • no te fíes de los índices y de los títulos ya que me he encontrado con cosas fuera de sitio que resultaron ser la solución al problema.
  • haz un índice de las secciones del microfilm y apunta los años de comienzo y fin de cada una de ellas.
  • hay páginas bien conservadas y con una caligrafía excelente; otras no, a veces se han estropeado, desteñido o roto y en otras ocasiones la letra del párroco dejaba mucho que desear, no tiene solución pero por suerte son un porcentaje pequeño del total.
  • cuando encuentres la página con el registro que buscas, descárgala y consérvala.
  • usa un programa específico para ir rellenando los árboles genealógicos, FamilySearch integra uno al que puedes anexar los documentos que vas encontrando. Otro excelente es Family Tree Builder.
  • haz tu árbol antes de que sea tarde, de que tus parientes mayores desaparezcan y ya no te puedan contar cosas, escanea las fotos familiares, recupera documentos... merece la pena.

18 junio 2017

Memoria grabada

Ayer tuvo 86400 segundos ¿cuántos recordáis? ¿Y del mismo día de hace un año? ¿Recordamos algo del 10 de junio de 2016? No hace falta insistir demasiado para, llevando este mínimo experimento hacia atrás en un muestreo caprichoso, llegar a la conclusión de que, redondeando, no recordamos nada de nuestra vida: 0.0%. Tendríamos que bajar al quinto o sexto decimal para encontrar la primera cifra significativa. En mi caso ni me atrevo a estimar esa posición ya que soy la antítesis de Ireneo Funes, el memorioso de Borges.
La cuestión se pone aún más inquietante cuando esos mínimos recuerdos que nos llegan ni siquiera son fieles, sino distorsiones introducidas por el tiempo y por nuestras propias sensaciones y deseos. El hecho real se perdió, nos queda apenas un montaje teatral, esquemático y sesgado, que recreamos cada vez que lo recordamos. El recuerdo, traído al presente, nunca vuelve intacto a la memoria: o se añade algo o algo se pierde, sea en el hecho mismo o en el escenario en el que se produjo. Son más lo que queremos que sean que lo que realmente fueron.
Este verano voy a iniciar un experimento mínimo. He comprado una pequeña cámara de grabación continua y pretendo usarla, ya veremos hasta qué punto, en las visitas y desplazamientos. Luego haré una selección, eliminando una parte. O no, quién sabe. El caso es que hoy daría mucho por poder rehacer un paseo por Argos, por vernos de nuevo en las cenas del verano de Nauplia o, sin ir tan lejos, volver a pasear por Pome o por Angón o descender a toda velocidad por los pedreros del Mampodre.
Es cuestión de tiempo que llevemos una cámara minúscula encima con la que amplificar la memoria, con la que fijar el tiempo que pasa. Luego podremos conservar el recuerdo o condenarlo al olvido, como hacemos hoy, sin tener otra opción, con ese casi cien por cien de lo que nos pasa. Tal vez eso, cuando ocurra, tenga un efecto secundario que podría ser más importante que la propia memoria: cuando nos demos cuenta de que borramos el 99% de lo que hemos grabado cada día por considerarlo intrascendente hasta para el recuerdo, demos más importancia al tiempo que transcurre y a aprovecharlo con experiencias dignas de ser conservadas.

Playa de Buelna, Llanes, invierno de finales de los 80.

10 junio 2017

Apellidos

Tener un nombre es un efecto de la potestad de los padres pero los apellidos no son caprichosos, son el reflejo de la historia de tus antepasados en los últimos cinco siglos, más o menos. Casi nadie ha conocido a sus ascendientes más allá de dos o tres generaciones pero la cadena, obviamente, es inmensamente más larga, tanto que supera los tres mil millones de años y pasa por una cantidad mayoritaria de ancestros que ni siquiera tenían forma humana.
Reconozco que nunca tuve curiosidad por mirar hacia atrás en mi árbol genealógico. Hoy me parece extraño pero nunca me paré a pensar que podría ser interesante poner nombre y lugar a personas concretas sin las cuales yo no hubiera existido.
Un día, no hace mucho, encargaron a mi hijo, como trabajo de una asignatura de sociología en la universidad, que investigara de dónde venía ese extraño apellido que compartimos. Fue en ese momento cuando se me despertó la curiosidad y comencé a intuir que mirar hacia atrás podría interpretarse incluso como un gesto de reconocimiento ante gente cuya vida permitió que la cadena que me une a cualquier remoto antepasado no se rompiera.
Dediqué horas sueltas y fines de semana a rastrear el pasado. Lamentablemente, todos mis parientes próximos habían muerto ya, lo que supuso una pérdida irreparable en cuanto a la información que hubieran podido darme, especialmente por alguno que mantuvo una memoria privilegiada hasta el fin de sus días. Sin ese recurso, el procedimiento comienza por conseguir todos los certificados de nacimiento posibles de padres y abuelos. Difícil llegar más allá porque los registros civiles comenzaron en España hacia 1870. Por esa vía, partí de mi padre, Francisco (1928, Zaragoza - 2000, Avilés) y llegué a mi abuelo, igualmente Francisco Felicísimo González (1893, Villafranca del Ebro - 1957, Barcelona), a quien no llegué a conocer y del que ni siquiera tengo una fotografía. El contraste debió de ser notable: mi padre, extremadamente conservador y con pánico al conflicto social, ante mi abuelo, del que me enteré por periódicos de la época que era considerado un peligroso sindicalista. Tal vez por eso mi padre apenas me habló de él. Entre las pocas cosas que me dijo estaban que se había suicidado cuando en un hospital de Barcelona le dijeron que tenía cáncer, que había ayudado a mucha gente en la guerra civil y que su fidelidad a mi abuela dejaba mucho que desear. Pocos detalles para siquiera intuir una personalidad tan cercana y a la vez tan desconocida.
Poco a poco, acudiendo ya a internet, cuyos recovecos son sorprendentes, seguí retrocediendo. Mi bisabuelo, Javier Felicísimo Aparicio, nació en 1866 en Escatrón, un pueblo de Zaragoza. Encontré documentos que me revelaron que estudió para maestro en la universidad de Zaragoza entre 1877 y 1880 y que luego ejerció en varios lugares: aparece en Codo, un pueblecito al sur de Zaragoza, en 1888; en febrero de 1891 toma posesión de la plaza de maestro en Ayerbe, más al norte, en la provincia de Huesca, donde sigue hasta 1910; en 1911 se le nombra maestro en una escuela de Haro, Logroño donde se quedó hasta jubilarse “por edad” en 1923.
Incidentalmente, en un censo de Aragón de 1934, aparece un hermano llamado José Felicísimo Aparicio (con 72 años y nacido, por tanto, en 1862) y María Felicísimo González (con 44 años y nacida en 1890). Ambos viven en la misma casa de la Plaza del Pilar en Zaragoza y parece probable que María sea la sobrina de José. Es inquietante pensar que las biografías de José y de María, tan intensas como las de cualquiera y posiblemente más largas que las de muchos, han quedado reducidas a esta fugaz aparición en un único documento.
El penúltimo eslabón con nombre aparece en un censo de Escatrón de 1860 y es Joaquín Felicísimo, “propietario y comerciante” y padre de Javier. Su segundo apellido es confuso, tal vez Adán. Por su edad en ese momento, nació entre 1832 y 1834, probablemente en el mismo Escatrón, por lo que comentaré a continuación. En este censo aparece su mujer, María Aparicio Asensio (24 años, nacida por tanto en 1836) y un hijo, Román Felicísimo Aparicio, nacido ese mismo año, 1860, y hermano de Javier, el maestro, que nacería 6 años más tarde.
Aquí se terminaba la pista ya que no parece haber registros parroquiales en esta zona, destruidos eficazmente en guerras o accidentes. Sin embargo, un afortunado hallazgo añadió un dato más: en una búsqueda en el archivo general de Aragón, digitalizado parcialmente, surgieron dos registros de pleitos. Luego, en un periódico local, una reseña. Aparecía un tal Jorge Felicísimo, vecino de Escatrón, que según los datos, debió nacer entre 1750 y 1755 ya que se le atribuían “cerca de 70 años” en 1820. Por la rareza del apellido, caben pocas dudas de que Jorge fuera ancestro directo de Joaquín pero sus nacimientos están separados por un siglo. Sería, por tanto, su bisabuelo o tatarabuelo, faltando dos o tres eslabones intermedios en la cadena. Sólo hay un pequeño fragmento más: Ramona Felicísimo (segundo apellido confuso, tal vez Lalmolda) aparece casada en el mismo pueblo con 62 años en el censo de 1860; nació, por tanto, sobre 1798. Ramona fue, probablemente, tía de Joaquín.
Pedí los expedientes digitalizados y aparecieron dos pistas más sobre el eslabón desconectado: Jorge era vecino y “labrador” pero no propietario de tierras y su apellido se escribía de vez en cuando con dos eses, Felicissimo. Este último detalle hizo que me planteara si Felicissimo era un apellido de origen italiano, sin raíces locales, lo que explicaría su rareza en estos lares. Esta idea era en aquel momento sólo una elucubración pero fue confirmada con otros pequeños hallazgos.
El primero fue el resultado de buscar el apellido en Italia mediante páginas web: hay una docena de Felicissimo, la mayoría en la zona central: Lazio, Roma y l’Aquila. Hoy creo que Jorge Felicísimo fue un emigrante que en la segunda mitad del siglo XVIII decidió cruzar el mar Tirreno y acabar, por alguna razón que nunca sabremos, en un pueblo como Escatrón, a la orilla del Ebro.
Finalmente, una búsqueda casual en la Wikipedia italiana me orientó sobre el origen, un tanto más remoto, de mi apellido: como otros muchos es el de una familia romana. Felicissimus ya existía como nombre familiar o gens en el siglo III, habiendo sido uno de ellos encargado de finanzas durante el mandato del emperador Aureliano. Murió en una revuelta en el año 271. No es posible saber si la línea paterna viene precisamente de este gens pero sí, al menos, está claro que el apellido existía en la Roma del siglo III lo que refuerza la hipótesis italiana.
Podemos ver que la mirada hacia atrás se va complicando. Cada vez son más escasas las fuentes, más aleatorias y más parcas en detalles. A eso añadiremos que he descrito solamente una línea genealógica, la paterna directa, pero la realidad es mucho más compleja ya que se trata de un árbol en el que cada rama de divide en dos en cada generación según viajamos hacia el pasado. Hoy veo con verdadera pesadumbre no poder poner nombre a mis ancestros ni saber dónde nacieron, vivieron y murieron.
Sorprendentemente, hace unos pocos años irrumpieron en el panorama genealógico las herramientas relacionadas con el ADN. Un frotis del interior de la boca puede revelar un origen probable y encajar dentro de un árbol de mutaciones específicas bastante elaborado. Hace un par de años encargué un análisis de este tipo que va dando, poco a poco, resultados. Mi haplogrupo paterno, derivado del cromosoma Y, según el Genographic Project de la National Geographic se movió en las líneas blancas de la imagen de abajo y está distribuido con una densidad máxima en las zonas rojizas. La última rama del grupo surgió hace unos 6000 años cerca del actual Líbano. En el norte de África, la máxima frecuencia es entre los bereberes de Marruecos y algunas poblaciones tuareg. En Europa las zonas de influencia están claras: centro de Italia y Grecia, sur de Sicilia, Baleares y Península Ibérica. Nada que ver, por cierto, con mi línea materna cuya historia puede seguirse por el ADN mitocondrial y del que hablaré, tal vez, otro día.


Hoy sabemos que nuestro origen primigenio fue africano. El género Homo nació allí hace unos trescientos mil años y se dispersó por todo el mundo en varias diásporas que se diversificaron en diferentes especies y en una épica grandiosa que algunos llamamos el Gran Viaje. Cuando mis ancestros llegaron a Europa era ya tarde, la glaciación no era ni siquiera un recuerdo, los neandertales llavaban extintos miles de años e incluso los vestigios de los primeros cazadores-recolectores estaban fuertemente diluidos. Los nuevos inmigrantes trajeron las primeras técnicas de agricultura hace unos 8000 años, desarrolladas ya en el Medio Este, y llegaron para quedarse y que nosotros existiéramos hoy. Nuestro origen lejano y confuso es un recuerdo de que las patrias son sentimientos efímeros, de que todos compartimos antepasados y de que buscar la diferencia cuando usamos un marco temporal de cien mil años es un ejercicio poco menos que ridículo.

03 junio 2017

Inmortalidad

Si alguien nota un parecido entre este artículo y el que escribió recientemente Antonio Rodríguez de la Heras, que sepa que no es casual, que fue el estímulo para exponer mi visión sobre la obsesión que nos ha perturbado desde el principio de nuestra historia consciente: no ser olvidados.

Durante decenas de miles de años, ningún humano tuvo la más mínima opción de que se le recordara más allá de un par de generaciones. Tal vez alrededor de un fuego se contaran historias de antepasados pero incluso éstas se acaban perdiendo en la voluble y nada fiable memoria colectiva.
De esa época tenemos restos fósiles (desde la famosa Lucy hasta los exiguos fragmentos del hombre de Denisova, pasando por nuestros primos neandertales) y otros aún más emotivos, como las huellas de Laetoli a las que hacía referencia el artículo mencionado en la cabecera. Son restos, sin embargo, fuera de la memoria colectiva, sin nombre y muy escasos. Son huellas que pasaron un larguísimo periodo antes de ser rescatadas pero que nunca fueron recordadas por sus semejantes ni por sus contemporáneos.
Tuvo que llegar la escritura para que algunos privilegiados pudieran perdurar algo más en el recuerdo de su sociedad siendo, por ejemplo, cabeza de un imperio. Hoy están grabados en piedra o en arcilla los nombres y las hazañas, reales o inventadas, de personajes de hace más de cuatro mil años, como el rey Narmer, que reinó en el siglo XXXI a.C. en el Antiguo Egipto, Lugalzagesi, rey en Mesopotamia en el siglo XXIV a.C. o Sargón, creador del primer imperio conocido, el acadio, en el siglo XXIII a.C.
Un poco más cerca tenemos emocionantes, aunque siempre casuales, retazos del pasado. Los retratos funerarios de El Fayum son representaciones naturalistas de los fallecidos que, sospecho, nunca hubieran imaginado que dos mil años más tarde podrían ser objeto de observación asombrada y, porqué no, fascinada. Pero son, de nuevo, anónimos en el sentido de que sólo han salido a la luz tras dos milenios de olvido.

Uno de los retratos funerarios de El Fayum.
Ya he escrito en alguna ocasión que la auténtica revolución del recuerdo como objetivo fue la fotografía. Los retratos de El Fayum, como todo el arte de los últimos milenios, han tenido como limitación la enorme inversión que cada obra exigía. Tanto el retrato pintado como esculpido era obra de semanas, meses o años de trabajo por lo que, de nuevo y con excepciones caprichosas, sólo los adinerados podían aspirar a dejar su imagen para la posteridad y alargar el casi inevitable momento en el que son olvidados. La fotografía extendió el manto de la inmortalidad a millones de personas, especialmente en los últimos años. Lamentablemente, aún no somos del todo conscientes de que llevamos encima, permanentemente, una máquina de captar y conservar momentos y hacerlos perdurar de forma potencialmente ilimitada: una máquina que transforma en inmortal todo lo que captura.
Todo esto, de nuevo, es una red en la oscuridad con nodos que se encienden y se apagan: millones de fotos son tomadas cada hora y, por lo tanto, milllones de instantes se iluminan en ese espacio casi vacío que es el recuerdo de lo que pasó. Pero también millones de fotos se pierden, se borran cada día, con lo que sus luces se extinguen para siempre. Aún así, la huella del pasado es hoy inmensamente más detallada y densa que lo fue nunca.
Hoy todo ha cambiado de nuevo y esa inmortalidad que ha sido el oscuro objeto del deseo desde milenios está a nuestro alcance aunque en una versión que era impredecible. La memoria colectiva ya no es de transmisión oral y la escritura tampoco está limitada: todo puede ser difundido es esa red caótica y sin forma que es internet. No descubro nada nuevo, por supuesto, y ya hace años que dejo mi huella a través de fotografías y de escritos pero un día reparé en un detalle inesperado: estaba leyendo un documento técnico y encontré copiados literalmente varios párrafos de algo que escribí hace un par de décadas. El hecho de que no hubiera cita al original podría parecer algo inadecuado pero, como siempre, todo depende del color del cristal a través del cual miras: esos textos anonimizados (o con autoría cambiada) tienen su genealogía. Oculta, por supuesto, pero real. Son huellas de nosotros mismos que se han lanzado al espacio y cuya trayectoria es imposible de prever: pueden desaparecer o pueden multiplicarse, ser copiadas o adaptadas… Son como aquellas cápsulas con bacterias que en una novela de ciencia ficción se lanzaban al espacio profundo con la intención de que, al menos alguna, acabara cayendo en un hábitat adecuado y evolucionara creando un nuevo ecosistema.
Esos textos sin autor son nuestra huella de Laetoli, nuestro particular gen digital difundiéndose o extinguiéndose en un ecosistema con reglas distintas. Sólo nos queda un detalle: hoy podemos cuidar y configurar esa huella de forma que lo que perdure de nosotros, con su genealogía oculta, no sea sólo una parodia de lo que fuimos.

28 mayo 2017

Diáspora

A mediados del siglo XIX, una curiosa pieza arqueológica fue ofrecida a un ciudadano extremeño que la compró para su colección particular. Es un pieza un tanto especial: con casi 4 kg de peso, elaborada en bronce, representa una escena de caza sobre un  carro. En ella, un jinete persigue a un jabalí con ayuda de un perro. Dado que las figuras están sujetas con pernos al carro y que hay dos agujeros libres en la parte delantera derecha, se deduce que había otro perro en la escena que ha desaparecido.
El vendedor le dijo al coleccionista que había encontrado el carro en Mérida pero no dio detalles sobre el lugar concreto. La escena es familiar y pertenece probablemente a la mitología griega: Meleagro, hijo de Eneo y Altea tuvo que cazar al jabalí de Calidón, enviado con muy mala uva por Artemisa, enfadada con Eneo por no haberle ofrecido suficientes sacrificios.
La referencia publicada más antigua de esta pieza es una fotografía que aparece en la Historia General de España de 1888 de Modesto Lafuente (vol. I, pág. 247, disponible en la Biblioteca Digital de Castilla y León). La Geografía no comenta nada interesante sobre el carro pero seguro que contribuyó a hacerlo conocido. Aún así, tuvieron que pasar casi 50 años hasta que, en 1930, la pieza fue analizada por el arqueólogo Robert Forrer que, según parece, la compró por 8000 pesetas y la envió al Musée d’Archéologie Nationale (antes des Antiquités Nationales) de Saint Germain-en-Laye, en Francia) donde actualmente se conserva restaurado.
Al día de hoy, en ausencia de información sobre el contexto arqueológico, el carro se data alrededor del siglo VI o V a.C. En algunos textos se menciona como lugar del hallazgo la “casa de Meleagro”, pero no le hagan mucho caso porque, entre otras cosas, de dicha casa no queda rastro alguno ni siquiera bibliográfico y se parece sospechosamente a la denominación genérica de la escena (”Caza de Meleagro”). Incluso su localización en Mérida no debe tomarse muy en serio, aunque solo sea porque no hay evidencia suficiente para suponer la existencia de una Mérida prerromana de cierta entidad.

La fotografía de la Geografía forma parte de la colección de placas de cristal del Ateneo de Madrid y fue tomada por Jean Laurent Minier, aparentemente en la misma Mérida.
Esta pieza es una de tantas que en los siglos XIX y XX sufrieron ventas y traslados desde su lugar de origen a museos o colecciones particulares de medio mundo. Hay que tener en cuenta que la primera normativa protectora del patrimonio arqueológico fue la Ley de Excavaciones Arqueológicas del 7 de julio de 1911, promulgada por Alfonso XIII. Esta ley prohibe el deterioro intencionado de los restos pero aún concede la propiedad de los mismos a particulares cuando estos sean “descubridores autorizados”, permitiendo la confiscación de los encontrados por lo que hoy llamaríamos “piratas”. La ley se promulga ante los escandalosos expolios que se producían en esta época, denunciados por arqueólogos del momento, y buscaba una solución de compromiso entre la propiedad privada y la naturaleza de patrimonio público de los bienes arqueológicos, además de darle importancia a la metodología científica en la excavación. Tal vez lo más relevante de esta ley fue la obligación de tener autorización administrativa para realizar excavaciones, algo que frenaría el completo descontrol que frecuentemente concluía con la expatriación de los objetos.
Toda esta historia es larga y tiene sus expertos por lo que me limitaré a decir que en este contexto y hace algo más de un año se nos ocurrió una idea que parecía interesante: catalogar los bienes arqueológicos extremeños que hoy están fuera de la región. El “carro de Mérida” es uno de ellos pero hay muchos más, cada uno con su historia. Por ejemplo, es también conocido el “guerrero de Medina de las Torres”, una estatuilla de bronce de algo más de 30 cm de altura que está en el Museo Británico en Londres desde la década de 1920. Menos conocido, creo, es el “tesoro de Mérida”, un conjunto de cuatro piezas de oro que fueron al mismo museo en el siglo XIX y sobre el que no hay apenas información salvo la nota de que se encontraron en 1870 en una tumba infantil.
A los objetos anteriores hay que añadir muchos más que hoy están en museos españoles. Destaca por la cantidad de piezas el Museo Arqueológico Nacional, creado por Real Decreto de Isabel II el 20 de marzo de 1867, a donde llegaron piezas de todas las provincias españolas incluyendo, claro, numerosos hallazgos de las excavaciones en Extremadura. En una visita al MAN encontramos cosas como los ídolos placa de Granja de Céspedes, varias aras romanas de Mérida, estelas de la Edad del Bronce como las de Granja de Toriñuelo o Solana de Cabañas, los “tesoros” de Berzocana y Aliseda…
El proyecto que mencioné y que llamamos Diáspora, persigue investigar este acervo, catalogarlo, documentarlo y difundirlo. La idea de realizar catálogos de bienes históricos no es nueva, por supuesto, y la propia Extremadura tiene obras esenciales como cuando las Comisiones Provinciales de Monumentos Históricos y Artísticos promovieron los inventarios o catálogos de los monumentos histórico-artísticos de España. Cáceres y Badajoz vieron los suyos realizados por José Ramón Mélida y editados a mediados de la década de 1920. Estos catálogos, sin embargo, sólo recogieron los bienes presentes en el territorio sin considerar los bienes exiliados.
Diáspora se llevará a cabo en tres años. En el primero abordaremos la búsqueda y catálogo de piezas, en el segundo la documentación histórica, bibliográfica, fotográfica y mediante modelos 3D, en el tercero elaboraremos los documentos de difusión de lo encontrado. Aunque esta es la estructura general, pretendemos crear de forma casi inmediata un wiki abierto para que se pueda seguir la evolución del proyecto y se puedan aportar ideas y contribuir, por qué no, en las tareas de búsqueda y documentación. Mientras todo esto se pone en marcha, os dejo con una de las piezas que más me gustan, el “idolo de Extremadura”, un nombre coloquial para un cilindro de 19 cm de altura, tallado en alabastro y con lo que parecen ojos grabados; está datado en el tercer milenio a.C.


20 mayo 2017

Aprendizaje

Hace mucho tiempo leí una novela ambientada en una sociedad de indios americanos, antes de la llegada de los europeos. La historia tomaba la forma de saga a través de varias generaciones en las grandes praderas, donde un niño crecía, entraba como aprendiz con el chamán, avanzaba en el conocimiento; a su muerte lo sucedía y tomaba, a su vez, un nuevo aprendiz que continuara un ciclo con pretensiones de no tener fin.
La novela tenía algunos momentos cruciales como uno en el que el aprendiz le pregunta al chamán porqué las ceremonias tenían que hacerse siguiendo un ritual concreto, a veces aterrador o cruel. El chamán le dice que el pueblo necesita el ritual para “sentir” la ceremonia, pero que las formas y los símbolos no tienen importancia, son sólo herramientas útiles para integrar a los componentes del grupo y hacerlos sentir parte de una unidad, algo que debe hacerse de vez en cuando. Y que él, que siendo aprendiz, ha conseguido llegar a formular esa pregunta casi herética, no debe nunca confundir lo importante, comprender, con el mero ritual, adorno mnemotécnico carente de contenido.
Finalmente, el aprendiz se da cuenta, y ese el verdadero punto sin retorno, de que los chamanes son los que guían al pueblo porque están por encima del miedo y de la superstición, lo que les permite comprender mejor el mundo, que no tiene nada de esotérico o mágico, pero que el rito, la ceremonia, son elementos útiles para tranquilizar las mentes más simples. Así de simple, o de complicado.
Aparte de este atrevimiento del escritor, que no quiso limitarse a un relato de aventuras, hay más detalles para pensar. Por ejemplo, que el antiguo aprendiz, convertido en chamán por el puro transcurso del tiempo, debe tomar un nuevo aprendiz y la educación de éste niño debe repetir, una vez más, en una cadena interminable y partiendo de cero, un camino que lleva a superar la superstición, los miedos y la tradición ritual para, desde ésta, ser un guía durante una etapa más en la vida del grupo.
El aspecto más desolador, también reflejado en diálogos explícitos, era que todos los chamanes conocían la fragilidad de su ciclo, basado en la comunicación oral porque no tenían lengua escrita. Media docena de ciclos con buenos aprendices y con algo de suerte suponían un avance en el pensamiento común. Una muerte a destiempo rompía la cadena de la educación y devolvía a la tribu completa a la oscuridad del desconocimiento.

Un segundo libro es mucho más popular: “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco. No voy a comentar su nudo, conocido por todos, pero sí su desenlace: la biblioteca arde, y con ella el conocimiento allí recogido. Cierto que ese conocimiento era ignorado por casi todos y custodiado por el bibliotecario Jorge de Burgos que cuidaba de que nadie cuestionara la tradición. Así, los monjes se limitaban al trabajo de copia, mera forma sin comprensión. Pero el solo hecho de existir deja una puerta abierta a la esperanza de una futura lectura. Jorge trunca esa esperanza de forma irreversible pero en esta novela de Eco hay mucho más. Hay un segundo motivo de desolación que no aparece explícitamente, pero que a mí me sigue pareciendo la clave de la narración: el libro es un relato contado por el discípulo de Guillermo de Baskerville, Adso de Melk, que pasados los años y cerca de la muerte rememora lo más transcendente que experimentó en su vida. El punto clave para mí es que Guillermo, racionalista y casi librepensador en la medida que lo permitía su época, fracasó en su tarea educativa: Adso de Melk, ya viejo, no ha entendido nada de los principios que su maestro intentó inculcarle y redacta sus memorias limitado por unos prejuicios que nunca supo ni pudo abandonar. Siente respeto por Guillermo, pero desde la más absoluta incomprensión. La desaparición de Guillermo es como el fracaso del chamán, que trae de nuevo la oscuridad y apaga las esperanzas de progreso.

De estos dos libros se desprenden las ideas, tal vez sólo interpretación mía, de lo difícil de avanzar en el conocimiento y de lo frágil de darle continuidad a esa tarea. Ahora estamos en un época donde la tecnología ha permitido reducir esa fragilidad debido al antiguo invento de la escritura y al nuevo invento de la réplica potencialmente infinita en las memorias digitales, compartidas de forma incontrolable y por eso potencialmente inmortales. Hemos superado al chamán y ya no hace falta tener a Guillermo de mentor: todo está a nuestro alcance. Sin embargo, teniéndolo todo, los efectos no parecen notarse como la gigantesca ola de conocimiento que debería haber barrido el mundo. Parece que hace falta una revolución más, esa que nos lleve a abandonar el papel pasivo y acrítico de Adso y de los miembros de la tribu, meros asistentes al espectáculo e incapaces de acceder al significado que hay detrás de los decorados engañosos que hoy nos venden como importantes. O tal vez la conclusión es profundamente triste y ni siquiera somos capaces de eso y deberíamos reconocer que no comprenderíamos nada aunque tuviéramos al mismísimo Guillermo de Baskerville de compañero de viaje.


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