Tener un nombre es un efecto de la potestad de los padres pero los apellidos no son caprichosos, son el reflejo de la historia de tus antepasados en los últimos cinco siglos, más o menos. Casi nadie ha conocido a sus ascendientes más allá de dos o tres generaciones pero la cadena, obviamente, es inmensamente más larga, tanto que supera los tres mil millones de años y pasa por una cantidad mayoritaria de ancestros que ni siquiera tenían forma humana.
Reconozco que nunca tuve curiosidad por mirar hacia atrás en mi árbol genealógico. Hoy me parece extraño pero nunca me paré a pensar que podría ser interesante poner nombre y lugar a personas concretas sin las cuales yo no hubiera existido.
Un día, no hace mucho, encargaron a mi hijo, como trabajo de una asignatura de sociología en la universidad, que investigara de dónde venía ese extraño apellido que compartimos. Fue en ese momento cuando se me despertó la curiosidad y comencé a intuir que mirar hacia atrás podría interpretarse incluso como un gesto de reconocimiento ante gente cuya vida permitió que la cadena que me une a cualquier remoto antepasado no se rompiera.
Dediqué horas sueltas y fines de semana a rastrear el pasado. Lamentablemente, todos mis parientes próximos habían muerto ya, lo que supuso una pérdida irreparable en cuanto a la información que hubieran podido darme, especialmente por alguno que mantuvo una memoria privilegiada hasta el fin de sus días. Sin ese recurso, el procedimiento comienza por conseguir todos los certificados de nacimiento posibles de padres y abuelos. Difícil llegar más allá porque los registros civiles comenzaron en España hacia 1870. Por esa vía, partí de mi padre, Francisco (1928, Zaragoza - 2000, Avilés) y llegué a mi abuelo, igualmente Francisco Felicísimo González (1893, Villafranca del Ebro - 1957, Barcelona), a quien no llegué a conocer y del que ni siquiera tengo una fotografía. El contraste debió de ser notable: mi padre, extremadamente conservador y con pánico al conflicto social, ante mi abuelo, del que me enteré por periódicos de la época que era considerado un peligroso sindicalista. Tal vez por eso mi padre apenas me habló de él. Entre las pocas cosas que me dijo estaban que se había suicidado cuando en un hospital de Barcelona le dijeron que tenía cáncer, que había ayudado a mucha gente en la guerra civil y que su fidelidad a mi abuela dejaba mucho que desear. Pocos detalles para siquiera intuir una personalidad tan cercana y a la vez tan desconocida.
Poco a poco, acudiendo ya a internet, cuyos recovecos son sorprendentes, seguí retrocediendo. Mi bisabuelo, Javier Felicísimo Aparicio, nació en 1866 en Escatrón, un pueblo de Zaragoza. Encontré documentos que me revelaron que estudió para maestro en la universidad de Zaragoza entre 1877 y 1880 y que luego ejerció en varios lugares: aparece en Codo, un pueblecito al sur de Zaragoza, en 1888; en febrero de 1891 toma posesión de la plaza de maestro en Ayerbe, más al norte, en la provincia de Huesca, donde sigue hasta 1910; en 1911 se le nombra maestro en una escuela de Haro, Logroño donde se quedó hasta jubilarse “por edad” en 1923.
Incidentalmente, en un censo de Aragón de 1934, aparece un hermano llamado José Felicísimo Aparicio (con 72 años y nacido, por tanto, en 1862) y María Felicísimo González (con 44 años y nacida en 1890). Ambos viven en la misma casa de la Plaza del Pilar en Zaragoza y parece probable que María sea la sobrina de José. Es inquietante pensar que las biografías de José y de María, tan intensas como las de cualquiera y posiblemente más largas que las de muchos, han quedado reducidas a esta fugaz aparición en un único documento.
El penúltimo eslabón con nombre aparece en un censo de Escatrón de 1860 y es Joaquín Felicísimo, “propietario y comerciante” y padre de Javier. Su segundo apellido es confuso, tal vez Adán. Por su edad en ese momento, nació entre 1832 y 1834, probablemente en el mismo Escatrón, por lo que comentaré a continuación. En este censo aparece su mujer, María Aparicio Asensio (24 años, nacida por tanto en 1836) y un hijo, Román Felicísimo Aparicio, nacido ese mismo año, 1860, y hermano de Javier, el maestro, que nacería 6 años más tarde.
Aquí se terminaba la pista ya que no parece haber registros parroquiales en esta zona, destruidos eficazmente en guerras o accidentes. Sin embargo, un afortunado hallazgo añadió un dato más: en una búsqueda en el archivo general de Aragón, digitalizado parcialmente, surgieron dos registros de pleitos. Luego, en un periódico local, una reseña. Aparecía un tal Jorge Felicísimo, vecino de Escatrón, que según los datos, debió nacer entre 1750 y 1755 ya que se le atribuían “cerca de 70 años” en 1820. Por la rareza del apellido, caben pocas dudas de que Jorge fuera ancestro directo de Joaquín pero sus nacimientos están separados por un siglo. Sería, por tanto, su bisabuelo o tatarabuelo, faltando dos o tres eslabones intermedios en la cadena. Sólo hay un pequeño fragmento más: Ramona Felicísimo (segundo apellido confuso, tal vez Lalmolda) aparece casada en el mismo pueblo con 62 años en el censo de 1860; nació, por tanto, sobre 1798. Ramona fue, probablemente, tía de Joaquín.
Pedí los expedientes digitalizados y aparecieron dos pistas más sobre el eslabón desconectado: Jorge era vecino y “labrador” pero no propietario de tierras y su apellido se escribía de vez en cuando con dos eses, Felicissimo. Este último detalle hizo que me planteara si Felicissimo era un apellido de origen italiano, sin raíces locales, lo que explicaría su rareza en estos lares. Esta idea era en aquel momento sólo una elucubración pero fue confirmada con otros pequeños hallazgos.
El primero fue el resultado de buscar el apellido en Italia mediante páginas web: hay una docena de Felicissimo, la mayoría en la zona central: Lazio, Roma y l’Aquila. Hoy creo que Jorge Felicísimo fue un emigrante que en la segunda mitad del siglo XVIII decidió cruzar el mar Tirreno y acabar, por alguna razón que nunca sabremos, en un pueblo como Escatrón, a la orilla del Ebro.
Finalmente, una búsqueda casual en la Wikipedia italiana me orientó sobre el origen, un tanto más remoto, de mi apellido: como otros muchos es el de una familia romana. Felicissimus ya existía como nombre familiar o gens en el siglo III, habiendo sido uno de ellos encargado de finanzas durante el mandato del emperador Aureliano. Murió en una revuelta en el año 271. No es posible saber si la línea paterna viene precisamente de este gens pero sí, al menos, está claro que el apellido existía en la Roma del siglo III lo que refuerza la hipótesis italiana.
Podemos ver que la mirada hacia atrás se va complicando. Cada vez son más escasas las fuentes, más aleatorias y más parcas en detalles. A eso añadiremos que he descrito solamente una línea genealógica, la paterna directa, pero la realidad es mucho más compleja ya que se trata de un árbol en el que cada rama de divide en dos en cada generación según viajamos hacia el pasado. Hoy veo con verdadera pesadumbre no poder poner nombre a mis ancestros ni saber dónde nacieron, vivieron y murieron.
Sorprendentemente, hace unos pocos años irrumpieron en el panorama genealógico las herramientas relacionadas con el ADN. Un frotis del interior de la boca puede revelar un origen probable y encajar dentro de un árbol de mutaciones específicas bastante elaborado. Hace un par de años encargué un análisis de este tipo que va dando, poco a poco, resultados. Mi haplogrupo paterno, derivado del cromosoma Y, según el Genographic Project de la National Geographic se movió en las líneas blancas de la imagen de abajo y está distribuido con una densidad máxima en las zonas rojizas. La última rama del grupo surgió hace unos 6000 años cerca del actual Líbano. En el norte de África, la máxima frecuencia es entre los bereberes de Marruecos y algunas poblaciones tuareg. En Europa las zonas de influencia están claras: centro de Italia y Grecia, sur de Sicilia, Baleares y Península Ibérica. Nada que ver, por cierto, con mi línea materna cuya historia puede seguirse por el ADN mitocondrial y del que hablaré, tal vez, otro día.
Hoy sabemos que nuestro origen primigenio fue africano. El género
Homo nació allí hace unos trescientos mil años y se dispersó por todo el mundo en varias diásporas que se diversificaron en diferentes especies y en una épica grandiosa que algunos llamamos el Gran Viaje. Cuando mis ancestros llegaron a Europa era ya tarde, la glaciación no era ni siquiera un recuerdo, los neandertales llavaban extintos miles de años e incluso los vestigios de los primeros cazadores-recolectores estaban fuertemente diluidos. Los nuevos inmigrantes trajeron las primeras técnicas de agricultura hace unos 8000 años, desarrolladas ya en el Medio Este, y llegaron para quedarse y que nosotros existiéramos hoy. Nuestro origen lejano y confuso es un recuerdo de que las patrias son sentimientos efímeros, de que todos compartimos antepasados y de que buscar la diferencia cuando usamos un marco temporal de cien mil años es un ejercicio poco menos que ridículo.