Los primeros ensayos no funcionaron. Se mostró que el cerebro humano estaba excesivamente protegido y se cerraba a las nuevas opciones como el niño que se agarra a las barras por miedo a lanzarse por el tobogán. La interfaz solo comenzó a funcionar cuando se acudió a drogas que desbloqueaban esas defensas. La DMT se reveló idónea ya que en unos segundos abría la percepción "como una explosión de esporas" (según el relato de uno de los primeros voluntarios) y luego, la máquina podía mantenerla abierta durante horas. Con ello se probó que el cerebro era capaz de traspasar unos límites que en realidad eran ficticios y que solo estaban ahí para proteger la cordura. La simbiosis con la máquina tuvo un precio: solo una minúscula fracción de los voluntarios la soportaba y ninguno de ellos quería volver a su gris normalidad tras avistar la infinitud de los nuevos paisajes.
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No se recuerda la votación en las Naciones Unidas porque, como casi todas en la historia, fue irrelevante. La nueva Mente Simbiótica solucionó rápidamente multitud de problemas prioritarios en física y biología. Asignó probabilidades, acotó incertidumbres, diseñó modelos parciales y finalmente construyó un modelo de evolución global del planeta.
La crisis comenzó cuando los modelos del mundo mostraron que todas las evoluciones finalizaban en catástrofe. Aunque los antiguos demonios de la guerra y el hambre habían sido conjurados, la inevitabilidad de ciertos eventos surgía una y otra vez de las simulaciones. El más inmediato, con un horizonte de pocos cientos de años, era la aparición de un patógeno multirresistente. La mente simbiótica preparó protocolos de reacción que redujeron la probabilidad de catástrofe a millonésimas. El siguiente evento inevitable, con un horizonte de pocos millones de años, era el impacto de un gran meteorito. Se construyeron nuevas redes de vigilancia y se diseñaron mecanismos para desviar los posibles objetos lo suficiente para evitar la colisión.
El problema más lejano pero mucho menos remediable se derivaba de la evolución del Sol, esa vulgar estrella que había permitido la vida. En cinco mil ochocientos millones de años, en el Sol empezaría la fusión de hidrógeno en sus capas exteriores y su diámetro aumentaría hasta la órbita de Venus destruyendo la vida en la Tierra. Esa destrucción sería absoluta.
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La colonización espacial había sido un tópico literario durante décadas y las dificultades habían sido elegantemente solucionadas mediante portales, agujeros de gusano, pliegues espacio-temporales... De la misma forma que la mente ya había demostrado que las diferentes variantes de la hipótesis del multiverso no eran más que construcciones matemáticas, demostró también que todo el abanico de recursos para salvar las distancias hasta los planetas habitables más cercanos mediante ingeniosos atajos eran inconsistentes.
Dado que el fin último de la mente, probablemente imbuido por su parte humana, era la supervivencia, la diáspora comenzó a pesar de todo. Al principio, millones de microcápsulas con microorganismos en estado latente fueron enviadas a viajes potencialmente eternos. Más tarde se enviaron células germinales de organismos multicelulares, organismos deshidratados, cromosomas sintéticos con secuencias codificantes de organismos extremófilos... La probabilidad de éxito estimada para todas ellas era indistinguible de cero.
No hubo más. Las soñadas naves donde miles de humanos pudieran surcar el espacio casi indefinidamente no llegaron a construirse ya que las estimaciones de esperanza de vida no sobrepasaban las cien generaciones.
La conclusión fue demoledora: la vida consciente surgida en la Tierra estaba prisionera dentro de un radio de unos pocos días-luz de su origen. Ni siquiera el viaje a la estrella más cercana era posible para algo vivo. El único vehículo posible para los viajes dentro de la galaxia era el propio planeta y el resto del universo era solo una ilusión surgida de la luz de un pasado lejano. Una ilusión que jamás podríamos conocer en tiempo presente.
La conclusión explicó por qué la vida extraterrestre, aunque se había demostrado que surgía necesariamente en un amplio rango de condiciones, nunca se había manifestado. Todos los seres vivos, todas las posibles sociedades, estaban cautivas en una minúscula burbuja de espacio-tiempo.
La mente simbiótica previó la segunda singularidad y el colapso de la sociedad humana pero los resultados fueron comunicados por su transcendencia a toda la humanidad no-conectada. Minutos después programó su propia muerte ya que la certeza de la destrucción vaciaba de sentido todas sus acciones ¿para qué generar conocimiento si todo estaba destinado a desaparecer?
La reacción del resto del mundo fue rotunda: los humanos no hicieron el más mínimo caso. La lógica implacable de la mente simbiótica era algo evolutivamente autodestructivo. Consecuentemente se habían generado mecanismos de autoprotección demasiado arraigados como para dejarse influir por un futuro tan lejano. La noticia era una irrelevancia para una humanidad que había estado a minutos de la destrucción nuclear, que había soportado guerras durante milenios, que mantenía a raya el círculo de empatía para soportar el día a día, que encontraba su plenitud en instantes rodeados de gris monotonía. Carpe diem, dijeron muchos (aunque todos tuvieron que mirar la Wikipedia para entenderlo). Que le den a la Mente, dijeron los demás. Y eso lo entendieron todos.