No sé si les comenté que estoy de vacaciones en un pueblo de Tierra de Campos. Para los de fuera les diré que se llama así a un paisaje de Castilla donde los árboles han sido sustituidos por campos de trigo, centeno y girasoles. Apenas ondulado, algunos chopos y álamos flanquean los ríos y en cada pueblo no falta la iglesia, una o más, construida cuando se hacían esas cosas. A falta de convento, estoy en una casa pequeña de adobe, con las paredes revestidas de barro mezclado con paja, ya que aquí nunca hubo piedra, y vigas de madera. Este pueblo no es Macondo pero tampoco desmerecería en una novela.
Por la tarde, cuando afloja el calor, la gente saca las sillas a la calle y se sienta a hablar. Los temas son limitados porque la vida no aporta muchas novedades y la política, que tanto da de sí en otras tertulias, es del color único del cacique local. La Castilla profunda tiene fama de hosca, de silencios cuando pasas a su lado y eres forastero mientras te siguen con miradas tan expresivas como la de Charles Bronson.
A veces me acerco en bicicleta hasta otro pueblo donde me dejo caer por el bar antes de comer. Este me gusta porque se considera que la cháchara en las mesas es privada pero si se produce de un lado a otro de la barra (mostrador, se decía antes) es pública y puedes intervenir sin mayores problemas. Si lo haces con acierto puede que la dueña, buena conversadora, te invite a una ronda rellenando el vaso sin preguntarte.
El otro día lo hizo dos veces porque la conversación derivó sobre los topillos, unos roedores cuyas poblaciones sufren variaciones demográficas explosivas de vez en cuando, según venga la primavera. La explicación local es otra, por supuesto:
—Pues este año el ICONA no ha soltado ratones.
—No, pero soltaron serpientes porque el otro día mataron una grande en X por la tarde de esas que no hay por aquí.
—Mientras no hagan como en XX, que soltaron chacales.
Aquí, la dueña, que no me quitaba ojo desde el principio de la conversación, me rellenó por primera vez el vaso a ver si me sacaba del estado cataléptico.
La media hora siguiente fue de lo más ilustrativo. ICONA fue el acrónimo del Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza, organismo extinto hace un par de décadas aunque aquí sigan sin enterarse. Y allí intenté explicar los rudimentos de la dinámica de poblaciones bajo un amable pero impermeable silencio. Intenté decirles que yo conocí bien el ICONA y que jamás soltaron ratones ni serpientes, que eso era una leyenda recurrente. Que la serpiente que mataron en X la otra tarde fue en mi calle y que era una culebra de agua, una Natrix despistada de apenas 90 cm, inofensiva, de las que hay en el arroyo de más abajo. Que XX era mi tierra natal, Asturias, donde aún hay lobos y zorros pero nunca chacales, especie que sólo puede verse en España en los documentales de la tele.
Mi poder de convicción fue escaso y dio lugar a que surgieran otras pruebas de mi ignorancia.
—Entonces usted tampoco creerá que…
Y en ese “que” reaparecieron todos los mitos rurales que aprendí en mi infancia: las lechuzas que entran en las iglesias a beber aceite de las lámparas (siguen haciéndolo, parece ser, aunque ya no hay lámparas de aceite). O las serpientes que entran a la cuadra (la corte en Asturias) a mamar leche de los tetos de las vacas. O que las vacas paren con luna menguante o que cuando el mochuelo se pone pelmazo desde la torre de la iglesia es que va a morir alguien.
El segundo vino que me puso la dueña fue cuando uno comentó que el ICONA tiraba los ratones desde avionetas pero que, como se mataban muchos, habían terminado metiéndolos en bolsas con agua. Atados rápidamente de cuatro en cuatro, los echaban por la ventanilla. El que tenía la mala suerte de caer debajo se espachurraba pero los otros, rota la bolsa antes de ahogarse, salían corriendo empapados pero felices. Finalmente, la variante más eficaz fue, parece ser, tirarlos con pequeños paracaídas, siempre de noche para que la gente no se diera cuenta.
Los argumentos manejados eran irrebatibles: “pues lo vio fulano, que estaba a la puerta de la bodega”, o “me lo dijo el médico, que un hermano suyo vive en Madrid”. Razones de autoridad ante las cuales no caben doctorados en biología.
La conversación siguió agradablemente, aderezada con pimientos picantes fritos, hasta que llegó la hora de comer. Al irme me recomendaron sinceramente que no fuera caminando por la chana de noche, una especie de páramo local, porque a veces se oyen voces.