Hace unos días me bañé con el teléfono en el bolsillo. Si hubiera sido el fijo probablemente no habría ocurrido, por aquello del cable, pero era el móvil. El nuevo ya no es un teléfono, es una navaja suiza cibernética y hace de todo usando las últimas tecnologías. Yo no quería eso (sólo quería un teléfono) pero el problema principal, el que me ha hecho abordar esta entrada es que el trasto se acompaña de un manual de 118 páginas lleno de bonitas y memorables frases como ésta:
“También puede solicitar los ajustes de configuración directamente como mensaje de configuración si tiene esa disponibilidad”.Expuesta la anécdota, paso a comentar el fondo del asunto: la disponibilidad de información en este primer mundo empieza a ser un problema, no sólo por su cantidad sino por su calidad. Hoy quería comentar dos aspectos complementarios del asunto.
El primero es la estúpida complejidad de los aparatos que deberían simplificarnos la vida pero que no lo hacen. Mi teléfono, por ejemplo, exige una inversión de tiempo y esfuerzo absurda si quiero conocer a fondo su manejo. Pero además, una buena parte de sus funciones es innecesaria aunque en esta huida hacia delante tecnológica, el próximo modelo traerá media docena más, todas ellas tan útiles como poder disfrutar del “Para Elisa” en sonido de cutre-fidelidad. O una encriptación PGP de chorrecientos bits con la que no poder hablar con nadie. O la posibilidad de enviar mensajes en código Morse.
Y claro, el elegante pero inusable diseño de los aparatos se acompaña de volúmenes de instrucciones que se supone son información útil, bien trabajada y sintética, cuando en realidad son basura escrita por un sádico. A este respecto supe que el apocalipsis había llegado cuando un amigo estuvo sin aire acondicionado en el coche nuevo durante semanas porque todo se manejaba con múltiples combinaciones de 6 botones, desde la radio hasta la alarma antirrobo. Y el manual era difícilmente distinguible de un sudoku.
Toda esa información no sólo es inútil sino que además es innecesaria ya que es perfectamente posible un aparato mejor diseñado que permita un manejo intuitivo.
El segundo aspecto del asunto es la enorme abundancia de información que debemos procesar de forma continua en nuestro ambiente artificial y que, de nuevo, es inútil en su mayor parte. Les pongo un ejemplo: vean la foto de abajo.
Es una foto vulgar, de cualquier sitio, pero fíjense bien: pueden contarse hasta 30 puntos con información que, supuestamente, está ahí para ser procesada por el viandante. ¿No los ven? Enumero algunos empezando por la derecha: 4 vallas publicitarias con texto abundante, una señal vertical con 3 rótulos, 2 carteles en la pared, una señal en el suelo de “stop”, una señal vertical de dirección prohibida… podríamos seguir así incluyendo incluso las luces de freno del coche parado ante nuevas señales de stop (redundantes). ¡Ah! Y no se olviden del letrero azul de la ventana del 2º piso, que puede ser útil (se ofrece psicóloga).
Así, a martillazos, podemos dividir la información en nuestra vida cotidiana en dos grandes grupos: relevante e irrelevante. El objetivo es dedicar atención sólo al primer grupo, que debería ser asimilado y almacenado porque sirve de cimiento a nuestro aprendizaje. Hablaré de ella la próxima vez porque tampoco está exenta de problemas. El segundo grupo es el más preocupante. Estamos rodeados, inmersos, en información absolutamente inútil, sobredimensionada, no solicitada, ante la cual respondemos como siempre que un sentido se satura: volviéndonos insensibles. Debido a ese mecanismo de defensa circulamos por la calle de la foto como si fuéramos ciegos, dirigiéndonos en una dirección mecánicamente ignorando el entorno o atendiéndolo sólo de forma inconsciente y automática. Ese exceso de información se amplía en el caso del sonido: tráfico, bocinas, anuncios sonoros, música en un entorno absurdo, lo que nos lleva a anular un sentido más.
Un experimento interesante dentro de los nuevos movimientos urbanísticos sería el diseño de un pueblo donde la mayor parte posible de la información necesaria estuviera implícita en el propio diseño urbano y la innecesaria no existiera. No soy urbanista por lo que no puedo dar soluciones, sólo ideas, pero ha habido periodos históricos que han utilizado diseños en buena medida autoexplicativos (la ciudad romana), estructuras urbanas no repetitivas (el núcleo de la ciudad medieval europea), nombres que reflejan el funcionamiento temporal (las plazas mercado en Marruecos), diseños de fachadas que por sí solos informaban del contenido y función de la casa o tienda (algunos diseños modernistas). Y seguro que hay muchos más porque mi conocimiento del asunto es muy superficial, a pesar de lo cual creo que no sería difícil renovar diseños que faciliten cosas como la orientación espacial y temática de forma intuitiva, la limitación drástica del ruido que evita que oigamos la señal (lo útil), la imprevisibilidad del paisaje a la vuelta de cada esquina, la moderada diversidad de ambientes, armónicos con la función de cada zona, la eliminación absoluta de la publicidad. La realidad nos ha llevado a ciudades monótonas y hostiles, donde tenemos la impresión de vivir en una permanente cacofonía, no sólo de sonidos, sino de datos inútiles. Estamos en el mundo del spam.