Mis abuelos fueron emigrantes y eligieron como destino, quién sabía si final, los EE.UU. Sus dos hijas nacieron en el estado de Virginia. Ambas mantuvieron su nacionalidad estadounidense cuando volvieron a España, impulsadas por una crisis tal que hacía deseable volver a un país como este. Casi medio siglo más tarde, mi madre me llevó de vuelta unos meses a Detroit a finales de los 60 aprovechando que ambos teníamos la doble nacionalidad.
Era un niño pequeño y no me enteré de nada. Hoy apenas tengo un par de imágenes muy lejanas en la memoria.
Una de ellas es un jardín. Yo estoy revolviendo la tierra con una pala de juguete. Una ardilla había escondido algo unos minutos antes y yo intentaba encontrarlo. Al fondo, el porche de una casa de madera.
En la otra estoy jugando con otros niños en una calle. Estamos sentados en el suelo, no hay coches y las casas son de planta baja. Hay ropa tendida y una valla de madera blanca.
Años más tarde supe que todos aquellos niños eran negros y que el permiso de mi madre para que jugara con ellos era algo escandaloso en las casas de blancos del barrio. Supe también que el barrio era modesto y que no se había definido una zona blanca ni una zona negra pero las relaciones sociales eran estrictas. No hay mezcla, no hay conversación, no hay juegos. Fui probablemente el primer niño blanco que jugó con niños negros sin saber, ni yo ni los demás, que estábamos haciendo algo raro.
Aquel mismo año o tal vez el siguiente mataron a Martin Luther King en Memphis, relativamente cerca de allí. Mi tía recuerda perfectamente a sus 98 años ese acontecimiento, pero recuerda aún mejor el ambiente en el que se produjo: el hartazgo de la población negra, la segregación (y no era un estado del Sur) y, sobre todo, la esperanza de que algo podía cambiar con Martin Luther King. Una esperanza truncada. En Europa, un mes después se truncaría otra: era mayo del 68.
Hosea Williams, Jesse Jackson, Martin Luther King y Ralph Abernathy en la terraza del hotel Lorraine, en Memphis, el día 3 de abril de 1968. King fue asesinado en el mismo lugar al día siguiente.
A esa esperanza, me cuenta, se unía la suya. No sabía que se llamaba "el sueño americano" pero era indistinguible de él. La crisis del acero, sector donde trabajaba mi abuelo, les obligó a tomar el barco en Nueva York para volver acá. Fue el reconocimiento de una derrota de la que nunca se recuperaron del todo.
Mi lectura del triunfo de Barack Obama está más relacionada con esa sensación de esperanza renacida, algo que ya está presente, que con expectativas de futuro. No sé si Obama hará una décima parte de lo que se propone pero ya ha conseguido algo impensable en esta mierda de años que llevamos recorridos en el siglo XXI. La mejor explicación es la cara de Jesse Jackson en Chicago. Jackson estaba al lado de Martin Luther King cuando lo mataron hace cuarenta años. Yo no, claro, pero oyendo a Obama vuelvo a estar en aquella acera de Detroit hace tanto tiempo. Y me gusta la sensación.
Jackson, cuarenta años después, en la victoria electoral.