06 noviembre 2017

Lectura benevolente.

Ante un duelo dialéctico se puede optar por estrategias diversas. Hace tiempo que tengo apuntado escribir una nota mínima sobre una de ellas: la lectura benevolente. Hoy me he decidido por quitarme ese apunte del medio de una vez y porque los debates (por llamarlos de algún modo) de estos meses parecen indicar que ese concepto se ha olvidado.
Imaginaos que tras una catástrofe natural leeis: “el terremoto no es el problema, el problema es la corrupción que impide que la ayuda llegue”. Ante esa afirmación cabe reaccionar al menos de dos formas. En la primera, la más inmediata, clasificamos al tipo como imbécil porque es obvio (imaginemos el contexto) que, si no hay terremoto, no hay necesidad de ayuda y la corrupción es, en este caso, irrelevante. Según esta interpretación, el autor de la frase carece de razón y de lógica e, incluso, parece estar quitando importancia al terremoto que posiblemente ha dejado cientos de muertos: encima, un insensible.
La segunda forma de lectura es diferente: entiendo que el tipo no quiere quitar importancia al terremoto y no se le escapa que es la causa principal del problema, pero quiere enfatizar que la corrupción añade daños al resultado generando una situación aún más lamentable por lo evitable. La frase original no es afortunada, pero si somos benevolentes en nuestra lectura, podemos suponer qué quiere decir realmente de forma que esa persona se salva de la descalificación instantánea.
La lectura benevolente muestra flexibilidad ante los errores de comunicación del otro y suaviza los errores de interpretación propios. Lo difícil es que hay que tener generosidad para aplicarla y eso va, frecuentemente, en contra del pensamiento fácil, de las sentencias de ejecución inmediatas, de la descalificación absoluta que reafirma nuestras ideas.
Recuerdo hace unos años en un debate en un blog donde, en cierto momento, me equivoqué en una preposición que cambió parcialmente el sentido de la frase. Mi contrincante gritó (virtualmente) feliz: ¡te pillé! ¡has dicho X con lo que te contradices de todos tus argumentos anteriores! Fue inútil decirle que no, que no sólo no había querido decir X sino que, precisamente porque contradecía mis argumentos anteriores, debía darse cuenta de que había sido un error de redacción fácilmente explicable. La lectura benevolente hubiera llevado a esa persona a admitir la posibilidad de que yo me hubiera equivocado realmente al teclear tres letras y que con pedirme explicaciones se aclararía el asunto, pero no fue así.
¿Cuál es el problema de la lectura benevolente? Que es difícil porque, obviamente, exige esa virtud escasa: la benevolencia. Admitir que esto que estoy escribiendo se puede redactar de mil formas y que todas son distintas, que algunas pueden no entenderse bien, que a veces no estamos inspirados o concentrados como para hacer del lenguaje un vehículo de comunicación optimizado, exige generosidad y algo de “respeto preventivo” al adversario. Nada que abunde hoy.
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