Amanece y se ven ligeras nubes que flotan en el horizonte sobre la arena gris. Hacia el oriente de pronto se despliega un brillante hechizo de luz púrpura y oro. Aparecido el Sol, el mundo cambia en una fiesta de colores y de luz. Al pie de la duna nos embriagamos en las cálidas irradiaciones, en el incendio del aire sobrecalentado que palpita a lo lejos en el falso horizonte de un espejismo. "Loado seas Señor por nuestro hermano el Sol" que llena nuestros ojos de claridad y nos aturde en una sensación de extraño misticismo.Meharées, de Théodore Monod, 1937.
Pero el idilio no dura, el beso se vuelve mordedura y la caricia abrasa. El Sol ya no es el amigo apacible ni la indulgente divinidad de hace unos minutos. Ahora es el enemigo, el dios cruel e implacable de la sed, el que llena de ampollas la carne, el que suspende una mortal amenaza sobre nuestras cabezas. Es el que reseca las gargantas, agrieta los labios, deja los ojos doloridos y hace el suelo insoportable para los pies. Es el que calcina las tierras muertas del desierto y el que, bajo la cúpula de un cielo descolorido, derrama un incendio con sus rayos verticales.
Valga el texto anterior, que tenía en la recámara desde hace tiempo, para ponerles unas fotos de mis recuerdos marroquíes.
Campamento bereber en la llanura de los fostatos
Pueblo amurallado camino de Warzāzāt (Uarzazate)
Primavera en el desierto de piedra
Oasis camino de Zagora
Cedro en la región de Khénifra, en el Atlas medio.
Alguna foto más en el álbum Marruecos.
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