Leo un artículo de Oriol Pi en La Vanguardia (7/6/2006, pág. 25) que empieza:
El Papa alemán ha conmovido al mundo al preguntar en los campos de exterminio nazis en Polonia "¿Dónde estaba Dios en aquellos días? ¿Porque calló?"Desde mi punto de vista la respuesta es muy simple pero desde el catolicismo la cosa se complica extraordinariamente. El señor Pi nos ilustra un poco confusamente en dos pasos. En el primero:
Dios no permitiría el mal si no hiciera salir el bien del mal mismo.Es decir, Dios permite el mal para que el hombre pueda ejercer la libertad de transformar el mal en bien. Y en el segundo, ante el escaso poder de convicción del argumento previo, nos ilustra con la pregunta/respuesta de todas las cosas:
¿Quién puede abarcar al Inabarcable? ¿Quién puede comprender al Incomprensible?Finalmente, usa las palabras del Papa para reforzarle: su reconocimiento de ignorancia lo hace humano, "abierto al misterio" (?), lo cual es su mayor grandeza.
Yo les confesaré que cuando leo este tipo de artículos también me pregunto cosas. Más vulgares, sin duda. Por ejemplo, ¿de qué diablos (con perdón) está hablando el señor Pi? Si la realidad contradice el dogma la respuesta es el misterio misterioso, qué respuesta tan fácil y tan absurda. Pero cuela: el señor Pi se queda en estado de ensoñación ante tanta grandeza papal sin darse cuenta, al menos en apariencia, del fraude.
La pregunta de Ratzinger podría tomarse como una pregunta retórica. Clama al cielo por no recibir respuestas ergo se engrandece su fe. Pero no es tan simple porque no se cae en lo fundamental: la persistencia del mal es, desde la perspectiva católica, algo inexplicable. Alguien con un mínimo sentido común y ante tan flagrante contradicción revisaría las bases pero no: ante el cataclismo que supondría eso, obviemos la imposible circunstancia de que un dios infinitamente misericordioso y omnipotente permita el dolor, la tortura y la muerte sin hacer nada para impedirlo. Obviemos el problema sin morirnos de vergüenza ante la desfachatez que ello supone.
Ratzinger ha preguntado algo que venía preparado desde las cocinas de su equipo de mercadotecnia. No ha actuado honradamente, su pregunta no es retórica, es un fraude. Ha tratado a sus fieles como el torero al toro: engañándolos. Un elegante natural y donde antes había un torero ahora sólo está el vacío. Sólo que el torero arriesga su vida en el engaño. Ratzinger no arriesga nada, su toro no tiene cuernos con los que pueda contestar.