05 marzo 2013

Toni Cantó, los derechos de los animales y la empatía

Dicen que Toni Cantó dijo algo en el Congreso sobre que los animales no tienen derecho a la vida. Realmente no se qué dijo exactamente ni tengo mucho interés en buscarlo pero el asunto está bien traído y sí que me importa un poco, como habrán visto en el post en el que justifico mi oposición a la tauromaquia. Hay un par de artículos al respecto que les recomiendo. El primero me parece muy flojo pero está escrito por el filósofo de cabecera del señor Cantó, don Fernando Savater, y culmina con la famosa: no hay derechos animales. El segundo está firmado por otra filósofa, doña Adela Cortina, y me parece mucho más sólido y razonado pero plantea que los derechos animales "se conceden [por los humanos] para protegerles del maltrato" mientras que "los derechos humanos son anteriores a las voluntades de los legisladores".
Sin ser filósofo ni por lo más remoto, creo que en esta espinosa cuestión tiene más razón Savater que Cortina, aunque verán que opino que don Fernando se queda muy corto.
Por un lado, admitir que el ser humano tiene derechos por el hecho de ser humano nos lleva a unos terrenos muy trillados pero no por eso menos pantanosos. El argumento a favor de la existencia de esos derechos suele basarse, como dice Cortina,  en que "los seres humanos tienen la capacidad para reconocer qué es un derecho y para apreciar que forma parte de una vida digna". Que esa capacidad existe es innegable pero que esa capacidad tenga como consecuencia que los derechos pasen a ser algo absoluto y preexistente a la legislación me parece una consecuencia nada obvia. Es conocido el contraargumento básico ante esa razón: si es necesario poder reconocer qué es un derecho y apreciarlo para ser merecedor de él, hay seres humanos que no los tendrían, por ejemplo, personas en coma irreversible (por no meterme en otros fangales en los que chapotea, por ejemplo, Peter Singer).
Sin más rollos, les cuento mi punto de vista: nadie, ni los seres humanos ni el resto de animales, tenemos derechos "preexistentes". Nadie es merecedor "por que así está escrito" de nada. Los derechos no son algo absoluto y aislado sino que surgen y se desarrollan dentro un convenio social. La esclavitud era considerada razonable hace bien poco debido a que una parte de la humanidad no consideraba adecuado otorgar derechos en términos de igualdad a otra parte. Ahora consideramos que todos los seres humanos deben tener los mismos derechos pero eso no viene de una "verdad cósmica revelada" sino que es una consecuencia de nuestra evolución social, en la que hemos ampliado el círculo de la empatía (ver ¿Ética sin dioses?) más allá de nuestra genealogía, de nuestra vecindad más inmediata, de nuestra religión (o ausencia de ella) o del color de nuestra piel.

Jane Goodall (del post Mujeres y primates)
Los derechos humanos solo existen porque hemos acordado que lo hagan. Este acuerdo se ha realizado porque tenemos la percepción de que su existencia supone una mejora objetiva de las condiciones de bienestar, tanto particulares como generales.
Es interesante, para aportar una pista a una explicación de este fenómeno social, reparar en que hay movimientos cada vez más insistentes que buscan otorgar derechos "humanos" a los grandes primates. No los hay, sin embargo, para asignar esos derechos a las langostas o a los nemátodos. Nuestro círculo de empatía se extiende sobre el árbol taxonómico pero solo hasta ciertos límites de distancia, aunque estos sean crecientes. De hecho, aún hay muchos humanos que no lo extienden a la totalidad de la humanidad, y la esclavitud y la explotación son ejercidas sin compasión (ese sentimiento de identificación con el dolor ajeno) en todo el mundo con más o menos sofisticación.
Sería bueno, creo, que nos metiéramos en nuestra cabeza que los derechos de todos, humanos y no humanos, míos y tuyos, dependen exclusiva y totalmente de nosotros mismos. Dicho de otra forma: somos responsables y somos libres. Somos responsables si mejoramos el mundo y lo somos también si lo hacemos peor. Somos libres de elegir una de las dos actitudes pero sería bueno considerar que esa elección puede ser muy relevante para los que queremos dar un poco de sentido a nuestras vidas (que, de por sí, carecen de él). También somos responsables a la hora de educar en la lucha contra el retraso moral o de ser aquiescentes con hechos que la evolución ética de nuestra sociedad ya no considera admisibles. Y somos libres de abstenernos, de tolerar la injusticia, el abuso y la violencia contra el débil, por supuesto, pero sobre eso no puedo decir más que allá cada cual con sus miserias y sus luces.

04 febrero 2013

Los rincones oscuros que genera la curiosidad

Cae un rayo y un árbol arde. Los animales se limitan a huir de las llamas que causan dolor o, sin llegar a tanto, una sensación de malestar insoportable cuando se acercan. Sin embargo, en algún momento, algunos de nuestros antepasados miraron ese fuego con curiosidad y algo nuevo ocurrió: no solo anotaron en su memoria que ese raro fenómeno produce calor y luz sino que se les ocurrió llevar una rama ardiente a su cueva y  alimentarlo con otras. No debió ser fácil acercarse a algo incomprensible y claramente peligroso, dominar el miedo y llevarlo al refugio.
Este acontecimiento que parece casi banal implica procesos mentales en los que aparece  la base de nuestra esencia humana. El más importante es la capacidad de imaginar el fuego en otro lugar, el siguiente, la capacidad de imaginar (crear un modelo de una realidad que aún no ha ocurrido) las consecuencias de la primera acción. Imaginar es crear un modelo mental de la realidad y usarlo para predecir consecuencias. A partir de ahí se vence el miedo y las condiciones de vida cambian: se elimina el frío, se protegen mejor de los predadores, se crean condiciones para liberarse de la noche. La trasmisión de ese conocimiento de generación en generación es el nacimiento de la cultura.

Cueva de las manos, Santa Cruz, Argentina (fuente: Mariano, Wikipedia)
Somos humanos porque empezamos a imaginar, a crear modelos del mundo y a usarlos para prever situaciones más allá de la pura actualidad. Huir de un predador es una reacción inmediata, “en tiempo real”. Preparar un fuego a la entrada de la cueva o poner una empalizada es tener en cuenta un futuro posible, algo mucho más elaborado y que supone ubicarse en un escenario posible pero que aún no se ha producido, evaluar escenarios alternativos y anticiparse o corregir posibles problemas. Hacer modelos de la realidad y usarlos para prever el futuro supuso un cambio esencial a la hora de vivir en el mundo.

En nuestro ejemplo, la capacidad recién adquirida condujo inevitablemente a un segundo paso, hacerse preguntas. Es el comienzo, impulsado por la necesidad, de la curiosidad, nuestra característica más significativa como humanos. Probablemente los dioses surgieron cuando comenzamos a preguntarnos las razones de las cosas y no había conocimiento para encontrar una explicación terrenal. ¿De dónde viene el rayo que tan profundamente cambió nuestras vidas? ¿Cómo podemos conseguir que caiga otro cuando nuestro fuego se apagó por un terrible accidente? Existe alguien o algo tan poderoso que puede generar el rayo, pidámosle que lo haga ya que nuestra vida depende de ello. Fue ésta una consecuencia de nuestra recién adquirida necesidad de entenderlo todo, de buscar las razones de las cosas para anticiparse a las catástrofes.

Los dioses rellenaron espacios en los modelos de la realidad cuando no había piezas que pudieran hacerlo. Los dioses habitaron siempre en los rincones oscuros. En un tiempo, ninguna creencia contradecía la realidad ya que nada sabíamos de ella. Hoy nuestro conocimiento sobre el mundo ha empujado a los dioses apenas a rendijas y minúsculos agujeros; sus continuas apariciones, antes tan frecuentes, ya no se producen. Ya no nos maldicen con enfermedades o hambre, ya no nos bendicen con buenas cosechas. Ya no es necesario ofrecerles sacrificios para que salga el Sol cada mañana. Los dioses se han vuelto sospechosamente indiferentes. Podría decirse que están como ausentes.

31 enero 2013

¿Ética sin dioses?

¿Puede existir una ética sin dioses que la dicten? La respuesta debería ser clara dada la existencia de personas ateas con una ética sólida. En un estudio reciente, de 2009, comparando científicos (miembros de la American Association for the Advancement of Science, AAAS) y población en general mostró que decía no creer en ningún tipo de dioses un 41% de los primeros, un 18% decía creer en una fuerza superior (no personal) y un 33% decía creer en un dios personal al estilo del de las religiones monoteístas. ¿Significa eso que ese 41% de personas (unas 1040 en números absolutos) carece de principios éticos? Quisiera ver si hay alguien que defiende eso y con qué argumentos.

Está claro que la hipótesis “sin dios no hay ética” es insostenible. De hecho, sólo los religiosos más fundamentalistas se atreven a defenderla no permitiendo que la realidad les estropee su visión dicotómica del mundo. Otra cuestión son las afirmaciones como que una ética laica no tiene fundamento, que solo busca el placer o que está dominada por el interés egoísta y llevaría a la humanidad a su destrucción.


En la práctica, hay estudios que apoyan la idea de que no existen diferencias esenciales entre la ética de creyentes y de ateos cuando se trata de problemas fundamentales. Por poner un ejemplo conocido, piensen su respuesta a los siguientes dilemas éticos:

  1. Un vagón de carga va a atropellar a cinco personas que caminan por la vía. Si aprietas un botón desviarás el vagón a otra vía en la que matará a una persona, pero las otras cinco sobrevivirán. ¿Debes hacerlo? 
  2. Un camión va marcha atrás hacia un niño que juega en el suelo. Tienes tiempo de sobra para coger al niño y retirarlo salvándole la vida. ¿Debes hacerlo? 
  3. Cinco personas llegan a un hospital en estado crítico. Cada una de ellas necesita un órgano distinto para sobrevivir. Hay una persona sana que podemos secuestrar para extraerle los órganos. Ella morirá pero las otras cinco sobrevivirán. ¿Debes hacerlo? 
Las respuestas son casi invariables: en el caso 1, se puede hacer (90%); en el caso 2, se debe hacer (97%); en el caso 3, no se debe usar a la persona sana para curar a las otras (97%).
Si la moralidad dependiera de ser religioso, los ateos deberían juzgar y justificar esos casos de forma diferente y los resultados muestran que esas diferencias no existen. Estas preguntas (u otras similares) figuran en la página Encuesta de Juicio Moral de la Universidad de Harvard en la que pueden participar.

Vista esta primera cuestión ¿en qué principios puede basarse una ética sin dioses? ¿Sería una ética arbitraria, basada en juicios caprichosos? ¿Sería una ética egoísta, basada en que lo “bueno” es siempre lo mejor para mí y lo “malo” aquello que contradice mis deseos de este momento (que pueden ser otros dentro de un rato)?
 No voy a ponerme a discutir si la “ética emanada de un dios” proviene realmente de él o es una construcción humana. Mi opinión al respecto se basa no sólo en ser ateo sino en la deficiente estructura de las “éticas divinas”, comenzando por los diez mandamientos cristianos, donde no se mencionan aspectos fundamentales como la igualdad de razas y sexos, la negación de la esclavitud y de la explotación humana, la no discriminación por causas de pensamiento o religión, el aborrecimiento de la violencia, la exaltación de la comprensión y de la empatía, la libertad de expresión y de culto… 
Claramente, algunas de esas diez leyes son deficientes, otras caprichosas, y en su conjunto insuficientes. Nada en ellas nos asombra por su perfección ni por su armonía ni por su integridad al cubrir todo el comportamiento humano. No pueden de ningún modo ser establecidas, como se pretende, como un código ético universal hasta el punto de que si a cualquiera persona se le pidiera elaborar diez normas con vocación general podría mejorar esos mandamientos sin el más mínimo esfuerzo.

Sin embargo, podemos ver que alguno de los mandamientos es aceptado de forma general. Por ejemplo, “no matarás” es una norma universal en el sentido de que no existe ninguna sociedad donde el asesinato haya sido considerado algo deseable. Por supuesto, ese “no matarás” no es original ni, el absoluto, patrimonio de ninguna religión. Desde el principio de la humanidad como sociedad organizada han existido códigos legales donde se encuentran invariantes como considerar perniciosos el robo, el asesinato, el perjurio o el fraude…
Todos estos aspectos se han penalizado bajo religiones y circunstancias muy diferentes lo cual hace pensar en alguna causa subyacente, más allá de dioses que dictan normas, que lleva a considerar que no es bueno engañar, robar o matar. La cuestión, por tanto, no es si existe una ética laica, es obvio que sí, sino si somos capaces de explicar o proponer alguna hipótesis sobre la existencia de invariantes éticos comunes a todas las sociedades humanas con independencia de su naturaleza religiosa.
Si existe una ética humana con independencia de los dioses ¿en qué se sustenta? El asunto tiene, al menos para mí, cierta importancia ya que uno de los argumentos que se usan contra el ateísmo es que “sin dios no hay ética” por lo que un ateo no es alguien en el que puedas confiar ni personal ni socialmente.

Un universal ético es un juicio sobre la bondad o maldad de una acción que es reconocido por una inmensa mayoría de la humanidad, independientemente de su localización geográfica, sociedad y religión (o ausencia de ella). Examinando nuestra historia podemos reunir un pequeño conjunto de acciones consideradas inmorales o indeseables por una mayoría: el asesinato, el robo, el incesto, la mentira, la estafa... Aunque no todas se han considerado de igual gravedad, ni siquiera en una escala relativa, no creo que exista sociedad en los últimos milenios que no haya tenido normas prohibiendo o castigando estas acciones.
Es cierto que en todas las sociedades hay personas que piensan que matar es algo irrelevante o que torturar niños no tiene importancia pero a esas personas ni siquiera las consideramos dentro de la sociedad y se ha acuñado un término que refleja esa exclusión: sociópata. Este término indica que no cabe en nuestros conceptos que un asesino en serie sea una persona normal, aunque imperfecta en su comportamiento: es una aberración y la causa es que no tiene ninguna intención de aceptar o reconocer las reglas sociales “universales”.

¿De dónde vienen nuestros juicios sobre la bondad o maldad de estos “universales”? ¿Cómo es posible que haya una unanimidad subyacente a pesar de la heterogeneidad de culturas? Una posible respuesta es que esas normas morales básicas son fruto de la evolución de nuestra especie y que tienen un sentido relacionado con la supervivencia personal y la estabilidad de las sociedades.
Pongamos como ejemplo la regla básica: no matar. Si viajáramos al tiempo del nacimiento de nuestra especie, hace unos 600.000 años, veríamos que nuestros ancestros vagaban buscando alimento, protegiéndose de los predadores e intentando, como todos, llegar a la edad reproductora y perpetuarse en sus hijos (segundo instinto básico de cualquier especie).
Cualquier grupo en el que el asesinato por bienes, sexo o alimento no estuviera reprimido, no duraría demasiado en aquel ambiente, donde sólo la cooperación podía dar ciertas esperanzas de llegar a adulto, reproducirse y seguir en este planeta. La tendencia a la conducta cooperativa tiene un soporte evolutivo y natural que se sustenta con facilidad: no mates, al menos a “tu gente”, a la gente que puede contribuir a ampliar tu esperanza de supervivencia.
El “egoísmo natural” queda desacreditado con el argumento de que somos primates sociales y una sociedad no se sostiene si todos sus componentes siguen un comportamiento exclusivamente egoísta porque la colaboración es absolutamente necesaria.

Bioética, el desafío que surge de los avances en biología y medicina
Puede postularse que el resto de normas universales sigue un principio similar: la persistencia o supervivencia del grupo organizado y cooperante. Serán “buenas” aquellas conductas que facilitan la estabilidad social, que reducen los riesgos de muerte, que permiten una mayor supervivencia no solo de la persona sino del grupo. Son conductas que tenderán a perpetuarse por el mismo motivo por el que una mutación beneficiosa hará que el gen afectado aumente su frecuencia en la población.
Como es evidente, en estas reglas entran continuamente en conflicto los intereses personales con los colectivos: matar a mi vecino para quedarme con sus bienes puede ser bueno para mí pero es, sin duda, malo para el grupo. Estos conflictos se resolverán mayoritariamente en favor de la estabilidad de la sociedad y de la satisfacción de los intereses colectivos.

La tendencia a la cooperación no tiene por qué estar marcada en nuestros genes o, al menos, no solo en ellos. En nuestra especie, las bases genéticas de la cooperación están complementadas con bases culturales, donde las conductas para la protección y estabilidad del grupo se transmiten mediante la educación, el derecho y las normas internas. Son ”estrategias evolutivamente estables” que tienden a perpetuarse al contribuir a la cohesión y supervivencia social.
Sin embargo, incluso hoy, las normas “universales” no se aplican sin discriminación. En una sociedad cerrada las normas de convivencia social se aplican estrictamente a los componentes de esa sociedad y mucho más laxamente a los extranjeros, a los que no forman parte de ella. El “no matarás” de la Biblia está dirigido exclusivamente a un círculo muy limitado y son abundantes las guerras y masacres contra “los otros”. Esta diferencia tiene también una base biológica: cooperar con nuestros parientes y vecinos (pensemos en una tribu en el Paleolítico) es mucho más ventajoso desde el punto de la supervivencia y reproducción que hacerlo con otro grupo lejano que puede ser incluso un competidor por los recursos.
Con las bases biológicas y culturales, que pueden actuar reforzándose y complementándose, podía esperarse que las normas “universales” útiles para la estabilidad de los grupos primero y de las sociedades después, estuvieran matizadas según la proximidad genética y cultural de los individuos. Hay muchos hechos que sirven de apoyo a esta hipótesis como, por ejemplo, que consideremos más repugnante el asesinato dentro del vínculo familiar que fuera de él, algo que se reconoce en el código penal como agravante. O que no nos afecte apenas la muerte de cientos de personas en otro continente en un terremoto mientras nos afligimos estruendosamente por una sola en círculos más próximos.

Parece que la evolución cultural de las ideas de cooperación y asignación de derechos a los demás ha tomado el relevo de la posible base genética de los invariantes éticos. Es interesante darse cuenta de que, con el tiempo, ha existido una tendencia a ampliar progresivamente el círculo dentro del cual reconocemos a “los nuestros”: familia, vecino, grupo, etnia… Inicialmente, ese “círculo de empatía” abarcaba solo a la familia inmediata y luego, con la construcción de sociedades más complejas, se amplió a grupos mayores, a tribus, a ciudades, a comunidades con un vínculo cultural como puede ser profesar una religión o tener una naconalidad. Fuera de este círculo, matar al “otro” no solo puede no ser malo sino puede ser considerado algo deseable. La ampliación del círculo de empatía ha venido de la mano de movimientos que consideran que existen unos derechos básicos que deben reconocerse a toda persona, independientemente de sus características “tribales”. El primer hito en esta tendencia es probablemente la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789), producto de la Revolución francesa. El último, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). La DUDH no es un documento vinculante y de hecho muchos de sus 30 artículos se incumplen flagrante y continuamente pero es el reflejo de una evolución ética no basada en libros sagrados donde se declaran derechos a los que muchas religiones se oponen activamente.

La ética es un producto de nuestra mente, nuestra mente es un producto de nuestro cerebro y nuestro cerebro es un producto de la evolución.

28 enero 2013

Tombuctú, religiones y bibliotecas

Tropas francesas han entrado en Tombuctú sin oposición armada. La batalla se libró días atrás en un ámbito diferente. Los bárbaros de la yihad se dedicaron a destruir lo que más miedo les da: la cultura. Tras demoler santuarios y tumbas, quemaron miles de manuscritos. Hace cinco años escribí la extraña historia de estos documentos cuyo origen es, en gran parte, una historia española que comienza en Granada y Toledo.

En España ha habido raros momentos de tolerancia y convivencia en paz de culturas diferentes. El de esta historia no es uno de ellos y nos recuerda, una vez más, que todos somos emigrantes y exiliados. Es el relato del improbable pero real nexo entre la Granada española y el Tombuctú de Mali.

Aunque la ocupación de la colina llamada la Sabika era anterior, la historia de verdad empieza en el siglo XIII, cuando la Alhambra, antes sólo un fuerte, se convierte en residencia real de la corte nazarí. Un tal Mohammed ibn Yusuf ben Nasr construyó su palacio en esa colina, con buenas vistas y río al fondo ¿qué más se puede pedir? En los dos siglos siguientes la construcción creció con la alcazaba a un lado y la medina al otro.
Granada fue conquistada por el ejército de los Reyes Católicos ante los que Abu 'Abd Allāh (Boabdil para los cristianos) capituló en 1492 después de más de un año de asedio.
Con este acontecimiento finalizó en España el periodo musulmán, nada menos que siete siglos de más luces que sombras si los comparamos con las características de la Edad Media del resto del continente.

El éxodo de los antes residentes en al-Ándalus se hizo retornando al Norte de África a lo largo de los dos siglos siguientes. Con ellos se fueron costumbres, cultura y escritos. Cierto es que no se fueron solos porque coincidieron al principio con la expulsión de los judíos sefardíes, algunos de cuyos descendientes mantienen el judeo-español o ladino como idioma (Sefarad es un programa que se emite por Radio Exterior de España en lengua sefardí).
Volviendo al tema, la mayoría de los exiliados se extendieron por el Norte, Marruecos, Argelia... Pero algunos llegaron más lejos atravesando media África.

Y aquí llegamos a un episodio más notable aún de la historia porque una parte de su legado se conserva en Tombuctú, la mítica ciudad origen y destino de las caravanas que cruzaban el Sahara. Se conserva en forma de biblioteca.
La biblioteca tuvo su origen muy lejos, en un exiliado llamado Ali ben Ziyad al-Quti, que cruzó el estrecho a mediados del siglo XV con una carga de cuatrocientos manuscritos. Ceuta, Fez, Tuwat, Walata, Gumbu... un larguísimo camino donde compró muchos más libros en una trayectoria apasionante y amarga (1).
A través de los años, la familia conservó y amplió la biblioteca aunque en varias ocasiones las circunstancias políticas les aconsejaron su dispersión por casas y aldeas para preservarla del saqueo. La última reunificación se hizo en el siglo XX y permitió darse cuenta de los daños de las humedades, incendios e insectos. El fondo Kati (un derivado del al-Quti original) contiene ahora unos 3000 ejemplares que versan sobre ciencia, arte, historia, religión... con ejemplares como el Corán de Ceuta, fechado en 1198:

Pagina del Corán de Ceuta, escrito sobre vitela y fechado el 13 de noviembre de 1198 (2).

Nombres que casi todos desconocemos llenan esas páginas: Al Fazzazi, poeta, nacido en Córdoba en 1229; Es-Saheli, arquitecto, nacido en Granada en 1290, o una mujer, Arkia Ali-Gao "la más erudita de su tiempo". Ejemplares del Corán, biografías, tratados matemáticos... un reflejo de la vida cultural de aquellos siglos y de los siguientes porque Tombuctú fue un foco cultural y religioso de gran importancia donde crecieron las bibliotecas hasta que las rutas del desierto cayeron en el olvido.

La historia parece acabar bien: la inauguración de la Biblioteca Andalusí de Tombuctú, construida por la Junta de Andalucía, se hizo en septiembre de 2003. Un nuevo edificio con condiciones adecuadas que garantiza una mejor conservación para el futuro. El fondo está gestionado por la Fundación Mahmud Kati cuyos objetivos son la preservación, restauración y digitalización de los fondos bibliográficos.
En Tombuctú, el fondo Kati no es único, hay más bibliotecas agrupadas en The Timbuktu Libraries: Mamma Haidara, Cedrab, Al-Wangari... Todas ellas están siendo digitalizadas por lo que su futuro se aclara poco a poco. Y leyendo las sucintas historias de algunas de ellas, nada tienen que envidiar a la que ha sido objeto hoy de esta entrada.

Un arcón de la biblioteca Mohamed Tahar (3)

Si alguien quiere echar un vistazo a algunos manuscritos escaneados aquí están.
De Tombuctú no puedo ponerles fotos mías pero sí de la Alhambra, uno de los orígenes de esta historia.
Y así cerramos el ciclo.



[Pulsar en las fotos para ampliar]

06 enero 2013

Contra las corridas de toros

No soy un defensor de la vida a ultranza en el sentido de que no me preocupa excesivamente que se maten animales para nuestra alimentación. Sí me interesa, en cambio, en qué circunstancias se produce esa muerte. Respecto a los animales que usamos para alimentarnos ha habido una tendencia hacia una tibia protección de la calidad de su muerte (aunque no tanto la de su vida). Una vaca muere hoy "mejor" que hace unas décadas y la percepción general, incluso para los indiferentes, es que es preferible una muerte rápida y poco dolorosa que una agonía. Tal vez en un futuro no muy lejano seamos capaces de "cultivar" tejidos para la alimentación y la necesidad de crear proteína animal emulando el ciclo vital natural habrá desaparecido. Yo al menos estaré un poco más satisfecho que ahora, aunque solo sea porque se habrá reducido el "sufrimiento global", un parámetro difícil de definir objetivamente pero que todo el mundo entiende.

Creo que es un sentimiento universal que la reducción del dolor es algo deseable para nosotros y contribuye a mejorar el mundo. Este objetivo tiene sus matices y no es absoluto. Hay ocasiones en las que el dolor temporal es un precio a pagar para una mejora duradera de nuestra salud: nadie diría que una luxación no deba reducirse por ser una manipulación dolorosa cuando la perspectiva es quedar impedido de forma permanente. En este sentido, también ponderamos los efectos colaterales de la reducción del dolor: poca gente estaría dispuesta a sedarse de forma permanente hasta el estad vegetativo por evitar un dolor débil o moderado ya que anteponemos vivir de forma consciente, aunque sea con sufrimiento, siempre que lo consideremos soportable. Dentro de estos balances, complicados y llenos de variaciones, creo que hay una generalización razonable con la que estaríamos de acuerdo de forma general: la reducción del dolor gratuito, innecesario, es algo "bueno" y contribuye, aunque sea en una proporción minúscula, a que este mundo sea mejor.

"El picador", grabado de la colección Génesis de tauromaquia de Eduardo Naranjo
Observarán que el primer párrafo hace referencia a la muerte de los animales administrada por nosotros mientras que en los siguientes hablo de la muerte y el dolor de los humanos. Aunque hay argumentos para defender planteamientos alternativos, solemos admitir que no es lo mismo infligir dolor a un humano que a un animal. Hubo quien defendió hace no tanto tiempo que los animales no sentían dolor y que por tanto tratarlos mejor o peor era irrelevante desde el punto de vista ético. Hoy sabemos que los animales (vamos a centrarnos, por ejemplo, en los vertebrados) sienten el dolor y que todo ser con sistema nervioso lo evita si está en su capacidad hacerlo.

Quiero usar el párrafo anterior para defender la idea de que la reducción del dolor es algo deseable tanto para humanos como para no humanos. Nadie salvo un psicópata consideraría una mejora para el mundo si se pusiera de moda tener a un perro colgado por una pata, agonizando, a la entrada de nuestras casas. Todos, creo, consideraríamos "bueno" que, de repente, nadie apaleara sus animales domésticos para desahogarse por una frustración. Es cierto que la mayoría de los animales, tal vez todos, no son conscientes de que les espera su muerte pero eso solamente elimina la angustia por el futuro, no el sufrimiento físico.

Obviamente, valorar la "fiesta" de los toros como algo indeseable se deduce directamente de las anteriores reflexiones. Las "faenas" taurinas finalizan con la muerte del toro pero ese no es el problema principal sino el sufrimiento. Es cierto que hace unos cien años el espectáculo era mucho más sangriento: hasta la década de 1930, los caballos usados en el tercio de varas morían destripados en la propia plaza en una proporción de tres caballos por cada toro. Parece, sin embargo, que no fue precisamente la compasión por los caballos la causa de hacer obligatorio el peto protector, sino un suceso en el que una invitada extranjera de Miguel Primo de Rivera se vio regada por los intestinos de uno de los jacos en una corrida en Aranjuez, en el año 1928. Lo desagradable del asunto motivó que el dictador ordenara el uso de petos a partir de ese momento. Hoy vemos esos petos como algo obvio pero hubo opositores que defendían que la suerte de varas había quedado devaluada y se había perdido la autenticidad.
"La cogida", grabado de la colección Génesis de tauromaquia de Eduardo Naranjo
Los toros no han tenido esa suerte, obviamente. Sin necesidad de meterse en detalles sobre las lesiones que provocan las picas y banderillas, la faena termina con el toro agonizando, con los pulmones encharcados de sangre. Si su muerte se retrasa excesivamente, se pasa al descabello (lesión masiva del bulbo raquídeo). Si esta maniobra se realiza bien, el toro muere con rapidez (aunque no instantáneamente) ya que el corazón y la respiración se detienen. Si se realiza mal, el animal queda aparentemente muerto, paralizado por la sección de la médula espinal, pero la muerte real no se produce. No es caso hacer una descripción más o menos gore del asunto, aunque se podría, sino señalar la trastienda del espectáculo, que no es otra que la destrucción progresiva de un animal mediante la rotura violenta de músculos y tendones acompañada de hemorragias masivas.

Las corridas de toros son una tradición centenaria, con orígenes aún más antiguos, pero este hecho no es una justificación para que se perpetúe. Muchas costumbres han sido erradicadas debido a que actualmente hay gente más sensible al sufrimiento, aunque sea de animales. En cada corrida, seis toros son heridos reiteradamente mediante picas, arpones y espadas hasta que mueren debido a las heridas y la pérdida de sangre. Incluso una suerte de matar bien ejecutada tiene por objetivo seccionar la aorta para provocar una hemorragia interna masiva. Es un sufrimiento que solo tiene su justificación en el placer que tienen los espectadores viendo el espectáculo.  Es cierto que el incentivo de esos espectadores no es ver el sufrimiento sino la habilidad, estética y adaptabilidad del torero en la ejecución de su faena. El punto clave, a pesar de esto, es que ese sufrimiento se produce.

Los argumentos a favor de la tauromaquia son diversos aunque los más habituales se refieren a que forman parte de la cultura, que son una tradición centenaria y que se trata de un arte. No se niega el sufrimiento pero se propone que todo lo anterior son valores positivos y que, en conjunto, serían suficientes para justificar el espectáculo. Desde mi punto de vista esos planteamientos no son correctos. La ablación es una tradición centenaria (milenaria) y forma parte de la cultura de los países donde se realiza pero es absolutamente rechazable según nuestra manera de ver las cosas. La antigüedad y la tradición no son, por tanto, propiedades necesariamente positivas (ni negativas) y su existencia no es condición suficiente para perpetuar ninguna costumbre.

Creo que las corridas de toros desaparecerán más pronto que tarde. Las sociedades cambian y, al menos las nuestras, se hacen menos indiferentes ante este tipo espectáculos. Otros, como las peleas de perros están prohibidas en España, los enfrentamientos de otros animales parecen haber desaparecido, las peleas de gallos son ilegales salvo en algunos lugares de Andalucía y Canarias (¡alegando la costumbre o tradición!). Hubo épocas en las que ver la arena de los cosos teñida de sangre era común. Hoy, de esos espectáculos cruentos sólo está legalmente extendida la tauromaquia. También hubo épocas en las que la gente se reunía en la plaza mayor para ver las ejecuciones, frecuentemente realizadas con la mayor crueldad. Hoy eso se nos haría insoportable. Espero que en breve, lo antes posible, las corridas de toros caigan en el olvido o queden registradas como un espectáculo que hubo, durante unos siglos, en algunos países donde torturar un animal para diversión del "respetable" era considerado de "interés cultural".

Nota: he escrito este post a causa de una discusión estos días atrás. Hay otros blogs donde este mismo tema se ha discutido ampliamente pero con énfasis en otras cuestiones, como la naturaleza de los derechos de los animales. A mí ese enfoque no me parece correcto: no importa si concedemos derechos a los animales (a fin de cuentas los derechos no existen por sí mismos, sólo son un convenio social), lo que importa es tender a la reducción del sufrimiento innecesario, sea nuestro o ajeno. Todo sin excesivos aspavientos pero con claridad y firmeza.

31 diciembre 2012

Mortalidad y suicidio

Les relaté hace un tiempo que, echando cuentas, he estado a punto de morir al menos cuatro veces (vean aquí, en la entrada titulada "Ruleta rusa"). "A punto" significa, en este contexto, tener la sensación plenamente lúcida de que me quedaban unos segundos de vida a menos que ocurriera algo que, aparentemente, tenía una probabilidad pequeña de pasar. Las cuatro veces tuve esa suerte, la moneda cayó de canto y sigo aquí. Terminé aquel post reconociendo que el inventario, desde la distancia que da el tiempo transcurrido, era aterrador y que estar escribiéndolo era un acontecimiento fortuito que debía, consecuentemente, ser disfrutado intensamente.


Hoy terminé el librito Mortalidad, de Christopher Hitchens. Es el libro de una persona en su viaje a la muerte a través del cáncer. Independientemente de lo que Hitchens cuenta, su relato me llevó a recordar uno de los momentos luminosos en los que tomé una decisión importante en mi vida. He vivido ya la muerte de seres queridos y la agonía de familiares por un progresivo deterioro físico y mental. Estas situaciones siempre te pillan de sorpresa cuando comienzan a producirse. Unos años antes nada te afecta pero a partir de un momento, súbitamente, todo a tu alrededor envejece y se derrumba. Asistes a la muerte de tus padres, a la puntual pero real desaparición de algunos amigos y empiezas a ser consciente de tu propia mortalidad. Probablemente te quedan décadas de vida pero ya comienzas a pensar qué porcentaje de la misma habrá transcurrido.

Nadie con la mente sana quiere morir sin motivo. Vivir es probablemente el instinto más sólidamente arraigado en nuestros cerebros en nuestra historia evolutiva. Sin embargo, en esa etapa de derrumbe de nuestra ilusión de inmortalidad (la muerte estaba tan lejana que no la considerábamos ni como posibilidad) comenzó a preocuparme la forma de morir. Habiendo visto formas horribles de hacerlo y sabiendo de  otras aún más aterradoras ¿qué me espera a mí, en concreto, en un futuro posiblemente lejano pero al que llegaré irremediablemente?

Algunos de ustedes habrán tenido esta preocupación como yo, de vez en cuando, tal vez ante una biopsia o un análisis de sangre. En cierto momento llegué a una decisión. La primera parte de ella fue fácil: escribir un testamento vital manifestando mi deseo de, ante ciertas circunstancias (daño cerebral severo, tumor maligno diseminado en fase avanzada...), no ser sometido a tratamientos que prolonguen mi vida (y de que, a mi muerte, mis órganos sean donados). Esta parte es relativamente fácil de asumir ya que, en realidad, solo se trata de reconocer que tus problemas no tienen solución y alargar tu vida artificialmente solo va a empeorar en cuanto a dolor propio y ajeno. La segunda parte de mi decisión fue más dura: la de interrumpir mi vida en el momento en que lo juzgue conveniente. No tengo la más mínima intención de entrar en cuidados paliativos, caer en situación de agonía, llegar a una fase terminal o que un Alzheimer acabe con mi memoria y mi razón. Lamentablemente, en este país ningún partido político ha tenido los arrestos suficientes para formular una ley de eutanasia y si alguien me ayuda al suicidio podrá ser perseguido legalmente (1).

(1) Existe la Ley 2/2010 de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de la Muerte promulgada en la Comunidad Autónoma de Andalucía pero no contempla la regulación de la eutanasia, que no entra dentro de las competencias autonómicas, estando sancionada en el artículo 143 del Código Penal (aunque no figure con ese nombre).

No sé si esta situación seguirá vigente cuando me toque llevar adelante mi decisión, si es que me toca,  o si seguiremos plegados a las presiones religiosas, que creo es la única razón por la cual no existe en España una ley que regule la eutanasia en sus múltiples variantes, incluyendo el suicidio asistido. No quiero entrar en el asunto del derecho a matarme, que considero fuera de toda discusión, sino de la presión que supone que, si estoy incapacitado por una enfermedad degenerativa incurable o por una tetraplejía, no pueda recibir ayuda de un amigo para poner fin a mi vida (o no pueda darla yo mismo a un amigo).

La postura de la Iglesia Católica, que sin duda es la fuerza más influyente en contra de la regulación, es diferente en según que caso. Por ejemplo, apoya que no exista "encarnizamiento terapéutico" para alargar la vida cuando no hay posibilidad de recuperación y también acepta los cuidados paliativos incluso cuando puedan reducir la duración de la vida mientras no vayan dirigidos a matar al enfermo. Sin embargo, condenan firmemente el suicidio por ser "un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte" y, por supuesto, la asistencia al suicidio: "una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor" constituye "una grave violación de la ley de Dios" (encíclica Evangelium vitae, 65-66). Los que hayan leído algo de este blog saben que no tengo nada que objetar si esas reglas se aplican exclusivamente a católicos ya que cada uno es dueño de sufrir lo que le apetezca. Sin embargo, las presiones de la Iglesia Católica impiden la sola regulación de ese acto voluntario ya que niega el derecho de las personas a poner fin a su vida y eso sí tiene consecuencias para todos.

No he encontrado ninguna objeción al suicidio asistido que no sea religiosa ya que el fundamento de la oposición es siempre que la vida nos es dada por un dios y que no somos dueños de ella. Contra este argumento pueden estar incluso las personas religiosas: sí, la vida me ha sido dada y mi obligación es administrarla pero en ningún sitio dice que deba alargarla todo lo posible. Aún así, las posiciones a favor del suicidio asistido parten aparentemente siempre de organizaciones laicas. estas organizaciones son conscientes de que para evitar abusos, deben regularse las condiciones en las que se acepta el suicidio asistido, también llamado eutanasia voluntaria. Algunas de estas condiciones son razonables: que sea solicitado por una persona consciente y sin presiones externas, que la enfermedad sea incurable y que todo sea documentado fehacientemente. Lamentablemente, suelen caer en condiciones menos razonables: que sea solicitado reiteradamente o que el sufrimiento sea intolerable. Lo primero es absurdo: basta con que sea solicitado una vez en las condiciones adecuadas. Lo segundo es terrorífico: yo no quiero llegar a un "sufrimiento intolerable" sino anticiparme a él.

¿Qué hacer entonces? Pues mi decisión es, en su momento, acudir a algún lugar donde sea posible adquirir el cóctel de fármacos adecuado y anticiparme a la situación terminal o, en el mejor de los casos, programar que mi último viaje por el mundo acabe en Suiza, donde hay organizaciones que valoran y, en su caso, ayudan a morir antes de perder la dignidad. Tal vez, si llega el momento, tendré que renunciar a un tiempo de vida que no querría perder, pero no puedo meter a nadie en la situación de ir a la cárcel por ayudarme cuando ya no tenga autonomía suficiente para suicidarme.

"Es absurdo hacer a un hombre esclavo de la ética de los médicos, de la moral de los curas o de la terrorífica y amenazante protección de papá Estado". Ramón Sampedro.
"Nunca diría que estoy cansado de la vida, estoy cansado de la forma en la que estoy viviendo. Sé que no voy a curarme y ya he tenido suficiente. Estoy perdiendo la razón porque esto no es vida". Reginald Crew.


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