No esperen gran cosa, entradilla ligera, de fin de agosto...
Parte 1. La situación.
No sé cómo se organizan allá por las américas para ir de compras. Aquí nos hemos metido poco a poco en un protocolo de esos que te vuelven gili…, digo, que te armonizan con los nuevos tiempos de conductas complejas y esencialmente estúpidas. Por eso odio ir a los supermercados, porque son como el colmo de los absurdos cotidianos.
Lo primero es llegar, cosa no especialmente simple. Es obligado usar coche porque está en las afueras y el transporte público no existe o está completamente inadaptado a su función. El uso del coche supone contaminación, un incremento de coste y te incita a comprar de más para amortizar el viaje.
En el enorme local los productos cambian periódicamente de lugar con el único y exclusivo fin de que el usuario callejee unos cientos de metros por los pasillos y se inunde de información basura. Esta versión del spam puede suponer el 99.9% de todo lo que ves. Un bonito ejercicio sobre la estrategia de convertir el comprador en el judío errante es situar en un croquis la ubicación de los productos básicos: pan, aceite, leche, huevos y coñac. Fíjense que siempre están convenientemente lejanos entre sí, supongo que en beneficio del usuario ya que caminar es excelente para la salud.
Pero caminar por un hiper de estos difiere esencialmente del paseo por el parque o por la calle peatonal de tu ciudad. En este último caso, el paseo es hasta relajante, intercambias saludos con los conocidos ociosos, criticas las obras municipales con todos o simplemente te dedicas a ver pasar la vida del sexo opuesto. En un hiper la conducta es diferente, agarrado fuertemente al carrito, harto del ruido que te envuelve y sobre el que se sobrepone a duras penas la música con la que promocionan el último disco de Bisbal, compites por el espacio y la circulación.
La hora de pasar por caja es una mis preferidas por el protocolo: si sacas tu tarjeta de crédito te piden el documento de identidad para comprobar si la has robado. Este bonito detalle es esencialmente latino: eres siempre sospechoso de ser un delincuente. Y la encargada de hacer ese test jurídico es la chica de la caja (aquí hay pocos hombres). Por eso yo robo las carteras completas para que los nombres coincidan porque luego nunca miran si el de la foto eres tú. En un arrebato experimental, un amigo mío pasó el test sin problemas enseñando el carnet de una organización juvenil extinta con el franquismo, donde el susodicho ostentaba 30 años menos.
Tras pasar la prueba de honradez, te piden la tarjeta del supermercado con la que acumulas puntos para que luego te descuenten el 10% de tu próxima e inverosímil compra de chanquetes marca Acme. Yo nunca llevo esa tarjeta por lo que la cajera me examina, ya atentamente, con sospecha y me recomienda que no me vaya sin pasar por la caja principal a encargar una. El procedimiento no es inocuo: para sacar la tarjetita hay que rellenar un papel con tus datos personales: nombres y apellidos, fecha de nacimiento, domicilio, teléfono… y firmar algo redactado por el mismo sujeto de las instrucciones del teléfono móvil (ver una de las entradas anteriores). Y esto me lleva a la segunda parte.
Parte 2. Las consecuencias.
Poco a poco, fragmentos de nuestra identidad se trasmiten a las tarjetas de la biblioteca, del videoclub, de crédito, de la gasolinera, del hipermercado, de sanidad, de la universidad. Nuestro teléfono suena continuamente por parte de compañías telefónicas rivales que se empeñan en que les contemos nuestra profesión, nuestra edad, cuántos somos en casa, si tenemos internet, en qué rango está nuestro sueldo… Y dentro de poco todos los coches y teléfonos móviles llevarán GPS y serán localizables en cualquier momento. Google incorporará la utilidad de ver en qué cajeros hemos usado nuestra tarjeta en los últimos meses. Carrefour nos enviará un correo electrónico diario personalizado con las ofertas de productos que, de acuerdo con nuestras compras anteriores, son esenciales para nosotros. Mientras tanto, sin esperar a esto, en el aeropuerto de Barcelona se graban en video las matrículas de los coches que entran y salen; las autopistas tienen cámaras fijas y las compañías telefónicas retienen los números de las llamadas durante meses. Todos sin preguntar, claro.
No soy especialmente celoso de mi identidad (a partir del blog se llega a mi nombre completo, foto y currículo académico en tres clicks). Pero sí me gusta practicar una desobediencia civil moderada ante el control de nuestras actividades privadas aunque sólo sea para hacer patente lo patético del esfuerzo. Yo les propongo dos o tres medidas: no contesten a las encuestas, no usen tarjetas salvo en caso de emergencia, no den su teléfono más que a los amigos. A mí, el servicio (¿) de Correos me ha facilitado las cosas negándose a llegar a mi casa por lo que mi dirección, incluso para la recaudación del Estado, es un apartado postal.
Pero ahí se acabaron las opciones (a menos que se les ocurra algo, soy todo oídos).
Por último y para acabar bien: no se tomen esto demasiado en serio y no se les ocurra ver “Enemigo público”.