21 noviembre 2013

Las lenguas son inocentes

En aquellos años de los mandilones azules y la leche en polvo el tiempo se alargaba hasta dormírsenos encima, y las canciones de la radio se ensanchaban y se incrustaban por toda la casa para ser el preludio de la eternidad.
En aquel tiempo en que nadie envejecía había una lengua que estaba prohibida.
Era la mía, aquélla con la que me habían enseñado a hablar. (Escribía Gayo Suetonio Tranquilo, en sus Vidas: In civitate libera lingua et mens liberae esse debent: En una tierra libre, lengua y mente deben ser libres.)
En mi pueblo no había libertad.
El maestro, que era gallego y tenía cara de pan recién hecho, nos daba en las uñas con la vara de saúco cuando se nos escapaban expresiones como: Ta lliento asgaya, toi anoxáu, faime rebulguinos, duelme un deu, aterecióse, atapez, ñeva quel pinga’l mocu, méxase pela nueche, manquéme nel calcañu, ye llistu comu la fame, fála-y a la oreya y nun retruca, to rixu de dir vela, nun entamo, escaézseme o nun hai llibertá.
El gritaba, señalando a la foto de un gordito con bigote que era más que general (algo así como un militar superlativo), que el único idioma admisible en aquella escuela (xelada de cutiu) y en todas las demás escuelas posibles era el idioma del imperio (...que siempre la lengua fue compañera del imperio, dice Nebrija en su Gramática castellana), y al pronunciar don Manuel esta última palabra se le inflaban tanto los carrillos (papiellos, decíamos nosotros en nuestra lengua maltrecha) y la cara entera se le ponía tan roja que talmente parecía el fuelle de una gaita.
Después de ejecutar los castigos, los cuales, dado el apego que aún teníamos a nuestras palabras, eran tenaces y perseverantes, después de azotarnos las uñas con la vara de saúco (también las usaba de avellano), tocaba con ella el mapa y decía, con la voz transformada (atiplada y lenta como un susurro de consagración), que España, lo que se dice España, no había más que una.
Yo no alcanzaba a entender qué tenía que ver aquello con el hecho de que nosotros a los nidos les llamáramos niales, a la babosa llimiagu y xabú al árbol del cual cortaba las varas el maestro. Tampoco entendía aquella proclamación imperativa y casi sagrada de unidad para un mapa que estaba decorado con tantos colores diversos.
Yo, en la clase, apenas hablaba, y prefería pasar por tonto (panguatu, decían en mi casa) y no responder a las preguntas del maestro antes que sufrir la flagelación de las yemas de los dedos. Pero una vez don Manuel me preguntó: «A ver, tú, mosquita muerta, ¿dónde queda este pueblo?» «Onde'l diañu punxo la pata», le dije yo. Las uñas me estuvieron doliendo una semana. Pero peor fue lo de aquel compañero a quien el maestro interrogó sobre cuál era la profesión más digna, y la respuesta fue:
«Trabayar nel alambre».
Aquel día, en clase hubo truenos y relámpagos (restallos y esclarones, que decía mi abuela).
Fui creciendo y aprendiendo nuevas palabras de aquel idioma que nos imponían los maestros, y también fui olvidando muchas palabras de las que consideraba mías porque con ellas había aprendido a relacionarme por primera vez con todo lo que me rodeaba y con ellas había expresado mis primeros sentimientos.
Me dolía perderlas (algunas ya nunca las he recuperado), pero era un asunto de supervivencia.
Mi padre me decía (en asturiano, claro) que la diversidad de las lenguas no está en los diferentes sonidos o signos, sino en una forma distinta de comprender el mundo.
Yo ya iba entendiendo un poco la maniobra política del supuesto imperio. «Esta desigua nun pue allargase muncho», me decía mi padre, quien, además de ser optimista preceptivo, era un hombre instruido que sabía, entre otras muchas cosas, arameo y latín (lo digo para que alguno no se confunda, vamos, que nun trafulque los sos camientos).
Un día, los Reyes Magos me trajeron un diccionario de castellano, una escopeta de corcho y bramante, y un par de naranjas. «Pa que persepas falar comu ellos si algames la Universidá, y escopeties a tiru fiju coles sos propies pallabres, y te dexe, sin embargu, too esto bon tastu na boca». Siempre que como naranjas me acuerdo de mi padre.
El año que entré en el intemado, en las vacaciones de Pascua, encontré al maestro en el bar de la bolera. Estaba borracho y hablaba en gallego. «Cuandu ta chispa fala na so llingua», me dijo alguien. Yo no me emborrachaba, pero soñaba (que pal casu ye lo mesmo), y lo hacía en asturiano.
Pero con el tiempo hasta los sueños aprendieron el castellano. En el intemado había profesores que restaban puntos a quienes, en los exámenes, se les escapaba alguna palabra asturiana. Otros no. Otros incluso dejaban escapar de vez en cuando alguna expresión en la lengua de mi infancia. Y entonces yo pensaba que había profesores que creían en eso de la unidad de España como argumento para correr hacia no sé qué destino en lo universal (como enrollar el mapa de don Manuel en la bandera del Ayuntamiento y viajar con él a la luna), y que había otros (mucho más entrañables) que hablaban como se soñaba.
Llegaron los años de Universidad en Madrid y ya fui entendiendo yo aquel asunto de las lenguas. El profesor de Lengua, en primero de Psicología, habló un día con mofa o ludibrio de los dialectos de España (deformaciones rústicas del lenguaje, decía él). Los asturianos respondimos con ímpetu y eficacia a sus argumentos. Tanto, que nos lanzó un desafío: «Si me construís una gramática de esa
lengua vuestra, tenéis un notable sin examen final».
Se reía, pero trabajamos duro, y en el mes de junio tuvo encima de su mesa una gramática completa del asturiano. Con mucho estupor y algo de fascinación cumplió su promesa. «Quedó-y la tablica más retorcía que’l rau d’un gochu», dijo alguien.
Ahora yo escribo en castellano, que es una lengua noble –exenta de culpas–, y lloro por aquella lengua maravillosa (sonora y atrevida como los rabiones de los ríos de la tierra que la parió), lengua que sigo estudiando y en la que también escribo porque es mía y porque me siento culpable con respecto a ella. «Cuando un pueblo es hecho esclavo, mientras conserve su lengua, es como si tuviera la llave de su prisión», escribe Daudet en La dernier classe (Contes du lundi). Ejemplos tenemos muy actuales.
Se me ocurrió este escrito por varios acontecimientos recientes. Por un lado, unos políticos (casi todos de aquellas familias que creían en la extraña consigna del destino en lo universal y despreciaban la lengua de la tierra por ser asunto de pobres y aldeanos ignorantes) han salido a la palestra (sitio donde se controvierte sobre cualquier asunto) proclamando la no existencia del asturiano como lengua.
Y entonces a mí me dio mucha lástima y me acordé de la vara de saúco de don Manuel.
«Hay muchos que siempre tienen en la boca el no, con que todo lo desazonan; el no es siempre el primero en ellos, y, aunque después todo lo vienen a conceder, no se les estima, porque precedió aquella primera desazón», apunta Gracián, en Oráculo manual y arte de prudencia.
Otro hecho reciente fue la noticia ésa de unos muchachos (probes guajes) castigados a llevar piedras en las mochilas por no hablar vasco (que es un asunto como aquél del maestro, pero a la inversa). Y del mismo modo me apesadumbró (mancóme enforma), por idénticos fundamentos, el abucheo, en un acontecimiento público, a un artista catalán, de los que siempre defendieron la libertad, por cantar en la lengua de su tierra.
¿Será verdad aquello que escribía Morales en Ardor con ardor se paga de que España es una suma de intolerancias? A causa de la intransigencia yo ahora debo esforzarme en aprender mi propia lengua. Confieso que, al hacerlo, siento como que vuelvo a nacer. Puede que algún día los personajes de mis sueños se vuelvan a expresar en asturiano.
Pero será despacio (adulces, pasín a pasu...), y, mientras, que cada uno se entienda consigo mismo como mejor le parezca, y que cada uno descubra en esa palestra (reparada y apuntalada tantas veces) al político que más disimuladamente le mienta, o a su maestro perdido de la infancia, o a su filólogo más incauto y confidencial. Cometimos un error muy grave: el de hablar a medias para que todos
nos pudieran entender, y ahora vienen diciendo que no sabemos hablar. ¡Ye comu pa mexar y nun char gota!

Escribió esta maravilla Fulgencio Argüelles, en el diario La Nueva España, el 2 de octubre de 1997. Es un texto que atesoré todos esos años, que sobrevivió a una docena de ordenadores y al doble de formateos. Aún así, lo había perdido hace un par de años y hoy lo he buscado y vuelto a disfrutar. Rara mezcla de corazón, lógica, bondad y sabiduría. Las lenguas son inocentes, no necesariamente así sus hablantes.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

“Insensible a la maledicencia, a los rumores injuriosos y a los versos difamatorios propagados contra él y los suyos, frecuentemente decía ‘que en una ciudad libre, la lengua y el pensamiento debían ser libres’. (…)” (Suetonio, Vidas de los doce césares, Tiberio, XXVIII). Aunque esta cita de Cayo Suetonio Tranquilo sobre la vida del emperador romano Tiberio no se refiere específicamente al tema tratado por el autor de este artículo - aunque él mismo la haya mencionado expresamente -, no deja de ser válida como un grito de reivindicación de la libertad lingüística que tanto ayer como hoy sigue estando amenazada en algunas regiones de España, ya que si España es un país libre, entonces es obvio que la lengua y el pensamiento también deben ser libres.

En la dictadura franquista es de sobra conocido que los hablantes de catalán, gallego, vasco y otras lenguas minoritarias fueron víctimas de la imposición lingüística en favor del castellano o español como único idioma oficial del Estado; pero ahora las cosas se han invertido porque la imposición lingüística sigue existiendo, pero hoy funciona en contra de los hispanohablantes de las comunidades autónomas donde se habla otra lengua oficial, la cual pretenden imponer a toda costa y excluir el uso de la lengua de Cervantes de la vida pública. Esto último es tan injusto como la pretensión que tenía Francisco Franco de acabar con las otras lenguas habladas desde hace siglos en España.

Los idiomas, efectivamente, son inocentes de toda culpa. Son las personas, y no las lenguas, las autoras de las injusticias. Por eso es que los idiomas no se merecen el rechazo de la gente, pero eso es lo pasa al pretender por la fuerza que uno hable, escriba, lea y piense en otro idioma que no es el de uno. Es triste lo que el autor del artículo tuvo que sufrir en la escuela cuando se le obligaba a hablar una lengua extraña para él en detrimento de su lengua materna. El aprendizaje de otros idiomas debe fomentarse en lugar de imponerse, porque por la fuerza nada funciona bien. Pero primero debe garantizarse que los padres tengan el derecho irrenunciable de decidir la lengua oficial en la deben ser escolarizados sus hijos.

Muy buen artículo. Me gusto leerlo. Su texto hace reflexionar sobre el derecho inalienable de toda persona de estudiar en su lengua materna y de usarla libremente en su vida diaria.

gabriela dijo...

Me encantó este post, Angel, y me hace pensar que siempre ha habido esa intransigencia con respecto a las diferentes lenguas...mira que llegaron los españoles a américa, e impusieron por la fuerza idioma y religión, de manera que podrás imaginarte todo lo que sufrieron los indígenas , nativos de las diferentes regiones, y que tuvieron que abandonar su propia lengua, sus propias creencias religiosas, e incluso avergonzarse de ellas hasta el punto de olvidarlas! Y por ejemplo en Chile, recién últimamente los mapuches están empezando a mostrar su cultura y a valorarse ellos como personas de su propia etnia!
Recién ahora, se está enseñando mapudungún en algunas escuelas rurales, se está valorando la cocina mapuche, haciendo turismo rural...
Es como que nos ha costado muchísimo dejar atrás todas esas prohibiciones!

Anónimo dijo...

Todo eso pasa cuando las lenguas son usadas como instrumentos políticos en lugar de dejar que sean simplemente lo son por su propia naturaleza: códigos comunes que permiten la comunicación entre sus hablantes.

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